Max Weber, las policías comunitarias, la patología del estado y el “monopolio legítimo de la fuerza”
Fotografía: Karla H. Mares |
Por Camilo Pérez Bustillo
30
mayo, 2013
“El método consiste en saber situarse en el
lugar de los pobres y desde allí efectuar un diagnóstico de la patología del
estado” (Hermann Cohen, 1919), citado
ayer por Enrique Dussel en sus palabras inaugurales para las pre-audiencias
organizadas por el Eje “Guerra Sucia”
del capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) en el Plantel
del Valle de la UACM.
Ha surgido un álgido debate en México en los
últimos meses ante el surgimiento, en múltiples contextos, de diversos
fenómenos etiquetados frecuentemente en los medios hegemónicos de comunicación,
dentro y fuera del país, -por ejemplo en la BBC y el New York Times- como “auto-defensas” o incluso como
expresiones incipientes del paramilitarismo.
Una de las aberraciones recurrentes en este contexto es meter en el mismo saco
a los brotes recientes de grupos de este tipo en la Tierra Caliente de
Michoacán, y otros con perfiles y proyectos muy diferentes como la CRAC-PC, la
Ronda Comunitaria de Cherán, o incluso los Caracoles Zapatistas en Chiapas.
Un recurso argumentativo
característico de este tipo de cobertura ha sido la invocación del postulado de
Max Weber sobre el “monopolio legítimo de
la fuerza” como rasgo distintivo del estado moderno, y su transformación
acrítica en una idea-fuerza y receta simultáneamente científica y mágica, y por
ende incontrovertible. Se asume así una vez más a Weber como profeta
ineludible de la “modernidad”
capitalista occidental, y de los estados neoliberales contemporáneos entendidos
como sus escuderos imprescindibles.
Todo esto está atravesado
por debates esenciales, pero implícitos, sobre la relación entre la legalidad y
la legitimidad que suelen ser invisibilizados por las evasiones inherentes del
liberalismo que sigue permeando nuestras reflexiones desde la izquierda.
Guillermo O´ Donnell, por ejemplo, nos recuerda que la experiencia concreta de
los regímenes que aplicaron el terrorismo estatal en nuestro continente entre
1954 y 1985 -y que continúan haciéndolo hoy en contextos como Colombia y
México- refleja uno de los errores conceptuales fundamentales en la formulación
clásica de Weber: no hay ninguna razón, de entrada, para asumir la legitimidad
de los estados que incurren en tales crímenes. A lo contrario, como ha sugerido
Noam Chomsky: nuestro punto de partida ante todos los estados y todas las
jerarquías, de cualquier color ideológico, tendría que ser precisamente al
revés: un cuestionamiento permanente de la legitimidad de todos los ejercicios
de su poder, independientemente de su supuesta “legalidad”. Esto incluye también nuestra afirmación y defensa de
la centralidad de nuestros derechos colectivos, comunitarios, populares, e
individuales a la protesta, a la resistencia, y a la rebelión, como fundamentos
de una conceptualización alternativa, contra-hegemónica, y emancipatoria de los
derechos humanos, “desde abajo”.
Habría que recordar, por
ejemplo, que todos los crímenes de lesa humanidad más aberrantes de la historia
-la conquista europea del continente americano, la trata de esclavos y
esclavitud africana, el colonialismo occidental, el holocausto nazi, el
terrorismo de estado promovido por el imperialismo estadounidense en nombre de
las doctrinas de “seguridad nacional”
en América Latina, y las versiones respectivas del apartheid en el contexto sudafricano e israelí- se consideraban (y
se siguen considerando hoy en el caso de Israel) perfectamente “legítimos”
dentro del marco de la legalidad vigente de los estados que los cometieron y
promovieron, no obstante su contravención de elementos claves de la
normatividad internacional en cada etapa histórica correspondiente.
Aquí yace uno de los
peligros más contundentes al asumir acríticamente el postulado de Weber: todos
los estados y actores represores (desde el colonialismo español hasta el
intervencionismo estadounidense y el priísmo reciclado que nos agobia hoy en
México), siempre, justifican su accionar desde la perspectiva de su supuesta
legitimidad y legalidad. El supuesto monopolio del poder coercitivo por
parte del estado también implica el monopolio estatal del derecho, y de la
justicia, con consecuencias devastadoras para los que defendemos los derechos
de los pueblos indígenas y originarios dentro del marco del pluralismo jurídico
y de la refundación intercultural necesaria del estado.
Concederles el llamado “monopolio de la fuerza” a los regímenes
que enfrentamos implica vacunarlos, y desarmarnos, figurada y literalmente, sin
dar la batalla necesaria por los marcos epistemológicos, conceptuales, y
teóricos que necesitamos para iluminar el camino que fundamente praxis
alternativas, contra-hegemónicas, y potencialmente emancipatorias. Las policías
comunitarias en México y sus equivalentes en otros contextos afines como la
Guardia Indígena en la región del norte del Cauca en Colombia, nos sugieren la
riqueza posible de tales proyectos, como semillas de la construcción
imprescindible de otra justicia, otro derecho, y otro estado, y como ejercicios
legítimos, independientemente de su supuesta “legalidad”, de nuestros derechos a la libre determinación y a la
autonomía.
Poner todas las
experiencias referidas al inicio de esta reflexión en el mismo marco conceptual
(como desafíos al monopolio estatal de la violencia) implica una rendición
anticipada e innecesaria. Los derechos nacen en la conciencia, pero se hacen en
la historia.
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