Lunes,
21 de Abril de 2014
(JOAN MANUEL SERRAT, LA SAETA, 1974)
“no puedo cantar ni quiero a ese
Jesús del madero sino al que anduvo en la mar”,
Antonio Machado, La Saeta,
poema musicalizado por Serrat.
A los migrantes que marchan en busca
de redención
Recuerdo haber leído en
la adolescencia un pequeño libro de ensayos titulado algo así como Imágenes de
Cristo en América
Latina. Era un estudio sobre cristología, sobre las
imágenes de Cristo en la religiosidad, la cultura y el imaginario popular. La
imagen de Cristo está por donde quiera: algunos habían encontrado la imagen de
niño Jesús en un remedio popular para la popular sífilis, otros contaban
anécdotas como la de una orquesta brasileña que en un baile dijo al público que
tocarían una pieza tranquila para que descansaran y comenzó a tocar una canción
de Roberto Carlos: “Jesús Cristo yo estoy
aquí”, con la cual el respetable bailó y luego la orquesta la tuvo que
tocar varias veces más para que la volvieran a bailar.
Pero el ensayito que más me impresionó fue un estudio que contrastaba dos
imágenes de Cristo: la del crucificado y la del resucitado. La primera es la
más popular, aquella con la cual la religión popular, masiva, ha enseñado a los
pueblos en América Latina
a identificarse: el Cristo torturado, asesinado, colgado del madero. Y pueblos
que han sufrido colonización, genocidio y que cotidianamente sufren
explotación, opresión, desprecio y represión, seguramente que se pueden
identificar muy bien con las llagas y el grito de dolor del crucificado. Es con
mucho la imagen más popular, común y conocida; los crucifijos: la paradoja de
que un instrumento de tortura sea el símbolo de una religión del amor. Pero
identificarse con ese momento de la historia de Cristo, que se revive
cíclicamente cada año en la Semana Santa, con populares dramatizaciones,
cruentas y dolorosas incluso, penitencias duras de un pecado que (como la deuda
externa) pareciera no terminar de pagarse jamás, es detener la historia antes
del momento culminante.
Ese pequeño libro explicaba que en la doctrina cristiana (católica y otras)
lo más importante no es que Cristo haya muerto en la cruz, con todo y que es
importante, puesto que es la más grande crítica al poder que pueda haber: Dios
renuncia al poder, no se salva a sí mismo y asume la mortalidad de los hombres,
muere crucificado en medio de dos ladronzuelos, torturado y asesinado pública y
escarniosamente por esbirros del Imperio Romano, uno de los más oscuros de
todos los tiempos y origen de los imperios actuales con sede en Europa y los
Estados Unidos. Es tan dramática esa tragedia divino-humana que Cristo parece
reprocharle a su padre haberlo abandonado: prácticamente una blasfemia en boca
del hijo de Dios, torturado igual que miles y millones de seres humanos
torturados en la historia (historia universal de la infamia, como diría
Borges). A propósito de ese momento, nace en un coro de culto luterano la frase
“Dios ha muerto” que luego retomaron
con distintos matices Hegel y finalmente Nietzsche.
Ese Cristo derrotado, humillado, torturado y asesinado se empeñaron los
poderosos en que fuera la imagen de Cristo con al cual se identificaran los
oprimidos de nuestros pueblos, pero decía aquel ensayito que hoy recuerdo: la
principal creencia del catolicismo (y otras religiones cristianas) no es la
creencia en ese Dios muerto, sino la resurrección. El dogma católico enseña que
Cristo resucitó y con su resurrección redimió a los hombres de la muerte
(consecuencia del pecado, otro dogma) y dejó la promesa de que los seres
humanos redimidos resucitarán. De ahí quizá vine la fuerza misteriosa y el
valor de algunos cristianos comprometidos que enfrentan a los poderosos
desafiando el miedo a la muerte.
El ensayo hace un análisis de las imágenes de Cristo y dice: el Cristo
crucificado y muerto es el patrón destinado por el poder a los pobres, las
imágenes del Cristo de los ricos (ni modo, también en esto hay clases, y lucha
de clases) son las de Cristo Rey (el Cristo de la derecha cristera en México, Cristo guerrero,
Cristo- Huitzilopochtli, el del cuento “Dios
en la tierra” de José Revueltas) que si son bien observadas representan a
un rey europeo, un rey español, por ejemplo a Fernando VII o cualquiera de
ellos, y ya sabemos toda la superstición que hay detrás de las monarquías, en
el fondo siguen dependiendo del dogma del origen divino del poder de los reyes,
con el dogma escondido y vergonzante de que las castas reinantes provienen
(sanguínea y ahora hemofílicamente) de los humanos hijos de dioses, desde Adán
hasta los señoritos en el poder real hoy, son de pena ajena, pero esos dogmas
circulan por ahí.
Entonces el cristianismo popular, el platonismo para el pueblo que
criticaba Nietzsche, no les enseñó a nuestros pueblos a identificarse con el
Cristo resucitado, el vencedor de la muerte, sino con el Cristo muerto,
derrotado (ocultándoles la resurrección y el triunfo final del Cristo sobre la
muerte y sobre sus asesinos) y por otro lado: el Cristo de los poderosos, el Cristo Rey como comandante supremo de
los conquistadores, los colonizadores, los criollos y el Cristo en el nombre
del cual la derecha cristera se opondrá al liberalismo y a toda reforma social.
De manera que no hay solamente un Cristo sino varios, imágenes hechas por
el poder a su imagen y semejanza para escamotear una versión subversiva del
Cristo: la del Dios que renuncia a su divinidad (al poder) y abraza la
humanidad hasta la muerte y, sobre todo, la del vencedor de la muerte que
promete a los suyos resucitar, vencer a la muerte y vencer a los opresores que
los han sujetado al yugo de la muerte y el temor, la esclavitud: espiritual y
real, histórica, política. Ese Cristo subversivo no es para nada el que los
poderosos quisieran para que los oprimidos se identificaran, por ello
persiguieron, como los romanos a los primeros cristianos, a los teólogos de la
liberación y la iglesia de los pobres.
Ahora hay un papa que intenta remontar el descredito en que sumió a la
Iglesia Católica no solamente el escándalo universal de la pederastia, sino la
caducidad, lo deleznable de los dogmas más rancios del catolicismo.
Recientemente el papa dijo que no existe el infierno, que es una imagen
literaria, al igual que Adán y Eva. Si lo dejan hablar más, explicará quizá que
no existe el diablo, que el pecado ha sido perdonado y que el Cristo
importante, el más importante de todos, no es el Cristo Rey de los opresores,
ni el Cristo muerto derrotado, sino el resucitado que generalmente se olvida.
Este domingo se festeja esa resurrección y el lunes terminan las vacaciones, el
pueblo regresa a la explotación, sin saber nada de la resurrección y sí mucho
de la tortura y la muerte cotidiana.
Tal vez un poco de todo ello quiso decir Antonio Machado con La Saeta:
“Oh no eres tú mi
cantar,
no puedo cantar ni
quiero,
a ese Jesús del madero
sino al que anduvo en la
mar”.
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