La guerra como política de Estado. “El militarismo: empleo de la violencia como medio para los fines del Estado”.
por Arsinoé Orihuela
Martes,
22 de abril de 2014
Fuente: Colectivo La Digna Voz
"En un futuro próximo la
derecha va a utilizar la histeria de las drogas como pretexto para configurar
un aparato policiaco internacional"...
Twitter: @ladignavoz
La
guerra contra el crimen en México
no responde a una iniciativa dirigida a garantizar la seguridad de la
población. Antes bien, se instrumenta con el propósito de reforzar la
seguridad del poder del Estado frente a la población. La guerra en México tiene matices
políticos inexorables. Por eso la clase política insiste en que se debe evitar “la politización de los procedimientos de
seguridad”: que no se cuestionen, que no se discutan, que no se advierta el
sesgo político inmanente. El gobierno teme que la gente descubra los propósitos
no confesados de la cruzada anti-narco: a saber, que la finalidad de la guerra
es anular la transformación social o política; que la misión de la
militarización es conservar, por la vía de la vigilancia, el control, la
violencia, las actuales estructuras de poder, e incluso fortalecerlas
debilitando los contenidos comunitarios de la población.
No es la narcoguerra per se la que cancela el cambio, ni el terror
que la guerra engendra (aunque sin duda es un factor socialmente paralizador).
La suspensión del cambio al que aludimos, viene como consecuencia de las
políticas que el Estado instrumenta –la militarización de las estructuras de
seguridad– para “combatir” ese “enemigo doméstico” (el narco) cuya
existencia no se pone acá en cuestión, pero cuya hipotética toxicidad para el
orden constituido conviene al menos ponerse en duda (dada la complicidad,
ampliamente documentada, de los grupos de poder empresarial o político con las
actividades y negocios de los cárteles). Esto es, la narcoguerra en México responde directamente
a un proyecto de clase (no de nación) y a una forma específica de Estado; es
una excusa o pretexto para imponer una agenda económica, política, en
detrimento de las demandas históricas de la sociedad; una sociedad –la
mexicana– tristemente habituada a la tradición canallesca e impositiva de la
clase gobernante. Michel Foucault escribe, en relación con este aspecto: “La delincuencia es un instrumento para
administrar y explotar los ilegalismos”. En esta misma tesitura, Javier
Sicilia también escribe: “Detrás de la
moral puritana contra las drogas, lo que en realidad se encubre es la
construcción de una guerra que permite administrar el conflicto para maximizar
capitales. ¿Quiénes ganan? Los negocios contraproductivos [los ilegalismos
institucionales]: los bancos que lavan
dinero, la industria armamentista, los administradores de cárceles, las mafias,
las Fuerzas Armadas, los laboratorios de producción de drogas, las policías y
los funcionarios corruptos”.
En otros ámbitos, como el cinematográfico o literario, curiosamente el
diagnóstico no difiere un ápice: En Drugstore Cowboy (1989), película
estadunidense dirigida por Gus Van Sant, el personaje que interpreta William S.
Burroughs profetiza amargamente: “Los
narcóticos han sido sistemáticamente satanizados y utilizados como chivos
expiatorios. La idea de que cualquiera puede usar drogas y escapar un destino
sombrío es el método [discursivo] de
estos idiotas. Auguro que un futuro próximo la derecha va a utilizar la
histeria de las drogas como pretexto para configurar un aparato policiaco
internacional”.
Con el propósito de dar sustentabilidad ideológica al ilegalismo de las
elites (empresarial y política), el Estado a menudo excusa la adopción de
ciertas políticas alegando obligatoriedad en sus acciones: en México se pretexta la
militarización en razón de la proliferación del crimen organizado. Este
argumento se adereza con una serie de consignas ideológicas. Por ejemplo,
aducir que los procedimientos rutinarios de seguridad
(militarización-policialización de lo público) tienen como fin evitar que la
droga llegue a manos de los más jóvenes. Empero, casual o coincidentemente, el
consumo de cocaína y otras drogas se ha duplicado en años recientes,
especialmente entre la franja de jóvenes que va de los 12 a los 17 años (OEA).
Según cifras oficiales de la Secretaría de Salud, la tendencia al alza en el
consumo de cocaína alcanza actualmente los 2.4 millones de personas
(MILENIO).
De lo anterior se infiere que los objetivos declarados constituyen tan sólo
un telón cuyo propósito es ocultar a la sociedad los objetivos reales,
apreciablemente inconfesables. Y estos objetivos reales, que yacen en el fondo
de una guerra que más que un combate refiere a una política de Estado, si
fueren revelados, desenmascararían el carácter profundamente arbitrario,
leonino, del Estado mexicano. Huelga decir que son estos intereses sectoriales,
y no el tema de la salud y/o seguridad públicas, lo que explica el binomio
guerra-militarización en México
y la inenarrable violencia que engendra. Walter Benjamin alude a esta fórmula
sin matices ideológicos: “El militarismo
es la obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines
del Estado”.
En consonancia con este razonamiento, en otra ocasión no tan remota se
sostuvo: “El Estado no persigue la
delincuencia: la engendra por acción u omisión calculada. El narcotráfico no es
un comercio vetado, prohibido, castigado: el Estado lo inaugura e incorpora
como actividad económica vital, pero lo conserva en el dominio de la clandestinidad,
con el fin de maximizar réditos. El Estado no declara la guerra a la
delincuencia: se vale de la delincuencia, aliada natural de los poderes
público-privados, para imponer la guerra. La guerra anti-narco no es un mal
necesario para erradicar la delincuencia: la delincuencia es crucial para la
legitimación de un Estado en guerra abierta contra la sociedad. El Estado no
condena a los infractores: el Estado es una suerte de infractor colectivo, que
sólo a veces lava su imagen con aprehensiones teatrales. El Estado no procesa
al delincuente común: comúnmente delinque allí donde un proceso social amenaza
su monopolio delictivo. En suma, el Estado no lucha contra el crimen:
criminaliza la lucha e impone un orden sepulcral con base en el crimen de Estado”.
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