AYOTZINAPA Y EL FINO INSTINTO DEL PUEBLO: ese fino instinto que lo lleva defender la vida, a no claudicar
Babel, Javier Hernández Apízar
Debo confesar que me sorprendieron positivamente las
masivas manifestaciones, la solidaridad por todo el territorio nacional y en
muchos países que ha desencadenado la desaparición de 43 normalistas de
Ayotzinapa y la ejecución de al menos tres más de ellos. Es de esas sorpresas
positivas, porque después de tantas masivas manifestaciones (¿recuerdan, por
ejemplo, los miles de personas que acompañamos en varias ciudades de nuestro
país la Marcha de la Dignidad, Marcha del Color de la Tierra en 2001?, ¿recuerdan las
masivas movilizaciones alrededor de las víctimas y del Movimiento por la Paz
con Justicia y Dignidad?), parecía que el pueblo mexicano había agotado su
capacidad de indignación, de digna rabia, de exigencia digna, de exigencia
humana de justicia: Y cuando el poder pensaba que la impunidad era su
privilegio, su heredad, cuando la arrogancia y la soberbia descansaban en su
normalidad dentro de la clase política, en la complicidad y los vasos
comunicantes que hacen circular a sus criminales entre el PRIAN, el PRD, MORENA
y los minipartidos que les hacen comparsa, surgió la voz de miles de personas
que gritan clamando justicia.
El grito de “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”, que viene desde las luchas por
los desaparecidos durante la guerra sucia de los sesentas, setentas y ochentas,
se volvió el contínuo de la rabia y la dignidad del “¡Ya Basta!” de 1994 y del “¡Estamos hasta la madre!” Las luchas que la clase política creía derrotadas,
cercadas, maginadas, regresaron en las pancartas de nuevos actores: sin líderes, sin autoridades morales, sin personalidades
democráticas que los convoquen: esta vez Javier Sicilia marcha como uno
entre miles, como siempre deseó hacerlo, sin que le pidan ser el nuevo caudillo
en un país que necesita no un nuevo caudillo sino recordar la clase de pueblo
digno que puede ser. Esta vez los zapatistas marchan por miles y en silencio,
con una consigna que expresa su hermandad con los normalistas, con las
víctimas, con el pueblo y, con su sabiduría comunitaria y su dignidad, no
intentan ser la vanguardia que en otros tiempos la gente les exigía ser.
Incluso muchos sectores comienzan a comprender su actitud: una mano tendida
entre los de abajo, no un líder ni el capital político de nadie.
Y si para muchos de nosotros ha
sido una sorpresa, no debe haber sido menos para el poder: como los científicos
de la novela y la película Jurasic Park
se imaginan que tienen todo bajo control, que si en sus manos está, para
decirlo como uno de los gobernadores priistas: “la plenitud del pinche poder”, así como la del dinero, las armas,
si se han creído ya señores de la vida y la muerte, de los cuerpos, la
esclavitud y hasta los órganos de sus súbditos, de pronto los invisibles, lo
nunca considerados, los declarados prescindibles o como dijera un grupo de rock
argentino: los que sobran, se juntan y resucita el pueblo que creían muerto, el
que parecía solamente zombie que se
sobrevivía para ir a las urnas a elegir a sus nuevos verdugos.
Si el futuro de los mexicanos lo
midiéramos con puras previsiones objetivas y con la certidumbre, la certeza,
como elemento de análisis: ya nos cargó
el payaso. Es brutal el grado de postración de todo lo que puede formar el
concepto tradicional de “Estado”
(población, territorio, gobierno) a los poderes fácticos, criminales, legales y
no: de esos gobiernos, políticos, partidos, jueces, policías, militares, medios
comerciales y líderes de la opinión pública ya no se puede esperar nada sino
asistir puntualmente al hundimiento. El elemento sorpresa, la incertidumbre, la
reserva moral que invocaba Sicilia, los locos que no se rinden, los necios que
no han entendido que la “correlación de
fuerzas” dicta rendirse y resignarse, los cuerdos que no han asumido el dogma
del candidato eterno e infalible de que solamente quedan las urnas, los que
tienen nada y demasiado que perder: la vida, la dignidad, los que viven fuera
del presupuesto, los que tienen memoria y están tan pasados de moda en tiempos
en que la amnesia es la norma, esos, precisamente esos han vuelto a ser la pesadilla
siempre temida del poder.
Me parece que los levanta un
profundo instinto lúcido, ciego ante los análisis objetivos, superinteligentes
y acobardados de quienes siempre han llamado a entregar la plaza, negociar,
pactar con “el principio de realidad”.
Los movilizados saben que nunca están dadas las condiciones objetivas y
subjetivas, que nunca nos favorece la correlación de fuerzas, que el poder,
cuando se mira desde la perspectiva de rana, siempre parece no tener talón de
Aquiles, punto ciego, ni debilidad alguna: hay quienes incluso inventan teorías
de la conspiración instantáneas y dicen que esta masacre y las movilizaciones
son para ocultar lo que sí importa: el desastre financiero, como si el desastre
humanitario fuera algo menor, algo ajeno, algo coyuntural o un “epifenómeno” de la vida del dios
dinero.
Cuando los sandinistas no eran
el grupo corrupto en el poder que hoy son, sino un puñado de locos que querían
cambiar su país y tomaban el nombre del loco que enfrentó al imperio solamente
con un puñado de hombres libres, la televisión de la dictadura nicaragüense
transmitió un incidente de la guerra contrainsurgente: militares profesionales
rodean un edificio en Managua, le gritan a quienes resisten para que se rindan,
una voz les contesta: “¡Que se rinda tu madre!” y resiste, tras una balacera
sacan el cadáver de un joven, el loco que resistió solo al ejército de Somoza. “Con esto les dará mucho miedo”, piensan
los estrategas del poder. Pero los nicaragüenses en lugar de asustarse se
indignan y se llenan de admiración y coraje al ver que un solo muchacho
resistió dignamente. Las paredes de Managua se comienzan a expresar con una
consigna: “¡Que se rinda tu madre!”
Es decir, el poder, en la seguridad
cobarde de saberse armado hasta los dientes, cree que siempre que masacra
siembra el terror, pero los pueblos tienen instinto, un fino instinto que les
dice a veces “es hora”, y cuando eso
pasa, los de arriba, soberbios y arrogantes, no cosechan tanto miedo como
rabia, dignidad, rebeldía. Los gritos por justicia para Ayotzinapa vienen de
ese pueblo y de ese fino instinto que lo lleva defender la vida, a no
claudicar. Entonces, los lúcidos analistas que han venido cantando la loa a la
rendición, a la resignación, a domesticarse y reducirse a las urnas pueden
escuchar a las miles de voces que les decimos, como en la Nicaragua rebelde de
los años setenta: “¡Que se rinda tu madre!”
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