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31 de mayo de 2015
Análisis
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El Estado moderno
es una invención del siglo XVII y, como muchas de esas invenciones que nacieron
de los inicios del desarrollo de la técnica, una máquina, un monstruo, el
Leviatán –“el más frío de los monstruos
fríos”, dice Nietzsche–, hecho de piezas humanas. La imagen misma que
aparece en el frontispicio de la primera edición del Leviatán (1651) de Hobbes
lo ilustra de manera sobrecogedora. En ella se ve a un rey, de rostro hierático
e impasible, armado con un báculo –símbolo de la soberanía– y una espada
–símbolo del uso legítimo de la fuerza–, cuyo cuerpo está hecho de miles de
hombres –símbolos de la abdicación de sus voluntades a la conducción del rey-.
Este último, después de las adecuaciones que los ilustrados le hicieron, se
volvió los tres poderes que en México cambian cada tres y cada seis años
mediante elecciones.
Desde un punto de vista teórico, el Estado,
sobre todo en su rostro democrático, es una buena forma de gobierno. Parece
incluso, después de los siglos que tiene
de existencia, la única posibilidad de vida social. Sin embargo, en la realidad
es un foco de violencia y destrucción de lo humano. En la medida en que el
Estado es una máquina hecha de seres reducidos a funciones, lo humano en él no
tiene cabida. Debe servir a los intereses de la máquina. Hasta la caída del
Muro de Berlín esos intereses tuvieron una máscara ideológica: la raza, el
proletariado, la libertad, los intereses del pueblo; hoy en día son los del
dinero. El Estado, particularmente en México, se ha convertido en un negocio de
las grandes corporaciones o del crimen organizado. De allí la ausencia, entre
quienes aspiran a gobernarnos, de cualquier sentido político. Entre más
estúpidos sean y mejores relaciones tengan con los intereses de las empresas
económicas, ya sean legales o ilegales, serán siempre más aptos para
convertirse en funcionarios, es decir, en funciones privilegiadas de la
maquinaria del Estado.
De allí también la transformación del
ciudadano en un puro instrumento destinado a la maximización de esos capitales
gestionados por los gobernantes. Puede ser explotado en el mercado laboral de
las empresas, de la burocracia, del crimen organizado o, porque los empleos son
pocos, a formar parte de los desempleados, de los pauperizados, de los
secuestrables para la extorsión y las redes de trata, o de los que pueden
reventar de hambre y de miseria en las márgenes sin que a nadie le importen.
Para los intereses de la máquina estatal mexicana, la ciudadanía es un material
de producción económica disponible en proporciones casi infinitas.
Antiguamente –pienso en la Alemania nazi, en
la Unión Soviética de Stalin o en las Juntas Militares latinoamericanas– esa
materia prima que podía usarse como un esclavo o un animal de rastro estaba confinado
en los campos de concentración. Hoy, bajo el Estado mexicano, somos todos. Cada
ciudadano, arropado por la máscara de una democracia representativa, es en
realidad una vida no protegida. Puede, como un animal –a fin y al cabo es un
recurso–, ser usado para cualquiera de los fines económicos del Leviatán.
Nadie, a pesar de las presiones de los organismos de derechos humanos
nacionales e internacionales, logrará reivindicarlo en su humanidad. La
maquinaria del Estado es prioritaria.
En esas condiciones, ir a votar el próximo 7
de junio es ir a cambiar a los administradores de la máquina. Todos y cada uno
de ellos son, como he dicho, funciones al servicio de un poder que les permite,
en los dineros que sacan por administrarnos, formar parte de ese mismo poder.
Las elecciones son así el cheque en blanco que entregamos al Estado para que
continúe nuestra deshumanización, la gestión de nuestras vidas
instrumentalizadas al servicio de lo atroz.
¿Hay otra forma de organización de la vida
social? Sí. Pero debe empezar por dar la espalda a las elecciones, que son la
forma en que la maquinaria estatal aceita sus engranes. Debe continuar con la
organización que nace de lo que Jean Robert y Majid Ranhema llaman el conatus, un término de Spinoza: la forma
más íntima de las ganas de vivir, de ser lo que uno es como ser humano. Es la
potencia original de la vida –la “enjundia”,
para usar un término del español de México–, que no se articula en una máquina
de Estado, sino en relaciones humanas y de soporte mutuo. La prosperidad que
nos vende el Estado mexicano y que oferta a través de sus partidocracias genera
un tipo de ser –lo recordó recientemente el Subcomandante Galeano– que se
parece al Ángel de Walter Benjamin arrancado de su territorio, de su historia y
de su vida, un ser sometido a los intereses del dinero.
La verdadera prosperidad no está allí –allí
están la violencia, el miedo, la esclavitud y la muerte–, sino en las
capacidades, las habilidades, la invención y la fuerza de la gente para vivir
humanamente. Es la fuerza de los pobres que el Estado destroza. Recuperarla
implica una inventiva superior a la que han desarrollado los zapatistas o los
pobladores de Cherán –seres con territorio y raíces; implica crear relaciones
nuevas sobre las relaciones instrumentales a las que el Estado ha reducido la
vida de los ciudadanos.
Además opino que hay que respetar los
Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus
autodefensas, a Néstora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos;
hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y
funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a
Carmen Aristegui.
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