Por Christopher Sherman,
Associated Press
COCULA, México (AP) — La mañana de su
graduación del bachillerato, un tiroteo en el centro de la ciudad hizo que
Berenice Navarijo Segura retrasara su salida para ir a peinarse y maquillarse.
Su
madre se había levantado antes del amanecer a preparar la barbacoa de chivo y
frijoles para la celebración, y no quería que su hija se arriesgara a salir. Su
hermana, que había preparado suficiente salsa para los 60 invitados, intentó
demorar a la animada joven de 19 años haciéndole preguntas:
-"'Bere'...
¿'tu cartera'?"
-"Bere,
¿tu celular?".
Su
familia llamaba "Princesa"
a Berenice. Ella ya había pagado el dinero para peinarse y estaba decidida a
verse muy bien ese día. Acostumbrada a evitar las balaceras en una región
plagada por los carteles de las drogas, Bere esperó sólo 20 minutos después de
que pararon los disparos y antes de salir de casa prometió que regresaría
rápido.
Subió a
la parte trasera de la motocicleta de su novio, se fue y al poco tiempo se sumó
a la lista de los desaparecidos en México.
Dieciséis
personas más, incluido el novio de Berenice, desaparecieron en Cocula ese mismo
día, el 1 de julio de 2013, poco más de un año antes de que 43 estudiantes
normalistas fueran detenidos por la policía en esta comunidad cercana de Iguala
y nunca se volviera a saber nada más de ellos.
Durante
todo ese tiempo, la mayoría de las familias se quedaron calladas a la espera de
que por ventura de su silencio, sus hijos y esposos pudieran regresar y con
miedo de que una denuncia ante las autoridades los pudiera condenar a una
muerte segura.
"Yo había dicho que no, no que iba a
denunciar", dijo Rosa Segura Giral, la mamá de Berenice. "Porque yo decía: yo denuncio y que tal
si mi hija está cerca, la gente sabe que yo denuncié, le hacen daño, o sea,
pensaba en todo esto", razonó acerca de su silencio.
Pero
entonces las desapariciones de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa
desataron la indignación internacional. El gobierno federal inició una
investigación y anunció, con bombos y platillos, su conclusión oficial: que los
jóvenes habían sido asesinados, cremados y sus cenizas tiradas en bolsas en un
río de Cocula.
Animados
por la repentina atención a las desapariciones, las familias de Cocula
comenzaron a dejar el angustiante silencio y a salir a la luz pública, junto
con cientos de otras familias del estado sureño de Guerrero.
Hablaron
entre ellos de su desgracia y firmaron listas con los nombres de sus seres
queridos que se sumaron al creciente registro de más de 25.000 personas
reportadas como desaparecidas en todo el país desde 2007. Dieron muestras de
ADN tomadas del interior de sus mejillas y luego tomaron varillas para
registrar los escarpados campos de Iguala en busca de rastros de sus
familiares, que comenzaron a ser llamados como "los otros desaparecidos".
Llegaron
a encontrar evidencias de cuerpos y, a veces, las autoridades cavaron fosas de
campos desconocidos. Más de cien cuerpos han sido recuperados. Hasta ahora, sin
embargo, sólo se han identificado y entregado a los familiares los restos de
seis personas pertenecientes a los otros desaparecidos.
Los
demás continúan desaparecidos. Y sus familiares son las otras víctimas.
Al
menos 292 personas han sido añadidas a la lista de desaparecidos en Iguala y
sus alrededores desde que los 43 estudiantes desaparecieran allí el 26 de
septiembre de 2014. Localizada a unos 180 kilómetros (110 millas) al sur de la
ciudad de México, esa región del estado de Guerrero tiene unos 300.000
habitantes, muchos de ellos campesinos, taxistas y obreros.
Aunque
la mayoría de las familias están muy asustadas como para hablar públicamente,
The Associated Press logró entrevistar a familiares de 158 de los "otros desaparecidos". Aún
temerosos y también furiosos, hablaron de sus hijos, padres y hermanos que
fueron llevados frente a sus ojos, de aquellos que dejaron la casa para ir a
trabajar o salieron a comprar leche y que luego pareciera que fueron tragados
por la tierra.
O de la
hija que fue a arreglar su cabello para su graduación y nunca más volvió.
Lo que
pasó con Berenice es especulación. Su madre recuerda haber oído un convoy de
camionetas pasar por el camino de grava frente a su casa y rumbo al centro de
la localidad esa mañana.
El
sonido de rifles automáticos traspasó el techo de metal corrugado sobre su
fogón, y horas después Segura Giral escuchó a las camionetas pasar de regreso
por el mismo camino frente a su casa. Nunca imaginó que Berenice y su novio
podrían ir dentro de alguna de ellas.
¿Quiénes
eran las personas que secuestraron a su hija? ¿Miembros de uno de los cárteles
de las drogas que se disputan el control de Cocula? ¿La policía ligada al
narcotráfico? Segura Giral se encoge de hombros. Nadie puede decirlo con
seguridad.
Tampoco
puede explicar por qué, aunque como muchas personas a su alrededor, Segura
Giral sabe que hay muchas posibles razones para ese tipo de desapariciones:
reclutamiento para sumar gente joven a las filas de cárteles. Ataques a
competidores. Ganancias por rescates o castigos por no haber cumplido con el
pago de extorsiones. La eliminación de algún testigo.
En
cualquier caso, las desapariciones siembran miedo. El hermano mayor de Berenice
huyó a Chicago hace tres años después de ser detenido dos veces por hombres
armados mientras vendía pizzas en la calle.
Al
igual que Berenice, ese día también desapareció José Manuel Díaz García, un
campesino de 43 años en la comunidad cercana de Apipilulco, quien escuchó a las
camionetas detenerse afuera de su casa antes del amanecer. Cuando los hombres
lo llamaron, él les gritó que no dispararan porque estaban sus hijos. Minerva
López Ramírez, su esposa, dijo que él se fue pacíficamente con cinco hombres
enmascarados. Tres días después recibió una llamada para pedir un rescate de
unos 300.000 pesos (unos 30.000 dólares de entonces) que eventualmente se negó
a pagar porque no le pusieron a su marido al teléfono.
Carlos
Varela Muñoz, un taxista de 28 años, estaba en su casa al otro lado del río en
Atlixtac cuando hombres armados llegaron cerca de las cinco de la mañana en
tres camionetas pick-up blancas sin placas de circulación. Rompieron los
vidrios y forzaron la puerta. Los enmascarados dijeron ser policías federales y
obligaron a su esposa a acostarse boca abajo mientras se llevaban a Varela. No
se hizo ningún pedido de rescate y él no volvió a aparecer.
Cocula
se ubica en un valle en la zona montañosa norte de Guerrero y está rodeada de
campos de maíz y cabras que pastan, un escenario bucólico para una valiosa ruta
de tráfico de drogas. La pasta de opio recogida de la amapola que crece en las
montañas es llevada a Estados Unidos por una ruta que inicia en Cocula e
Iguala. El grupo de narcos Los Guerreros
Unidos controla la ruta y suele enfrentarme con sus rivales de La Familia Michoacana y aliados para
defender su territorio.
Las
autoridades son de poca ayuda. Habitantes de la zona dicen que han visto a
policías locales escoltar criminales a través de la comunidad y los consideran
una extensión de Guerreros Unidos,
pero con uniforme oficial.
Esa
relación fue reafirmada por la investigación oficial sobre el caso de los 43
estudiantes, que concluyó que la policía de Cocula e Iguala entregó a los
jóvenes a miembros de Guerreros Unidos,
quienes presuntamente los mataron y luego se deshicieron de sus restos cremados
en Cocula.
La casa
de Berenice se localiza cerca de la vuelta del camino que lleva hacia el
basurero donde autoridades federales sostienen que la mayoría de ellos fueron
quemados a tal punto que no se pudo recuperar ninguna muestra de ADN.
El
ruido que la familia de Berenice escuchó el día de la graduación vino de los
disparos que entre 20 y 30 hombres hicieron mientras llegaban a la casa de Luis
Alberto Albarrán Miranda, de 23 años, y su hermano José Daniel, de 14.
La
policía de Cocula nunca salió de sus instalaciones, pese a estar a unos cien
metros de la casa, aun y cuando los hombres armados derribaron la puerta y
gritaron que eran policías federales en busca de armas. Los hermanos fueron
sacados descalzos de ahí.
Menos
de un kilómetro al este de la casa de los Albarrán Miranda, sobre una pequeña
colina y cruzando un pequeño puente, hombres armados llegaron a la casa de su
primo, Víctor Albarrán Varela, de 15 años. Aunque algunos de sus familiares se
escondieron en el sótano, un hermano mayor se escabulló saltando por una pared
hasta cruzar el río. Fue alcanzado por un tiro en el tobillo, pero logró
escapar.
Víctor
tuvo la mala suerte de estar en el baño cuando su madre llevó a los otros a
esconderse y se topó de frente con los hombres armados que buscaban a otro
hermano. Cuando no lo encontraron, decidieron tomar a Víctor como "una garantía", dijo su mamá
Maura Varela Damacio.
El
alcalde de Cocula, César Miguel Peñaloza, escuchó los disparos a través del
teléfono cuando su padre le llamó del centro de la ciudad esa mañana, aunque
dijo que no envió a su policía a detenerlos porque había sólo siete agentes en
servicio y eran 50 hombres armados.
Los
secuestros siguieron ese día hasta que se llevaron a 17 personas, dijo.
"Y hasta hoy, cuando pasó nuevamente
lo de los muchachos de Ayotzinapa, todo lo que estaba pasando aquí en Cocula,
todo estaba como olvidado, porque nadie se atrevía a hablar", dijo
Varela Damacio, madre de Víctor. "Nadie
decía nada, pasaba lo que pasaba, fueran secuestros, fueran levantones, fueran
asesinados, nadie se atrevía a hablar".
Las
familias de los desaparecidos viven en el limbo.
Una mamá que no puede abrazar a su hijo ni
tiene una tumba para visitar, dice que cada noche entra a la página de Facebook
de él en busca de algún mensaje, dos años después de que desapareció. Un joven
no deja de marcar el celular de su hermano con la esperanza de que alguien
conteste, casi cuatro años después de que no volviera a saber de él.
Cada
nuevo reporte de un cuerpo localizado los lleva a la morgue a enfrentar una
mezcla de alivio y desilusión cuando no encuentran a sus familiares.
Viven
en un purgatorio de complicadas decisiones, como si reportar, o no, una
desaparición a las autoridades, a pesar del terror de pensar que los responsables
lo sabrán y cobrarán venganza.
"Tienes tres hijos y te dices 'sabes
qué, ahorita es uno, si le sigues buscando van a ser los tres''', dijo
Guadalupe Contreras, padre de Antonio Iván Contreras Mata de 28 años y
desaparecido en Iguala en 2012. "Mejor
te quedas con los dos que te quedan y olvidas al uno que ya se fue. No tenía
caso perder otros dos hijos más. Se siente mal, se oye mal, pero debes tomar
esas decisiones".
Algunas
familias dijeron que estaban tan convencidas de la complicidad de la policía que
no se atrevieron a reportar la desaparición, mientras que otros que lo hicieron
describieron una indiferencia burocrática, una mano que pedía un soborno o una
exigencia de rescate.
Ellos
quieren escapar del lugar. Y sin embargo, no son capaces de hacerlo. ¿Qué tal
si su desaparecido vuelve a casa un día y ellos ya no están ahí?
Muchos
de los desaparecidos eran el sostén de familias pobres; algunos padres
analfabetos fueron incapaces de deletrear el nombre de sus hijos. Hombres o
niños constituyen la gran mayoría de los 158 desaparecidos, con excepción de 15
mujeres, y su rango de edad va de los 13 a los 60 años. El grueso de ellos son
menores de 30 años.
Las
familias suelen caer en una crisis financiera al tener que abandonar sus
trabajos para buscar a sus desaparecidos o tener que pedir prestado para pagar
un rescate. Sus pertenencias e, incluso, sus casas fueron vendidas.
Y al
mismo tiempo, muchos familiares dijeron que se aislaron después de la
desaparición, bien porque sentían que no podían confiar en nadie o porque
amigos y vecinos se alejaban, como si su tragedia pudiera ser contagiosa.
Ninfa
Gutiérrez Pastrana dijo que después de que en abril de 2012 su esposo
desapareciera en Iguala -Eliseo Ocampo Ávila, un abogado y político- incluso su
pastor tenía temor de visitarla.
"Te quedas totalmente sola", dijo.
"Antes de pasar esto, ellos (su
familia) venían a verme. Pasó esto y nos
dejaron totalmente a mi hijo y a mí solos. Ni la familia que vive aquí en
Iguala. Nadie nos visitaba. Estamos solos".
Después
de que Berenice desapareció, su mamá dejó de cocinar las pizzas que habían sido
el sustento de su casa.
Bere, como le decían, era una de
las que se levantaba antes del amanecer para barrer la cocina antes de que su
mamá regresara del mercado con los ingredientes del día.
Sabía
cómo estirar la masa y prender el horno. Y luego salía al vecindario con un
contenedor de plástico a vender por 10 pesos cada rebanada de pizza hawaiana o
de pepperoni. En algún domingo, presumía Segura Giral, Bere podía vender cuatro o cinco pizzas completas.
La
joven, que cuidaba mucho su apariencia, también se preocupaba por sus estudios.
Trabajaba para pagar su colegiatura y lograba algunas becas. Poco después de
que desapareciera, Segura Giral supo que Berenice había ganado otra beca para
continuar sus estudios en administración de empresas.
Segura
Giral no ha encontrado a ningún testigo del momento en que Berenice y su novio
Fernando fueron secuestrados, a pesar de que el lugar está a menos de cinco
minutos manejando desde su casa y a tres cuadras de la alcaldía y la estación
de policía.
Para
ella es como si su hija y su novio hubieran tenido mala suerte al encontrarse
con sus captores en una calle estrecha con edificios a ambos lados. Ahí fue
donde un familiar encontró la motocicleta de Fernando y vio que no había manera
de escapar.
Los
familiares comenzaron a llegar cerca de las 12 del día de la graduación, listos
para celebrar a Berenice. Pero lo que encontraron fueron caras angustiadas.
Soldados
llegaron a Cocula horas después. Preguntaron qué había pasado, pero los
secuestradores hacía mucho que se habían ido.
En los
días siguientes, Segura Giral se recluyó en su cama dentro de su casa. Por
meses no salió. Y por más de un año se negó a volver a hacer pizzas.
"Nunca pensé que me pudiera pasar
esto, nunca, nunca, nunca en mi vida pensaba en esto. Nunca pensé que la gente
te quisiera hacer tanto daño, porque es daño el que te hacen", dijo
Segura Giral. "Mucho daño".
Bajo
presión de la mayor de sus tres hijas, Segura Giral aceptó dar una muestra de
ADN a las autoridades. En algún momento, denunció la desaparición de Berenice a
las autoridades y finalmente volvió a trabajar en las pizzas.
Muchas
mañanas se inclina para amasar la harina en la tabla de madera donde prepara
las pizzas. Se mueve y se balancea sobre sus talones y repite el movimiento.
Hace poco comenzó a reír y casi de inmediato se calló y miró a la distancia.
"Hay mucha gente que ha dicho esto,
que yo no siento a mi hija porque me oyen a veces que me río así", dijo.
Aun
ahora, añadió, todo puede volverse oscuro y ella tiene que dormir todo el día
para escapar del dolor.
Pero
escapar es difícil también. Iguala sigue en las noticias un año después de la
desaparición de los 43 estudiantes: la explicación del gobierno de que las
cenizas de los jóvenes fueron tiradas en Cocula es cuestionada por expertos de
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos después de una investigación de
seis meses.
Si ese
caso de alto perfil se mantiene sin resolver, el presagio para las familias de
los otros desaparecidos que también buscan respuestas no es nada bueno.
Segura
Giral dice que no ha perdido la esperanza. Los regalos de la graduación de
Berenice, aún envueltos y cubiertos con polvo y algunas telarañas, la esperan
encima de una vitrina. Cada vez que escucha una camioneta pasar enfrente de su
casa, ella levanta la mirada e imagina que Berenice cruza la reja bajo el
limonero, atraviesa el árbol de papaya junto a la puerta de la cocina y la
abraza.
"Uno tiene que aprender a sobrevivir.
Yo le digo, que yo tengo la esperanza de que mi hija aparezca. Siempre he
estado con esta tentación", dijo. "Siento que cualquier día va a regresar... siento como que si ella
se hubiera ido de viaje".
Comentarios