Por Claudio Albertani
Bloque Libertario Internacional
Kaos en la red
La violencia es un problema insoluble que me atormenta
desde hace mucho tiempo. Yo siento la violencia como anti-anarquista, como
autoritaria en sí misma y por otro lado siento también que tenemos
responsabilidades ante la realidad y, sobre todo, ante los sufrimientos de la
gente. Se presentan momentos en que no se puede dejar de luchar, aun cuando no
seamos nosotros los que deciden cómo intervenir.
Pero también estoy convencida de que, en el terreno de la
violencia, no pueden darse más que desgracias.
Luce Fabbri
A partir del 1º de diciembre de 2012, un fantasma recorre la Ciudad de México: el Bloque Negro o Black Bloc, como se le conoce fuera del país. Se trata generalmente
de un contingente de encapuchados que, ante la ineficacia de otras formas de
lucha, arremete contra los símbolos del poder político y económico, táctica que
se emplea desde hace mucho tiempo en varias partes del mundo: Alemania, Italia,
Grecia, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Egipto,
Corea, Chile, Brasil… “Los incendiarios
–escribe con malevolencia el diario 24 Horas– en su mayoría son jóvenes. Algunos usan gorras, otros se cubren la
cara, hay quienes usan lentes, y otros no tienen temor de llevar el rostro
descubierto. La mayoría son hombres aunque también hay mujeres. Sus armas:
petardos, bombas molotov y aerosoles con los cuales intentan incendiar los
blancos de sus ataques. Se trata de los supuestos anarquistas, identificados
así de forma genérica por las personas ajenas a sus expresiones violentas, idea
que ellos mismos refuerzan con su tradicional grito: ¡muerte al Estado, que
viva la anarquía!”. [1]
Es verdad que un sector
del movimiento social ha reaccionado de manera airada a dichas prácticas
señalando a los encapuchados como criminales comunes, provocadores, lumpens e infiltrados de la policía con el
objetivo de desprestigiar al movimiento y justificar la represión. Recuerdo,
por mi parte, que la policía se cuela en los movimientos sociales desde
siempre, sin importar si son pacifistas o partidarios de la violencia. Es su
trabajo. Una prueba de ello es el caso de Manuel Cossío Ramos, espía del CISEN
en el movimiento #YoSoy132. [2] Señalé hace años, la legitimidad del Bloque Negro y también las críticas
igualmente legítimas que se le pueden hacer. [3] En la actualidad, la andanada
contra este tipo de protestas coincide con un repunte del anarquismo y, al
mismo tiempo, con un renovado intento por desprestigiarlo. [4]
Ignorado, ninguneado o
dado por muerto durante décadas, el movimiento libertario florece y la prensa
lo estigmatiza como el enemigo público
número uno o, con suerte, el número
dos, superado únicamente por la criminalidad organizada. Los temas del Bloque Negro, la acción directa y la
llamada violencia anarquista ocupan las primeras páginas de los periódicos con
un claro afán persecutorio, no sólo en México, sino en todo el mundo. Sólo para
citar algunos ejemplos: The Economist, vocero de la burguesía financiera
globalizada, pregunta: ¿qué comparten un
anarquista y un islamista? Y responde: “el
empleo de la violencia indiscriminada”. [5] En España, el académico Juan
Avilés Farré escribe un libro de 422 páginas, La Daga y la Dinamita. Los
anarquistas y el Nacimiento del Terrorismo (Tusquets, Barcelona, 2013),
para insinuar que el anarquismo es el principal antecedente del terrorismo
islamista ya que se ha caracterizado desde sus inicios por “la práctica de una forma extrema de coacción: la violencia”. En el
mismo país, el director general de policía, Ignacio Cosidó, declara sin tapujos
que el terrorismo anarquista se ha implantado en la península y garantiza la
firmeza de la policía al respecto. [6] En Italia se agita el espectro de la Federación Anarquista Informal, lo mismo
que en Grecia se adjudica a los anarquistas la responsabilidad de la bancarrota
del país.
En México, la prensa
informa que el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) detectó 17
grupos anarquistas, en por lo menos 14 estados del país que se caracterizan por
sus acciones violentas en calles, visiblemente en la capital del país.[7]
El gobierno del DF, por su parte, filtra a la prensa un documento denominado “Análisis de grupos anarquistas” en el
cual identifica a la Cruz Negra
Anarquista, al Bloque Negro, a la
Coordinadora Estudiantil Anarquista y
a 11 personas por su supuesto grado de violencia y participación en actos
vandálicos. Con base en dicho informe, Carlos Loret de Mola -el conocido
periodista de Televisa, que se distingue por arremeter contra toda causa noble-
insinúa que el anarquismo marcha rápidamente hacia el terrorismo en el DF y
otro cagatintas, Ricardo Alemán, asegura que se trata de un puñado de activistas financiados por los
brazos radicales de Morena. [8] Otros más criminalizan a los estudiantes
del CCH, al Frente Oriente, a la CNTE, a la CETEG y un largo etcétera.
¿Qué contestar? Observo,
en primer lugar, que la furia vengativa de policías, empresarios, curas y
periodistas se explica fácilmente. Vivimos tiempos de crisis; la esfera de la
representación se va cerrando día tras día. Saben que su política -la política
de los políticos- ya no convence: de izquierda a derecha, es la misma nada que
impera y, como dicen los anónimos compañeros del Comité Invisible –autores del famoso panfleto, La Insurrección Que Viene– desde cualquier perspectiva que se le
mire, el presente no tiene salida. [9] Frente a esto, y al descrédito de los
partidos, se asiste al florecimiento de prácticas y colectivos libertarios, que
actúan al margen de los canales de la política tradicional, lo cual es
precisamente lo que quita el sueño a los defensores del viejo mundo.
Así las cosas, no
sorprende la saña con que se insiste en atacar, insultar, denigrar y
vilipendiar a los anarquistas de todo color y de toda tendencia. Aclaremos unos
puntos. ¿El uso de la violencia es connatural al anarquismo? La respuesta es no y es un no rotundo. En el movimiento libertario siempre han existido –y
siguen existiendo- partidarios de la no-violencia y de la resistencia pasiva,
así como adeptos a la violencia, mismos que discrepan, a su vez, sobre su
naturaleza, alcance y límites. Nadie puede reclamar que nuestra lucha se tenga
que desarrollar en el marco de la legalidad, pero tampoco se puede alegar que
la verdadera lucha –esa que ilumina la noche en la que nos movemos a ciegas- se
tenga que dar fuera de ella. Insisto: el tema de la violencia no es un asunto
de principios; es una cuestión táctica y siempre ha habido discordancia al
respecto, así como las hubo y las sigue habiendo- sobre la lucha sindical, la
pertinencia y la naturaleza de la organización, el colectivismo, etc.
AYER
Hagamos un poco de historia. El movimiento libertario se
organizó por primera vez en seno a la Asociación Internacional de los
Trabajadores, AIT, fundada en Londres un 28 de septiembre de hace exactamente
150 años. Asociación, no organización ni partido político. La idea de asociación
implica la aceptación de un amplio abanico de tácticas y estrategias, al amparo
de un principio unificador: la
emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos.
Al principio, el accionar internacionalista no fue violento, pero las cosas
cambiaron después de los 30,000 muertos, 100,000 deportados y otros tantos
exiliados que dejaron como saldo los verdugos de la Comuna de París (1871).
Precisamente en este contexto, algunos compañeros de Bakunin introdujeron la
noción de propaganda por el hecho con la idea de sustituir los actos a las
palabras y las acciones a los discursos rompiendo radicalmente con toda visión
ideológica.
El siguiente paso se da
en julio de 1881, cuando se celebró en Londres un Congreso Anarquista
Internacional al que asistieron unos treinta delegados -entre los cuales
destacan Pedro Kropotkin, Errico Malatesta, Carlo Cafiero, Émile Pouget y Luisa
Michel. Se aprobaron dos mociones: la primera recomendaba la creación de una
oficina de información que tendría la tarea de reavivar a la moribunda AIT, y
la segunda adoptaba la violencia –y concretamente el uso de la dinamita- como
táctica de lucha. Una oleada de represiones gubernamentales impidió la progresión
de la nueva Internacional, pero el repentino descubrimiento de las virtudes de
la química encontró la aceptación entusiasta de algunos militantes ácratas.
¿Cómo explicarlo? Las
razones son múltiples. En un “mundo sin
evasión posible” (la expresión es de Víctor Serge), la burguesía aumentaba
su arrogancia, los Estados reprimían, los políticos engordaban y los partidos
socialdemócratas se fortalecían en la medida en que abandonaban sus ideales
revolucionarios. Organizados en pequeños grupos de afinidad, los anarquistas
emprendieron el camino opuesto: la lucha
a muerte contra el viejo mundo. Algunos vieron en la dinamita el arma
perfecta, la metáfora ineludible de una revolución catastrófica y, al mismo
tiempo, redentora. Otros encontraron en el robo y el asalto a mano armada el
secreto al fin descubierto de la crítica de la economía política.
El primer artefacto
estalló en 1882, en Lyon, pero la etapa más álgida se extendió entre el 24 de
junio de 1894, cuando el anarquista italiano Sante Caserio mató al presidente
francés Sadi Carnot, y el 6 de septiembre de 1901 cuando otro anarquista, León
Frank Czołgosz, mató al presidente norteamericano William S. McKinley. En ese
lapso, junto a una generación de luchadores, encontraron la muerte: el rey de
Italia, Humberto de Saboya, ultimado el 29 de julio de 1900; el presidente del
gobierno español, Antonio Cánovas del Castillo, muerto de un disparo el 8 de
agosto de 1897; y la emperatriz de Austria, Elizabeth de Wittelsbach, asesinada
el 10 de septiembre de 1898 en Ginebra. Luego vino el ilegalismo y las trágicas
epopeyas de Clemente Duval, Marius Jacob y la Banda Bonnot en la Francia de la
Bella Época.
¿Cuál es el balance? En
primer lugar, es claro que no se puede asimilar el terrorismo -una política de
Estado que se caracteriza por amedrentar a la población civil- a la propaganda
por el hecho que no buscaba aterrorizar, sino al contrario, despertar al
pueblo. Con sus acciones justicieras, los anarquistas planteaban un problema
urgente: la renovación de un movimiento obrero en vía de rápida
burocratización. Pretendían sacudir a las masas del conformismo, rechazar la
representación política y denunciar la corrupción. Hombres de su talla pasan a
la historia como criminales o como santos, según la época en que viven y el
mundo en que se mueven.
La guerra de clases se
fue trocando en guerra privada, la cuestión social en cuestión existencial. El
enemigo ya no eran las instituciones del capitalismo, sino los hombres que las
encarnaban: los reyes, los funcionarios y los burgueses y después incluso los
proletarios conformistas, que se tenían por indignos y traidores. El resultado,
evidentemente, fue la intensificación de la represión: los años noventa del
siglo XIX vieron la multiplicación de leyes especiales que, por doquier,
amenazaron la supervivencia misma del movimiento libertario organizado. Estaba
además -el problema sigue existiendo- la cuestión de la clandestinidad. Rudolf
Rocker decía que en el mejor de los casos, los movimientos secretos no son más
que un mal necesario, pero creer se puede producir una transformación social
por tales movimientos es una ilusión peligrosa. Toda transformación espiritual
y económica de la sociedad supone una amplia y constante propaganda que obre
ante la más amplia publicidad, lo cual no podría hacerlo jamás un movimiento
subterráneo. [10]
Las opiniones de Rocker son discutibles, pero el problema es real: el
anarquismo debe temer una larga actividad subterránea mucho más que cualquier
otro movimiento, pues ninguna otra forma de propaganda revolucionaria favorece
tanto el desarrollo de ideologías autoritarias.
El espejismo de la
dinamita duró poco más de dos décadas, pero fue suficiente para originar la
leyenda del anarquista sanguinario,
rápidamente aprovechada con el fin de criminalizar a todos los libertarios. A
la postre, la violencia vengadora de los Estados contra los anarquistas fue
mucho más terrible que la violencia ejercida por los anarquistas, algo que se
puede comprobar revisando las crónicas de la época. La prensa libertaria corrió
el riesgo de desaparecer; muchos militantes murieron, fueron encarcelados o
enviados al baño penal y los pocos que quedaron en una precaria libertad se
encontraron en la necesidad de reducir su actividad.
En esa situación, los
principales militantes ácratas dejaron de sostener la propaganda por el hecho
optando decididamente por la acción de masas. Algunos llegaron a la conclusión
de que la violencia individual debía usarse lo menos posible y en todo caso
solamente como medio defensivo y nunca ofensivo. Seguían celebrando el heroísmo
de los autores de los atentados, pero ponderaban las consecuencias. “Un edificio basado en siglos de historia no
se destruye con unos kilos de explosivos”, apuntó Kropotkin con una clara y
sana actitud autocrítica. Muchos pensaron que de nada servía matar reyes y
policías: era como cortar la cabeza de la hidra a sabiendas de que volvería a
nacer. [11]
“La violencia sólo es justificable cuando
resulta necesaria para defenderse a sí mismo y a los demás contra la violencia.
Donde cesa la necesidad comienza el delito…”, remató el mismísimo Malatesta
a quien sería injusto colgar la etiqueta de pacifista.
[12]
Poco a poco, se fue
introduciendo una nueva sensibilidad que pronto desembocó en una modalidad
distinta -y más vigorosa- del movimiento libertario: el anarco-sindicalismo. Es
en este contexto -el de la crisis de la propaganda por el hecho y la búsqueda de
nuevas tácticas-, cuando surge la práctica de la “acción directa”, lo cual no deja de ser una paradoja ya que los
actuales estetas de la violencia en ámbitos libertarios aborrecen todo accionar
sindical. Émile Pouget, escribió en 1910 un texto famoso en el cual
especificaba que la acción directa era la única y verdadera arma social contra
el capital. Contrario a lo que muchos creen, ésta no implica necesariamente la
violencia, sino que a diferencia de la acción parlamentaria (o indirecta),
busca afirmar la autonomía de los trabajadores por todos los medios posibles,
pacíficos o no. La primera condición de la acción directa es que sea pública, y
la segunda que sea colectiva, de común acuerdo. Exactamente lo opuesto, por
tanto, de lo que ocurre con el atraco y el atentado, actos llevados a cabo en
secreto y en circunstancias particulares, cuando no con las más arbitrarias e
inconfesables motivaciones.
Una de las muchas
expresiones históricas de la acción directa ha sido el boicot, un medio de
lucha popular típicamente no-violento que, además, expresa la perspectiva del
obrero no sólo como productor sino también en cuanto consumidor. Otra es el
sabotaje, es decir la parálisis o el entorpecimiento de la máquina productiva
en perjuicio de los explotadores. Según Pouget, “en la guerra social, el sabotaje representa el equivalente de la
guerrilla en las guerras nacionales: deriva de los mismos sentimientos,
responde a las mismas necesidades y tiene las mismas consecuencias sobre la
mentalidad obrera. Como la guerrilla, el sabotaje desarrolla el valor
individual, la audacia y la toma de decisiones y mantiene a quienes lo
practican en una constante tensión creativa”. [13]
En este sentido, el
anarco-sindicalismo expresó la continuación y, al mismo tiempo también la
salida de la etapa de la “propaganda por
los hechos”. La continuación, porque manifestaba el mismo anhelo de hacer
crecer, por la vía de la imitación o por el efecto directo de los actos, una
potencia revolucionaria y transformadora capaz de romper con la pasividad de
las masas y con el oportunismo de los partidos socialistas. Y era también la
salida, porque dejaba atrás las ilusiones trágicas de los atentados y la
mitología redentora de la dinamita. En Estados Unidos, otra corriente
anarcosindicalista, la Industrial Workers Of The World –IWW- añadió un
ingrediente importante.
En Direct Action And Sabotage, un panfleto de 1912, William Trautman
precisaba que las acciones directas son útiles cuando debilitan el poder de las
clases dominantes, no importa si quienes las llevan a cabo son personas
aisladas o colectivos organizados. [14] El individualista que usa explosivos –dice
Trautman- puede ser aborrecido por muchos, pero sus acciones tienen que
evaluarse a partir de los objetivos que se propone. ¿Logró debilitar las
instituciones represivas? ¿Las reforzó? ¿Consiguió sacudir la consciencia
política de las masas adormecidas? ¿Obtuvo el efecto contrario? En las
respuestas a estas preguntas se encuentra, me parece, la clave para evaluar
todo tipo de acción directa, al margen del moralismo pseudo-izquierdista, por
un lado y de la estética del gesto, por el otro.
HOY
Cien años después, la acción directa ya no se limita a la
lucha sindical. En la actualidad, la podemos definir como una práctica en la
cual la solución de los conflictos se logra por parte de los individuos
afectados, sin intermediarios. No es violenta ni no-violenta, sencillamente
porque se mide con otros criterios. En su imprescindible Pequeño Léxico Filosófico del Anarquismo, Daniel Colson aclara que
la acción directa abarca la totalidad de las actividades del ser humano y de
sus relaciones con el mundo, desde la lucha social hasta la pintura, desde la
filosofía hasta las relaciones de cortesía. Se manifiesta también en ámbitos no
obreros como el cultural y el artístico, en las ciudades y en el campo, siempre
y cuando exista la voluntad emancipadora de los involucrados. La acción
directa, por tanto, no conoce reglas ni formas establecidas, sino que se abre
sobre una infinidad de posibilidades.
La conclusión es
evidente: acción directa y anarquismo no pueden más que ser sinónimos. Si en la
actualidad la acción directa se encuentra tan estigmatizada es porque la
sociedad en la que vivimos requiere de espectadores pasivos, no de seres
pensantes. Parafraseando a Pietro Gori -el gran poeta anarquista- en el mundo
actual, el buen trabajador, el maestro cumplido y el estudiante respetuoso
deberían de ser pacíficos rumiantes, posiblemente desprovistos de sentimientos,
que se dejan trasquilar tranquilamente, y sin protesta, por los que tuvieron la
astucia de proveerse de un persuasivo bastón y de un par de tijeras.
Dicho esto, no podemos
dejar de comentar el giro que ha tomado la práctica de la acción directa en
tiempos recientes, particularmente en la Ciudad de México con los llamados Black Blocs o Bloques Negros. Estoy de acuerdo con Javier Hernández Alpízar ante
el arrojo de los jóvenes vándalos, lo primero que deberían sentir los que los
critican es vergüenza. ¿Quién tiene la autoridad moral para condenarlos? No la
tiene la izquierda institucional que exhibe un siglo de traiciones, pero
tampoco la tiene la llamada ultraizquierda que sólo aprueba la violencia cuando
una de sus múltiples sectas la dirige. [15] Por demás, el Bloque Negro no es un grupo y no se reclama de ninguna ideología en
particular. Es, en gran parte, un indicador de la rabia que viven los jóvenes y
es, específicamente, una táctica de protesta que emplean diferentes individuos
y grupos –no necesariamente anarquistas- en distintas partes del mundo, no solamente
en el DF. Como tal, a veces arroja resultados positivos y a veces no tanto.
¿Quién se acordaría de
los acontecimientos de Seattle –esos, que doctos sociólogos señalan como un
hito en la historia del movimiento contra la globalización capitalista- si no
hubiese sido por los Black Blocs que
con sus acciones contra los emblemas del capital (no contra personas de carne y
hueso) arruinaron la fiesta de los poderosos? El aspecto atractivo de este tipo
de violencia consiste en poner en crisis la presunta neutralidad de las
relaciones sociales y en señalar su precariedad histórica. Sin embargo, cada
gesto inscrito en este registro puede quedar atrapado en un acto de negación
meramente simbólica y, más recientemente, incluso repetitiva, por lo tanto
carente de imaginación. En la actualidad –y no sólo en México-, la práctica de
la violencia en las manifestaciones (atacar a la policía, dañar un banco,
incendiar un McDonald’s) se encuentra desgastada, especialmente cuando no
encuentra consenso entre los propios manifestantes. Todo esto quedó patente en
las Jornadas de Acción Global por Ayotzinapa que se desarrollaron entre octubre
de 2014 y marzo de 2015 y de hecho las acciones del bloque negro se han ido
reduciendo.
Añado que en los últimos
años, se ha dado a conocer una corriente internacional conocida como “anarco-insurreccionalista” o, a veces,
como “tendencia informal anarquista” que
plantea un cambio de perspectiva en cuanto a la acción revolucionaria.
Limitando su crítica a cuestiones tácticas, su aportación a la reconstrucción
del movimiento libertario ha sido modesta. Muy ligada a la figuras de dos
compañeros italianos, Alfredo Bonanno y Constantino Cavallieri, esta corriente
tiene una fuerte presencia en Grecia y en Italia y, en el ámbito
latinoamericano, en Argentina, Chile y México. Figura un tanto donquijotesca, editor comprometido con
la difusión del pensamiento libertario, siempre metido en algún proceso
conspirativo, Alfredo Bonanno es un viejo militante y agitador que ha sufrido
múltiples encarcelamientos. Ha publicado numerosos escritos en los cuales
explica que los verdaderos anarquistas deben estar en revuelta permanente
pregonando el principio de la “acción
insurreccional” a la manera del viejo Bakunin. [16] Las acciones de la tendencia
insurreccionalista -expropiaciones, sabotajes, destrucciones de tiendas de
autoservicio, atentados contra símbolos del poder y del Estado- han sido
contemplados por las masas inconscientes como algo ajeno y exterior. Sin
embargo sería injusto no reconocer en el impulso que los ha provocado una
auténtica voluntad de combate. [17] Me parece claro, al mismo tiempo, que este
tipo de acciones -así como las que pregona en México la llamada Tendencia
Informal Anarquista [18]– se vuelven prácticas vanguardistas que
todo son menos “directas”.
Vale recordar que -como
señala Luis Hernández Navarro en el texto incluido en esta edición- las
acciones violentas que se están generalizando en el movimiento social no son
monopolio de los anarquistas. En Guerrero, los actos que se han registrado
después de la noche de Iguala (incendio de sedes de partidos políticos, del
Congreso, etc.), fueron cometidos por individuos y corrientes que difícilmente
podrían definirse anarquistas. Al margen de quienes las reivindican, para
calibrar su alcance, habría que volver a plantear la pregunta de Trautman:
¿lograron debilitar las instituciones represivas? ¿Las reforzaron? ¿Consiguieron
sacudir la consciencia política de las masas adormecidas? ¿Obtuvieron el efecto
contrario? La respuesta no me corresponde a mí, sino al movimiento social.
Sólo quiero concluir
señalando que el dilema entre violencia y no-violencia es, en gran parte,
falso. El propio Gandhi, el principal teórico de la no-violencia afirmó
repetidas veces que, aunque la consideraba superior táctica y éticamente a la
violencia, la no-violencia no podía ser un dogma, y que, de todas formas, era
preferible ser violentos que cobardes. La no-violencia –decía– es una elección
valida sólo si es practicada por quienes renuncian a una violencia que podrían
emplear. Y no es seguramente la práctica del ratón que huye del gato. La
no-violencia corre el riesgo de perder su contenido crítico ya que puede
significar abstención, neutralidad o, peor, colaboración. “El fin no justifica los medios”, nos dicen los zapatistas, Y los
anarquistas contestan: “hace un siglo y
medio que no nos cansamos de repetirlo”. Con o sin violencia, lo esencial
es que cada quien encuentre su propio camino. Y es que la revolución es
precisamente esto: liberación, apertura de nuevos caminos, movimiento
centrífugo, no centrípeto. La acción directa es decir la acción autónoma de los
humanos contra el capital y contra el Estado es su único camino. Con violencia
o sin ella.
NOTAS Y
REFERENCIAS
[1] 24 Horas. El Diario Sin Límites, 12 de Noviembre de 2014
[2]
Genaro Villamil, “Manuel Cossío Ramos, el
espía del CISEN en el movimiento #YoSoy132”, http://www.proceso.com.mx/?p=343793
[3] Claudio Albertani, “Génova para Nosotros. Bloques Negros, Monos Blancos y Zapatistas en el
Movimiento Contra la Globalización Capitalista”, en: Claudio Albertani, (coordinador),
Imperio y Movimiento Sociales en la Edad Global, Universidad de la Ciudad de
México, México, 2004, pp. 83-118.
[4]
Para un análisis del intento de criminalizar el anarquismo, véase el último
número de la revista Obra Negra: “Lombroso
ha vuelto. De cómo el Santo Oficio mediático produce monstruos en México”,
[5]
“For Jihadist, Read Anarchist”, The
Economist, 18 de agosto de 2005.
[6] “El
Terrorismo Anarquista Se Ha Implantado en España y Hay Riesgo de Atentados”,
Abc, 12 de junio de 2014,
[7] “Anarquistas
Operan en 14 Estados del País: CISEN”, La silla rota, 14 de enero de 2015,
[8] Carlos Loret de Mola, “¿Quién es Lady Anarco?”, El Universal, 9 de Abril de 2014, http://www.eluniversalmas.com.mx/columnas/2014/04/106451.php;
Ricardo
Alemán, “Itinerario político”, El Universal, 24 de septiembre de 2013,
[9] Comité invisible, La insurrección que viene, Melusina, Tenerife, 2009.
[10] Rudolf Rocker, Anarquismo y Organización,
[11]
Pedro Kropotkin, citado en : Jean Maitron, Le
Mouvement Anarchiste en France. I. Des Origines à 1914, Gallimard, París,
1975, pág. 260.
[12]
Errico Malatesta, “Anarquismo y
Violencia”, en Vernon Richards (compilador), Malatesta. Pensamiento y
Acción Revolucionarios, Tupac Ediciones, Buenos Aires, 2007, pág. 53.
[13]
Émile Pouget, El Sabotaje,
[14]
William E. Trautman, Direct Action and
Sabotage, Socialist News, Pittsburgh (EEUU), 1916.
[15] Javier Hernández Alpízar, “México: Violencia, Capuchas y Anarquismo”,
https://zapateando.wordpress.com/2013/11/04/violencia-capuchas-anarquismo/
[16]
Sobre Bonanno véase el sitio:
Véase también, Constantino Cavalieri: El
Anarquismo en la Sociedad Post-Industrial,
[17]
Véase: Miguel Amorós, “Sobre el
Insurreccionalismo”,
[18]
Gustavo Rodríguez (compilador), ¡Que se ilumine la noche! Refractarios hasta
las últimas consecuencias. Génesis, desarrollo y auge de la Tendencia Informal
Anarquista en México, Internacional Negra Ediciones, Santiago de Chile, 2013.
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