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ARGENTINA: LA RISA DE LOS TRISTES (mención especial de crónicas sobre infancia “Alberto Morlachetti”)

Por Lisandro Amado y Mauro Sequeira (*)
(*) Los autores recibieron una mención especial en el concurso de crónicas sobre infancia “Alberto Morlachetti”
Fuente: Pelota de trapo
 (APe)
Red Latina sin fronteras
23 mayo, 2016
Con los pies en el álamo y tu niño en el viento. Libre, bien libre, soñó que le decían, con voz acurrucada cerca de un fuego. Él suspiró, y sus latidos lo encontraron. Quería ser otro y ver como otro, y que otro vea lo que él ve. Quería ser libre.
Su voz se expandió. Buscó con éxtasis y placeres. Confió en su propio nacimiento.
Lucas tiene el pelo castaño, los ojos grandes, y una nariz acaracolada, con formas de tobogán. Hay algo que lo corre y no puede esperar. Lucas cree en las ilusiones y mira a través de un encendedor verde. Ve que las cosas cambian, porque la luz que entra es otra.
A Lucas le gusta Dragon Ball Z y ahora está ensayando con la murga del 25 de mayo. Recuerda y le contaron que la primera vez que dijo “papá”, a los cuatro años, fue al novio de su madre, padre de varias de sus hermanitas. Confía en la voz de su sueño y sus ojos nunca caen; por eso duerme hasta tarde, después de salir a correr por las plazas, de madrugada. Libre, bien libre.
El otro día narró una secuencia en el barrio Progreso, de unos pibes que ni la piensan, que tiraron a una trava a la zanja cerca de la YPF. Sólo por diversión. Lucas dice que esos que se pasan de vuelo son unos guanacos.
Él, Lucas. Le cabe comer manzana, banana, bolacear y reírse. Se soguea a muchas pibas por el face. De su padrastro guarda encuentros bonitos, salvo la vez que lo tiró al piso y le dio una patada en la cabeza porque estaba peleando con su hija. Tiene un poco hundido el cráneo. Pocas veces fue al médico.
La otra vez le robaron en el Mosconi, fingieron meterle fierro por detrás de la remera y se la comió. Le dieron un arrebato y se quedó mudo. No jugó a dar ningún vuelto porque sabe que el vuelto de ellos es el plomo. Lucas escucha. Su compañero se llama Facundo. Discuten. Fusionan. Expanden su visión. La curtieron los dos de guachines, los mandaban a manguear juntos. Cuando el cáncer comió el cuerpo de su madre, fue a buscar un abrazo de desahogo a las manos de Facu.
Lucas viene, y cuando viene da cuatro aplausos en la puerta de la verdulería. Es re pillo y luchador. Me da alta mano en el laburo, cortando frutas, haciendo sopa, ordenando, sacando verduras, baldeando, pasando la escoba, el trapo y poniendo la pava. Se re copa. Comemos galletitas y llevamos laureles a las clientas que lo precisan. Él saluda. Algunas viejas caretas lo sacan matando, y algunos comerciantes agrios no lo pueden ver de su lado del mostrador. Lucas cuenta cuántos patrulleros giran en la cuadra, y nombra a los de la prefectura, la bonaerense, la local, y los insensibles, racistas y buchones. Los vecinos de cerca de la destilería, que ven a los pibes como él y dicen vamos cerrando, que ahí vienen los mutantes.
Tiene abdominales marcados, y a su bici se le rompieron los piñones. Cuando habla, entona en sentidos de preguntas, como si anduviera buscando algo, alguna esfera, y continúa narrando. Tiene una memoria que arde. Se vuela, se hace el otro, y las cosas que vio se encienden como rayos en el viento:
El Agus y la Maca, con sus pies en el charco, bajo el techito, tras la lluvia.
—¿Qué pica con la boca y tira con el culo?
—No sé, ¿qué?
—¡La aguja!
El Agus tiene los ojos saltones, como si una carga de picardía contenida los empujase fuera de la cara.
—De chiquito pelado, ahora grandote y peludo ¿Quién es?
—¡Me mataste! ¿Quién?
—¡El melón! No, pará, si el melón no es peludo…
—¿El durazno?
—Tampoco. Ahora cuando venga el Rulito le pregunto. Estos nos los cuenta el tío Fernando, ¡nos hace cagar de risa!
— ¿Se inundó tu casa?
— Sí, se mojaron los colchones ¡brotaba del piso, el agua!
— ¿Y tu mamá? ¡Lo que habrá renegado!
—No estoy en lo de mi mamá, estoy con mi suegro.
Recién ahí Lucas se rescata de los ojos de la Maca, que es sombra tras del Agus.
— ¿Y vos, cómo andás?
Maca deja escapar una risita y esconde su mirada.
— ¡Cómo crece esa pancita! ¿Ya de cuánto estás?
Agacha la cabeza. No lo sabe.
— ¿Y la Bety?
Agus se tensa y tarda en responder.
—Se fue.
—¿Adónde se fue?
—A lo del tío Walter.
—¿Cuál es el tío Walter? ¿El que está con la Sonia?
—¡No! Ese es el Giménez. El tío Walter, el rubio, el hermano del Polaco.
Lucas intenta hilar, renuncia y va al grano.
—¿Y por qué se fue?
—Le pintó.
Lucas pregunta con sus ojos. Fuerte, bien fuerte.
—Discutimos —larga el Agus.
Qué se joda ¿para qué se las da de linda? —interviene Maca.
—Vos no te metas, mi amor.
Aparece el Rulito, con la melena chorreando agua, que le pasea por el cachete, y va a engordar y oscurecer el algodón de la vieja campera.
—Contale el chiste del peludo, Ruli.
—De chiquito era pelado. ¡Ahora soy grandote y peludo! ¿Quién soy?
—¿El durazno?
—¡No! ¡El melón!
Los pibes se miran cómplices y se aguantan la carcajada.
—¡Pero si el melón no es peludo! —dice el Agus, queriendo hacerse el serio.
Lucas hace con sus manos un torbellino en los rulos del guachín, y la agita:
—¡Pero mirá, si este melón es recontra peludo!
Ahora sí, explotan las risas sin sentido.
El agua, al inundar las varias capas de ropa, acrecienta el olor de los chicos. El olor a pobreza en el medio del centro.
—Che, Ruli, ¿vos sabés algo de la Bety?
Ah, ¿la Bety? El tío Fer la re entregó. Ahora la tiene el Walter.
Rulito la piensa un rato, mirando atentamente los dedos de sus pies. Alza la cara y exclama:
—¡Ya sé! Era: “¡De chiquito peludo, ahora grandote y pelado!”
—Che, chiquitín, estás todo mojado. Necesitás ropa. ¿Ustedes se quedan un rato acá?
El Agus es quien responde:
—Nos quedamos los tres acá hasta que cierre la panadería, después pedimos lo que sobre.
—Bueno. Enseguida vengo.
—¡No vas a tardar mucho! —pide el guachín.
El Lucas agarra unas pilchas de su casa, viene a la verdu y pide permiso para llevar unas frutas. Se lo ve movilizado, consciente. Como un rayo.
El asfalto supura vapor aceitoso. Lucas busca. Allá, en la esquina de la obra social, dos hombres escoltan la adolescencia del Agus, que escolta la pubertad de la Maca, que escolta la niñez del Rulito. Lucas reconoce al José y duda si seguir. Pero ya está jugado. Cruza la calle y ni mira al auto que le roza la pierna. En su cara ya no entran sonrisas.
—Acá tenés un buzo seco, Rulito. Esperá, no te lo pongas. Antes sácate esa campera mojada. También el pulóver. Ahora el buzo, y, ahora sí, ponete la campera otra vez. Agarrá frutas, llévale a tu hermano y a la Maca. Compartan.
Los hombres están divertidos. Chamuyan balbuceos incomprensibles. Lucas mantiene distancia y se pone la capucha. Uno tira a Agus al piso, se le sienta encima y, entre risas, zamarrea y manosea la cara del guacho, que cuando consigue respirar, intenta reírse. Maca y Rulito se meten en el juego.
El chiquilín comenta alegremente:
—¡Tío Fer, éste estaba preguntando por la Bety!
Los hombres ponen ojos de buitre en Lucas. Luego vuelven a reír, y uno pregunta:
—¿Qué pasa pibito? ¿La querés? Andá a lo del Walter ¡seguro te la regala!
Festeja el chiste el otro:
—¡A esa pendeja no hay quien la quiera tener!
Lucas mira para abajo. Ve el reflejo de la Maca en un charco. Entonces, mira para arriba. Allá, en el cartel, junto a las siglas de la obra social, se burlan un hombre, una mujer y un niño, hechos ícono de plástico en el centro de un círculo azul. Piensa en romper sobre las cabezas de los tíos sus botellas de cerveza. Su cuerpo no activa. Siente los pies como raíces, pero su niño razona en el viento. Con un acto de violencia no va a resolver una vida de violencia.
Ya no llueve. Rulito corta la risa y observa el cuerpo tenso de Lucas.
—¿Por qué te vas?
—Porque no me gusta ver que los maltraten.
—¡Pero si no nos están pegando!
El Lucas se sube a la bici. A los dos metros se traba. Algo se enrosca. Lucas marcha, con la bici a rastras. Dentro suyo, un rayo se cortó.
PD: Estas tres últimas imágenes poco tienen que ver con el relato precedente, pero mucho con su título: La risa de los tristes. Estos son niños desplazados por paramilitares del Municipio Autónomo de San Juan Copala, Oaxaca, México, en 2010. Con sus padres, madres, tías, tíos, abuelas, abuelos, se plantaron durante más de un año junto a la catedral metropolitana de la Ciudad de México. Ahí pudimos acompañar su alegre resistencia, su tristeza y su risa, su nostalgia y esperanza de que algún día puedan vivir su pobreza con dignidad en la tierra arrebatada. Ahí sentimos la risa de los tristes niños desplazados forzadamente por asesinos a sueldo del gobierno.

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