La energía “limpia”
que generan los parques eólicos en Oaxaca para las transnacionales
Entrevista con Carlos Beas de
UCIZONI. En el sureste de México, la construcción de parques eólicos ha traído
expolio de tierras y violencia en contra de las comunidades indígenas del Istmo
de Tehuantepec, Oaxaca. La mayoría de estas empresas son de capital español y
catalán.
El estado de excepción
como paradigma político del extractivismo
Fuente: https://arrezafe.blogspot.com
15 de agosto de 2016
El colonialismo no cede sino
con el cuchillo al cuello.
Frantz Fanon.
En los últimos años se han ensayado diversos enfoques sobre el
extractivismo, que abarcan desde el énfasis en sus impactos sobre el medio
ambiente y los perjuicios a las poblaciones, hasta la re-primarización de la
matriz productiva. Contamos con un amplio conjunto de trabajos que incluyen,
también, las resistencias al modelo de minería a cielo abierto y a los monocultivos
para la exportación, así como propuestas alternativas asentadas, buena parte de
ellas, en el Buen Vivir/ Vivir Bien. Los análisis críticos tienden a compartir
la tesis de que el modelo extractivo debe ser considerado como parte del
proceso de acumulación por desposesión, característico del periodo de dominio
del capital financiero (Harvey, 2004).
En paralelo, se comienza a
considerar al extractivismo como una actualización del hecho colonial,
particularmente en el área de la minería, colocando el inicio de la explotación
del Cerro Rico de Potosí (donde fueron sacrificados ocho millones de indios) en
1545, como el punto de comienzo de la modernidad, del capitalismo y de la
relación centro/periferia en la que se asientan (Machado, 2014).
Considerando estos
análisis como referencias ineludibles, pretendo explorar someramente las formas
de acción que están llevando adelante los movimientos para
neutralizar/desbordar el modelo extractivo, bloquear la acumulación por
despojo, revertir la militarización de los territorios, poner fin a la
persistente degradación ambiental y a la destrucción de los seres humanos.
Entiendo que no se limitan, ni pueden hacerlo, a repetir los repertorios
tradicionales del movimiento sindical, ya que se mueven en espacios donde las reglas
del juego son diferentes.
El punto de partida de mi
argumentación es que hoy los pueblos son obstáculos para la acumulación por
despojo/desposesión. Harvey sostiene que el “principal
instrumento” de la acumulación por desposesión son las privatizaciones de
empresas públicas y que el poder estatal es su agente más destacado (Harvey,
2004). En su argumentación emplea el ejemplo de Argentina en la década de 1990,
que hoy podría aplicarse a buena parte de América Latina y a unos cuantos
países europeos, como Grecia y España, entre otros.
A mi modo de ver, el
argumento de Harvey es enteramente válido para la porción de la humanidad que
se encuentra en la “zona del ser”,
pero, para aquella otra parte que vive en la “zona del no-ser” (Grosfoguel, 2012), el principal instrumento de
la acumulación por desposesión es la violencia, y sus agentes son,
indistintamente, poderes estatales, paraestatales y privados, que en muchos
casos trabajan juntos pues comparten los mismos objetivos.
Ésa es la situación que en
nuestro continente viven las poblaciones cercanas a las minas y los
monocultivos. “Prácticamente no existe
poblador vecino de un proyecto minero que no tenga algún proceso judicial
abierto” (Machado, 2014: 224).
La violencia y la
militarización de los territorios son la regla, forman parte inseparable del
modelo; los muertos, los heridos y golpeados no son fruto de desbordes
accidentales de mandos policiales o militares. Éste es el modo “normal” en que opera el extractivismo
en la zona del no-ser. El terrorismo de Estado practicado por las dictaduras
militares destruyó sujetos en rebeldía y pavimentó las condiciones para el
aterrizaje de la minería a cielo abierto y de los monocultivos transgénicos.
Posteriormente, las democracias –conservadoras y/o progresistas– aprovecharon
las condiciones creadas por los regímenes autoritarios para profundizar la
acumulación por despojo:
Poblaciones enteras son
perseguidas, amenazadas, criminalizadas y judicializadas; vigiladas y
castigadas en nombre de la ley y el orden. Líderes y referentes de organizaciones
y movimientos emergentes –mujeres y varones, jóvenes, adultos y ancianos por
igual– son acusados de ser los nuevos terroristas, los enemigos públicos de una
sociedad de la que es necesario expulsarlos (Machado, 2014: 21).
Las privatizaciones afectaron
básicamente a las clases medias urbanas y a las franjas de trabajadores
vinculadas al Estado del Bienestar, sobre todo en el caso argentino.(1)
En el caso de los sectores sociales para los que nunca operó la inclusión ni se
beneficiaron con el “bienestar”, las
privatizaciones constituyen apenas la primera etapa del despojo. Indígenas,
negros y mestizos, campesinos sin tierra, mujeres pobres, desocupados,
trabajadores informales y niños de las periferias urbanas, están sufriendo lo
que el EZLN ha definido como la Cuarta Guerra Mundial. Como en todas las
guerras, se trata de conquistar territorios, de destruir enemigos y de
administrar los espacios conquistados subordinándolos al capital:
La Cuarta Guerra Mundial
está destruyendo a la humanidad en la medida en que la globalización es una
universalización del mercado, y todo lo humano que se oponga a la lógica del
mercado es un enemigo y debe ser destruido. En este sentido todos somos el
enemigo a vencer: indígenas, no indígenas, observadores de los derechos
humanos, maestros, intelectuales, artistas. (Subcomandante Marcos, 1999).
La novedad de esta nueva
guerra es que los enemigos no son los ejércitos de otros Estados, ni siquiera
otros Estados, sino la propia población, en particular, aquella parte de la humanidad
que vive en la zona del no-ser. En suma, se trata de: acabar con los pueblos
que sobran, desertizar territorios y luego re-conectarlos al mercado mundial.
Los modos de eliminar a los pueblos no implican necesariamente la muerte
física, aunque ésta va sucediendo lentamente mediante la expansión de la
desnutrición crónica y las viejas/nuevas enfermedades, como el cáncer, que
afecta a millones de quienes están expuestos a los químicos de los monocultivos
y de la minería.
Los modos más habituales
son la eliminación de los pobres a través de su exclusión: confinamiento en
espacios cercados de policías y guardias privados en las periferias urbanas. El
caso más extremo es el de la Franja de Gaza, y los más comunes se pueden
encontrar en las barriadas de todas las grandes ciudades latinoamericanas.
Muchas comunidades rurales cercanas a los emprendimientos extractivos han sido
aisladas y rodeadas por dispositivos militares-económicos que actúan como
cercos materiales y simbólicos, como les sucede a las comunidades mapuche en la
Patagonia, a los pueblos indios y afros en el Cauca colombiano, así como a los
pueblos atravesados por el “tren del
hierro” de la minera Vale en el estado de Maranhão y a cientos de comunidades
en las regiones andinas.
Estamos ante dos
genealogías diferentes. La que afecta a los pueblos del sur no cabe en el
concepto de “acumulación originaria”,
delineado por Marx en El Capital para reflexionar sobre la experiencia europea.
La expropiación violenta de los productores, lo que define como el “proceso histórico de escisión entre
producción y medios de producción”, es el acta de nacimiento del capital
pero también de los “proletarios
totalmente libres” que serán empleados por la nueva industria (Marx, 1975:
893). Ese proceso de escisión a partir del cual se crea una nueva relación
social, capital-trabajo, fue tan real para Inglaterra como irreal para las
colonias.
En América Latina los
indios no fueron separados de sus medios de producción sino forzados a trabajar
gratuitamente en las minas, mientras los negros fueron arrancados por la fuerza
de su continente. En ambos casos se cometió un genocidio que determinó que la
población originaria fuera casi exterminada. Nació un capitalismo sin
proletarios, en el sentido europeo que le da Marx cuando señala que la
expropiación de los productores fue “la
disolución de la propiedad privada fundada en el trabajo propio” (Marx,
1075: 951). Los indios no tenían un concepto de propiedad privada como los
campesinos ingleses, sino de comunidad, y consideraban la tierra como un bien
común sagrado. La acumulación “originaria”
no fue el “pecado original” del modo
de producción capitalista, sino la forma constante de acumulación durante cinco
siglos, basada en la esclavitud, la servidumbre, el trabajo informal y la
pequeña producción familiar/mercantil que, aun actualmente, son las formas
dominantes de trabajo, siendo el empleo asalariado uno más entre los muchos
modos de trabajo existentes (Quijano, 2000a).
En segundo lugar,
históricamente en la América Latina india/negra/mestiza los principales modos
de disciplinamiento no fueron el panóptico ni los satanic mil, (2)
sino la masacre o la amenaza de masacre (léase exterminio), tanto durante la
colonia como durante el período republicano, en dictaduras o en democracias,
hasta el día de hoy: desde los 3 600 ametrallados en Santa María de Iquique en
1907, hasta las decenas de muertos en Bagua en junio de 2009. Ambas masacres
sucedieron bajo regímenes de democracia electoral, lo que indica el carácter de
este sistema en la región. Sólo en Chile, en las siete décadas que
transcurrieron desde 1903 hasta el golpe de Estado de 1973, el historiador
Gabriel Salazar enumera quince masacres (“ametrallaron
a los rotos”), (3) a razón de una cada tres años en promedio,
considerando que la última abarcó todos los rincones del país y cobró diez mil
vidas (Salazar, 2009: 214). La organización Maes de Maio, creada por las madres
de los 500 asesinados por los aparatos represivos en São Paulo en mayo de 2006,
señala que entre 1990 y 2012 se produjeron 25 masacres contra habitantes de
favelas, o sea, contra jóvenes/negros/pobres (Maes de Maio, 2014)(4)
En tercer lugar, el
Estado-nación latinoamericano tiene una genealogía diferente a la europea, como
nos recuerda Aníbal Quijano. Aquí no se registró “la homogeneización de la población en términos de experiencias
históricas comunes”, ni una democratización de la sociedad que pudiera
expresarse en un Estado democrático; las relaciones sociales se fijaron de
acuerdo a la colonialidad del poder establecida sobre la idea de raza,
convertida en el factor básico de la construcción del Estado-nación. “La estructura de poder fue y aún sigue
estando organizada sobre y alrededor del eje colonial. La construcción de la
nación y sobre todo del Estado-nación han sido conceptualizadas y trabajadas en
contra de la mayoría de la nación, en este caso de los indios, negros y
mestizos” (Quijano, 2000b: 237).
Los tres ejes mencionados
explican la continuidad de la dominación y la exclusión de las mayorías, inferiorizadas
racialmente, con independencia del régimen político y de las fuerzas que
administren un Estado colonial. Con el neoliberalismo y la hegemonía de la
acumulación por despojo, se produce además la “expropiación de la política”, que en los casos más extremos
(México, Colombia y Guatemala) pasa por la articulación entre paramilitarismo,
empresas extractivas y corrupción estatal, en lo que bien puede considerarse
como una re-colonización de la política (Machado, 2014).
La considerada tragedia
ambiental más grave de Brasil fue causada por la ruptura de los diques de
contención de dos depósitos de agua y residuos minerales de una mina de
Samarco, empresa controlada por la brasileña Vale y la anglo-australiana BHP,
dos de las tres mayores mineras del mundo. Tras anegar siete poblados y
contaminar por completo el río Doce, uno de los más importantes del sudeste de
Brasil, los cerca de 62 millones de metros cúbicos de vertido llegaron
finalmente al océano Atlántico.
1.- EL EXTRACTIVISMO CONTRA LOS PUEBLOS
Quiero destacar siete aspectos del extractivismo actual en el
continente, que muestran de forma nítida sus modos neocoloniales de someter a
los pueblos, permitiendo establecer que la acumulación por desposesión en el
sur del mundo no puede implementarse sin antes instaurar un estado de excepción
permanente.
El primero es la masiva
ocupación de territorios por la minería a cielo abierto y los monocultivos,
seguida de la expulsión de comunidades enteras, del estrechamiento de sus
posibilidades de mantenerse en el territorio debido a la presencia militar de
actores armados. En varios países andinos, entre 25 y 30% del territorio ha
sido concesionado a multinacionales de la minería, mientras los monocultivos
ocupan las mejores tierras y presionan sobre los pequeños productores rurales.
En segundo lugar, se
establecen relaciones asimétricas entre las empresas transnacionales, los
Estados y las poblaciones. Desde un punto de vista estructural, el principal
efecto del extractivismo ha sido
“reinstalar un nuevo patrón de asimetrías económicas y geopolíticas a través de
la creación de territorios especializados en la provisión de bienes naturales,
intervenidos y operados bajo el control de grandes empresas transnacionales”
(Colectivo Voces de Alerta, 2011:12).
En tercer lugar, ha
generado economías de enclave, como expresión extrema de espacios
socio-productivos estructuralmente dependientes (Colectivo Voces de Alerta,
2011: 15). Los enclaves representaban una de las principales formas de
ocupación del espacio en la colonia; se caracterizan por no tener relaciones
con el entorno y por sus economías “verticales”,
que no se articulan con las economías de las poblaciones. Extraen, se llevan,
pero no interactúan; empobrecen la tierra, el tejido social y aíslan a las
personas.
En cuarto lugar, se
registran intervenciones políticas potentes que consiguen modificar las
legislaciones, al punto de que fuerzan a los Estados a otorgar importantes
beneficios fiscales a las empresas, a garantizar la estabilidad de las
ganancias, a eximirlas del pago de impuestos, de derechos de importación y de
otras obligaciones que rigen para los ciudadanos, colocando a los países en una
situación de dependencia que implica el fin de las soberanías. En Argentina, el
Código de Minería declara expresamente que el Estado no puede explotar ni
disponer de las minas y, por eso concede a los “particulares la facultad de buscar minas, de aprovecharlas y disponer
de ellas como dueños…” (Colectivo Voces de Alerta, 2011:37).
En quinto lugar, se
registra un ataque a la agricultura familiar y a la soberanía alimentaria. La
minería y los monocultivos desconocen a las poblaciones y al medio ambiente local,
generan un grave problema de agua, ya sea por escasez o contaminación, y rompen
los ciclos biológicos; se evidencia una tendencia hacia la
desterritorialización y la desintegración sociales; así, las comunidades
pierden acceso a ciertas zonas de producción, la presencia extractiva fomenta
la migración campo-ciudad y la redefinición de los territorios como
consecuencia de la intervención vertical de las empresas y de la desintegración
comunal, generando espacios locales transnacionalizados (Giarraca y Hadad,
2009: 239-240).
La militarización es el
sexto aspecto a destacar. Según el Observatorio de Conflictos Mineros de
América Latina, hay más de 206 conflictos activos como consecuencia de la
megaminería en la región, que afectan a 311 comunidades (olca, 2014). En Perú,
la conflictividad hizo caer dos gabinetes del gobierno de Ollanta Humala y
condujo a la militarización de varias provincias. Entre 2006 y 2011, los
conflictos socioambientales provocaron la muerte de 195 activistas en el país
andino.
Por último, el
extractivismo es un “actor social total”.
Interviene en la comunidad donde se instala, genera conflictos sociales y
provoca divisiones. Pero también busca generar adhesiones a través de “contratos directos” y dádivas u ofertas a
individuos y comunidades particulares, bajo la forma de acción social
empresarial, apuntan a dividir a la población, a fin de lograr una espuria
“licencia social” o “acallar a los sectores que se oponen” (Colectivo Voces
de Alerta, 2011: 73).
Las empresas desarrollan
vínculos estrechos con universidades e instituciones, hacen donaciones a
escuelas y clubes deportivos. Se convierten en “un actor social total” (Svampa y Antonelli, 2011: 47). Tienden a
reorientar la actividad económica y se convierten en agentes de socialización
directa con acciones sociales, educativas y comunitarias. Pretenden ser “agente
socializador” para conseguir “un control
general de la producción y reproducción de la vida de las poblaciones” (Svampa
y Antonelli, 2009: 47).
El extractivismo está
promoviendo una completa reestructuración de las sociedades y de los Estados de
América Latina. No estamos ante “reformas”
sino ante cambios que ponen en cuestión algunas realidades de las sociedades,
como el proceso regresivo en la distribución de la tierra (Bebbington, 2007:
286). La democracia se debilita y en los espacios del extractivismo deja de
existir; los Estados se subordinan a las grandes empresas al punto de que los
pueblos no pueden contar con las instituciones para protegerse de las
multinacionales.
2.- MOVIMIENTOS SOCIALES BAJO EL ESTADO DE EXCEPCIÓN, O
LUCHAR CON EL “CUCHILLO AL CUELLO”
La resistencia de las comunidades y pueblos contra la minería
se ha visto forzada a innovar, siguiendo otros caminos respecto a lo que venían
haciendo los movimientos sociales. La recolonización coloca en la agenda de los
movimientos nuevos temas, en particular, cómo trabajar en áreas donde no son reconocidos
los derechos humanos/ ciudadanos/ civiles/ laborales de las personas, en las
que su humanidad está siendo negada (Fanon, 2011).
La forma como se viven las
opresiones en la zona del ser y en la zona del no-ser son cualitativamente
distintas (Grosfoguel, 2012). Los modos como se regulan los conflictos en cada
zona son también distintos: en la primera, existen espacios de negociación, se
reconocen los derechos civiles, laborales y humanos de las personas, funcionan
los discursos sobre la libertad, la autonomía y la igualdad, y los conflictos
se gestionan mediante métodos no violentos, o por lo menos, la violencia es la
excepción. En la zona del no-ser, a la que también se define como la línea
debajo de lo humano, los conflictos son regulados mediante la violencia y sólo
de forma excepcional se usan métodos no violentos (Grosfoguel, 2012).
Por eso Grosfoguel
sostiene que la teoría crítica que se produce en la zona del ser a partir de
los conflictos que involucran a los oprimidos de esa zona, con sus derechos y
su historia, no puede tener pretensión de universalidad. “La imposición de esta teoría crítica desde la zona del ser hacia la
zona del no-ser constituye una colonialidad del saber por la izquierda”
(Grosfoguel, 2012: 98). Del mismo modo, los sujetos colectivos de la zona del
no-ser, no deberían adoptar de forma acrítica la teoría social creada a partir
de las luchas de los oprimidos en la zona del ser, ni las mismas formas de
lucha, estrategias y estilos de organización nacidos en los conflictos que tienen
lugar en la zona del ser.
En las zonas de hegemonía
del extractivismo, donde no se reconoce la humanidad de las personas (negros,
indios, mestizos), las personas están sometidas a lo que Benjamin consideraba “un estado de excepción permanente”. No
pueden ejercer los derechos que tiene la parte blanca/clase media de la
sociedad. Los favelados de Rio de Janeiro y São Paulo no pueden ejercer
libremente el derecho de manifestación, porque son sistemáticamente atacados
por la Policía Militar con balas de plomo.
En Perú, buena parte de
las disposiciones legales para la explotación extractiva de la Amazonía,
incluyendo la reversión de la propiedad comunal, se impusieron mediante más de
cien Decretos Legislativos, que otorgan al Ejecutivo la posibilidad de emitir
decretos con rango de ley (Pinto, 2009). Con el fin de imponer el proyecto
aurífero Conga, en varias oportunidades el gobierno de Ollanta Humala decretó
el “estado de emergencia” para
garantizar el orden interno, movilizando a las fuerzas armadas hasta las
provincias afectadas (La República.pe, 2012). Ambas figuras apelan a medidas
provisorias y excepcionales que implican una ampliación de los poderes del
Ejecutivo, borrándose las fronteras entre la emergencia militar y la emergencia
económica, instalando la seguridad como paradigma de gobierno y desvaneciendo
las diferencias entre paz y guerra (Agamben, 2004).
Un Estado-Policía
formalmente legal, pero dedicado a generar excepciones como criterio de
gobierno y a mantener a raya a las “clases
peligrosas” mediante una vasta gama de intervenciones, que incluyen desde
las políticas de responsabilidad social empresarial –que avalan la evasión
impositiva– hasta la intervención policial/ militar discrecional, dirigidas a
establecer el control territorial armado, a partir del cual el cuerpo policial
es encargado de administrar y gestionar cosas y cuerpos de modo exclusivo y excluyente
(Ferrero y Job, 2011).
¿Cómo se hace política,
qué tipo de organización se construye, qué formas de acción se implementan, en
territorios administrados bajo un estado de excepción permanente? Una
constatación previa es que no se puede salir del extractivismo gradualmente,
por etapas o a través de negociaciones. Menos aún por la llegada al gobierno de
fuerzas políticas que prometan instalar otro modelo, porque ese modelo
alternativo no existe más que en los territorios en resistencia de las comunidades
indias, negras, campesinas y de las periferias urbanas.
Las experiencias
históricas de las luchas de clase nos remiten en dos direcciones temporales. La
primera corresponde al modo en que los obreros fabriles desmontaron el
fordismo-taylorismo en la década de 1960. Fue una lucha en el taller, cara a
cara, palmo a palmo, disputando cada minuto de trabajo al control de los
capataces, desarticulando la organización del trabajo (Arrighi y Silver, 2001;
Gorz, 1998), tanto en los países desarrollados como en las periferias (Brennan,
1996). No fue una lucha de aparatos; en el desmontaje del fordismo los aparatos
sindicales y de la izquierda no jugaron el menor papel. Fue una lucha de la
clase, directa, sin intermediarios ni representantes. Fue, y esto no es fácil
de admitir, una lucha sin programa, sin proyecto, sin objetivos precisos,
porque se trataba de resistir, de pelear, de colocarle el cuchillo al cuello al
control patronal de los tiempos de trabajo.
La segunda genealogía
histórica es precisamente la de quienes están resistiendo al extractivismo y
tiene una de sus referencias principales en la revuelta de Bagua (junio 2009) y
en la lucha contra la minera Conga, ambas en Perú, pero también en la lucha
contra Monsanto en Córdoba, en el barrio de Ituzaingó y en la ciudad de
Malvinas Argentinas. Se trata de procesos a partir de los cuales las
comunidades luchan palmo a palmo por el territorio, organizándose para no dejar
ingresar a las multinacionales o para expulsarlas, convierten los territorios
en barricadas y los cuerpos en trincheras, a falta de leyes, de Estados y
autoridades que los amparen. Es el modo como siempre han luchado los de más
abajo: poniendo el cuerpo, arriesgando la vida, las familias, los hijos. No
tienen otro camino, porque viven en la zona del no-ser, en la que su humanidad
no es reconocida.
Parece necesario
sistematizar las principales formas de acción empleadas en la resistencia al
extractivismo, con una mirada amplia que abarque toda la región latinoamericana
en las últimas décadas. De este análisis surgen nítidamente las diferencias con
el tipo de acciones llevadas adelante por el movimiento obrero.
.- Autodefensa
comunitaria
con base en formas comunitarias territoriales de poder popular. Quizá el caso más importante sea el de las
rondas campesinas del norte de Perú, nacidas en la década de 1970 para combatir
el abigeato (5)
y devenidas en órganos comunes/ comunitarios capaces de ordenar la vida
interna, de administrar justicia, de construir obras de interés comunitario y,
más recientemente, de organizar la resistencia al avance de la minería. En este
proceso las rondas han devenido en Guardianes de las Lagunas, enfrentando
directamente a las compañías mineras y al Estado policial peruano. En el sur de
Colombia, la Guardia Indígena de los cabildos Nasa y Misak juega un papel
similar de defensa comunitaria y como principio de orden interno. En ambos
casos, se pone en juego la capacidad de un sector social (campesino o indígena)
para poner en movimiento sus mecanismos de contra-poder.
.- Acción directa
contra las multinacionales, paralizar las obras, obstaculizar que las empresas trabajen,
destruir las maquinarias, impedir incluso la realización de estudios de impacto
ambiental como hicieron los pescadores mapuche (OLCA, 2006), proteger las
lagunas y otras zonas con campamentos permanentes como sucede en Cajamarca,
Perú (Hoetmer, 2014), realizar mingas para tapar los socavones de las minas,
como lo hacen los nasa en el Cauca (ACIN, 2014). Este tipo de acciones son
posibles porque las deciden y sostienen comunidades enteras, con sus propias
autoridades implicadas en ellas. En las ciudades han sido posibles otro tipo de
acciones, como las que mantuvieron las Madres de Ituzaingó y la Asamblea de
Malvinas Argentinas –contra las fumigaciones aéreas de los monocultivos de soja
transgénica y la instalación de una planta de acondicionamiento de semillas de
Monsanto en su territorio mediante acciones legales y bloqueos directos a la
empresa–, pero siempre sobre la base del involucramiento directo de las
personas, de la persistencia de la acción a pesar del aislamiento y del acoso
de una amplia gama de actores: Estado, policías, justicia, sindicatos…
.- Marchas de
sacrificio
hasta localidades vecinas o incluso hasta la capital, recorriendo a veces miles
de kilómetros para difundir la realidad que viven, pero también para ganar
aliados, en sitios a los que habitualmente no tienen acceso. Este tipo de
acciones eran realizadas por el movimiento sindical en momentos de crisis
agudas, con similares características. En este caso pesa un factor
determinante: la necesidad de romper el cerco material y simbólico, policial y
mediático, tendido sobre las comunidades que resisten para aislarlas y
someterlas, lejos de la visibilidad de sus potenciales aliados urbanos.
.- Cortes de
rutas y acampadas,
como forma de impedir la circulación de mercancías, de bloquear el ingreso
de las multinacionales al territorio en resistencia o para defenderlo de otros
actores externos. No hay lucha contra el extractivismo que no haya utilizado
este tipo de acciones. Al igual que las marchas, se busca la visibilidad, pero
además se procura impedir que las empresas sigan adelante con sus proyectos
extractivos. Los campamentos, por su parte, juegan un papel central a la hora
de abrir espacios para la interconexión de los de abajo, en tanto se trata de
sectores que no tienen espacios propios en la sociedad, como son los sindicatos
para los trabajadores formales, sino que deben construirlos como pre-condición
para tejer alianzas, para encontrar lenguajes y códigos comunes con los
semejantes, y desde allí lanzar desafíos al modelo hegemónico.
.- Coordinaciones
y otras formas flexibles de articulación. Los movimientos contra
el extractivismo no se han dotado de estructuras jerárquicas formales, como lo
han hecho los movimientos sindicales y las organizaciones sociales rurales y
urbanas. En su lugar, han creado articulaciones más o menos permanentes para
coordinar acciones, y también para procesar reflexiones y planes de lucha, con
delegados rotativos mandatados, como forma de rehuir de la figura del
representante. En algunos países, las coordinaciones se establecen de forma
puntual para realizar acciones de envergadura, como las marchas hacia las
ciudades.
.- Consultas a
la población a través de referendos. Es un modo de utilizar un mecanismo de la
democracia electoral para afianzar a los movimientos. En general se han
utilizado a escala local, en pequeñas ciudades o regiones, como forma de hacer
visible la existencia de un consenso comunitario contra el extractivismo. En el
mismo sentido, han conseguido que muchos municipios se pronuncien contra la
minería a cielo abierto y las fumigaciones.
.- Levantamientos,
insurrecciones, rebeliones. Desde el Caracazo de 1989, en la región se han producido diecinueve
levantamientos populares en áreas rurales y en ciudades, los cuales derrocaron
gobiernos, deslegitimaron al modelo neoliberal y a las privatizaciones,
instalaron nuevos temas y actores en las agendas y modificaron la relación de
fuerzas en el continente.
Estos repertorios de
acción están anclados en el territorio y las comunidades son sus bases de
sustento social y político. Los actores que los practican son casi siempre los
“sin”, los que no tienen derechos, los que viven en la zona del no-ser. Su objetivo
inmediato no consiste en negociar condiciones de trabajo ni salarios, sino en
crear una situación de hecho que haga imposible la continuidad del
extractivismo, en bloquear la acumulación por desposesión. Es una pulsión de
vida para frenar un modelo de muerte.
Los oprimidos de América
Latina pueden hacer acuerdo con el aserto de Agamben, de que el paradigma
político de Occidente no es la ciudad sino el campo de concentración (Agamben,
1998). La negociación para la inclusión no tiene sentido allí, del mismo modo
que no es posible negociar bajo el Estado Policía, otra cosa que no sean los
modos de subordinación. Propongo interpretar este conjunto de formas de acción
de los de abajo, como las herramientas necesarias para desbordar/neutralizar el
extractivismo/estado de excepción permanente. En estas acciones, se pone en
juego aquella tradición de los oprimidos que Benjamin (2010), en la XII Tesis
sobre la Historia, consideraba “el nervio
de su mejor fuerza”, que los progresismos de todos los tiempos quieren que
olviden: el odio y la voluntad de sacrificio; “pues ambos se nutren de la imagen de los antepasados esclavizados y no
del ideal de los descendientes liberados”.
NOTAS:
1. Una parte de los
asalariados de empresas estatales fueron despojados de sus empleos estables y
empujados violentamente hacia la pobreza y la informalidad, mientras que otra
parte pudo relocalizarse de diversos modos en las clases medias.
2. Fábricas del diablo, en
las que se vieron forzados a trabajar los campesinos cuyas tierras comunales
fueron cercadas/expropiadas (Polanyi, 1989).
3. Su lista de masacres
incluye: 1903 Valparaíso, 1905 Santiago, 1906 Antofagasta, 1907 Iquique, 1919
Patagonia, 1924 La Coruña, 1931 Copiapó, 1934 Ranquil, 1938 Santiago, 1946,
1957 y 1962 Santiago, 1967 Salvador, 1969 Puerto Montt y 1973 todo el país.
4. Se trata de la represión
que siguió a las acciones de la organización criminal Primer Comando de la
Capital.
5. Robo de ganado o animales
domésticos. [Nota de las editoras]
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