Retomamos la publicación de la
serie de artículos académicos sobre la sociedad de consumo: el tránsito del capitalismo
desde su origen hasta su etapa neoliberal. De manera sencilla, con la intención
de comprender la esencia del sistema capitalista que nos explota, despoja,
reprime y humilla. El conocimiento es una herramienta fundamental para resistir
y organizarnos en la lucha antisistémica que necesitamos impulsar para
construir una sociedad distinta, más humana, libre, justa y digna.
Parte 1:
Individualismo y consumismo.
Consumir es un acto inherente
a la vida, humana, animal o vegetal: todos necesitamos consumir para satisfacer
nuestras necesidades biológicas, si bien en el caso humano se va mucho más allá
de las estrictas necesidades de la supervivencia. Pero, ¿qué es consumir? El
Diccionario de la RAE lo define así en sus tres primeras acepciones: “1. Destruir, extinguir. / 2. Utilizar
comestibles u otros bienes para satisfacer necesidades o deseos. / 3. Gastar
energía o un producto energético”. La primera acepción viene dada por el
origen etimológico de la palabra: del latín consumere, que significa “tomar todo”. En principio, tenía una
connotación muy restringida: usar algo hasta su extinción (1). El hecho de
que ese término haya acabado refiriéndose al modo en que satisfacemos nuestras
necesidades da ya cuenta de las estructuras socioeconómicas del sistema
capitalista y de las subjetividades que ha producido, pues, si bien un ser
humano necesita energía y alimento para sobrevivir, existen otras muchas
necesidades que pueden resolverse sin extinguir un objeto.
Entonces, el consumo como lo entendemos hoy en día aparece
indisolublemente unido al capitalismo. Y, ¿qué es el capitalismo? Podemos tomar
esta amplia definición:
El capitalismo es un sistema económico basado en el mercado, la
propiedad privada, la competencia entre los agentes […], que buscan maximizar
su capital en el menor tiempo posible, teniendo al Estado como instrumento al
servicio de la reproducción el capital y al mercado de mano de obra como el
principal medio de sometimiento de clase […]. El capital es un proceso, no una
cosa. Es un proceso de circulación en el cual el capital se utiliza para crear
más capital a través de la explotación de la fuerza de trabajo y de la
naturaleza. Pero el capitalismo no es sólo un sistema económico, es también una
organización social alrededor de la reproducción del capital. La sociedad pasó
de ser “con mercado” a “de mercado”. (Fernández Durán y
González Reyes, 2014: 158).
Nos interesa especialmente la idea de que el capitalismo es mucho más
que un sistema económico: organiza la vida política, social y cultural y
condiciona las subjetividades. Una “gran
transformación” (2) que revolucionó el modo en que las sociedades satisfacían sus
necesidades, es decir, de los modos de consumir.
Durante la inmensa parte de la historia humana, el consumo era sólo de
subsistencia y, si existía más allá de las necesidades básicas, estaba
reservado a las elites. Sólo en el siglo XX, en aquellas partes del mundo que
dieron en llamarse “desarrolladas”,
se impuso el consumo de masas. Se consolidaba así un proceso en marcha desde
los orígenes mismos del capitalismo: la satisfacción de las necesidades de todo
tipo aparece ligada a la adquisición individual de mercancías. Hasta entonces,
la gestión colectiva de los bienes comunes había sido la norma; en las
sociedades de consumo capitalistas, serán, cada vez más, una excepción. El
consumo se vuelve individualista como las propias sociedades capitalistas. (3)
Como indica Lipovetsky (1983), el proceso no ha sido de un día para
otro, aunque se ha ido acelerando con el paso del tiempo. La transición hacia
el capitalismo duró al menos tres siglos (desde sus orígenes a fines del siglo
XV (4) hasta su
consolidación con la Revolución Industrial) y requirió de profundas
transformaciones de la vida social, desde los roles de género hasta el mismo
significado del tiempo (5) y del trabajo (Fernández Durán y González Reyes, 2014; Federici,
2010). Tal vez el cambio más revolucionario que se produjo fue la
proletarización de la masa campesina, que, una vez cercadas las tierras
comunales (6), se vieron despojadas de los medios de producción. Esto permitió que,
progresivamente, la figura del productor se viera cada vez más desligada de la
del consumidor. Producción y consumo, que antes eran las dos caras de la misma
moneda, se alejaban. Marx lo llamó el fetichismo
de la mercancía: se refería al hecho de que la mercancía invisibiliza las
relaciones humanas que existen detrás de un bien o servicio.
Y sin embargo, aunque no lo veamos cuando compramos en el supermercado,
detrás del consumo siempre están los productores. La mercancía oculta esas
relaciones de producción que se dieron en las etapas de extracción de la
materia prima, fabricación, transporte y comercialización. Uno de los objetivos
principales de la Economía Social y Solidaria es visibilizar esas estructuras y
relaciones de producción para interpelar al consumidor a que piense en cómo
llegó a sus manos ese objeto que descansa, con tan inocente apariencia, en la
góndola de una gran superficie.
NOTAS
(1) El sentido del
término era tan peyorativo que se utilizaba para denominar una de las
enfermedades más mortíferas conocidas en la antigüedad, la tuberculosis (Rifkin,
1995).
(2) Esa expresión
dio nombre a la obra más célebre de Karl Polanyi: La gran transformación, un
análisis de los cambios de amplio espectro que supuso la imposición del
capitalismo. Polanyi critica la noción moderna de economía y cuestiona que ésta
se haya intentado separa del resto del sistema social.
(3) Fernández Durán y González Reyes
(2014) relacionan la aparición de subjetividades individualistas con el
desarrollo de sociedades dominadoras (desiguales, patriarcales y guerreras),
que irían evolucionando hasta llegar al capitalismo.
(4) Max Weber, en
su conocido ensayo La ética protestante y
el espíritu del capitalismo (1905), ligó el desarrollo del capitalismo al
espíritu emprendedor a las sociedades calvinistas, más trabajadoras y ahorradores
que las católicas, quienes además no compartían la aversión por el
enriquecimiento del cristianismo tradicional. Esta mentalidad permitió el
desarrollo de la figura del empresario, que arriesgaba capital con el objetivo
de obtener un beneficio económico, que más adelante permitiría la existencia de
capitales necesarios para dar alas a la Revolución Industrial de los siglos
XVIII y XIX.
(5)
Para una reflexión sobre el tiempo en el capitalismo, véase Nazaret Castro, “La revolución del tiempo”, en el blog
de Carro de Combate:
(6) Carlos Marx lo
llamó los “cercamientos”, que
comenzaron en la Inglaterra del siglo XVI. Formó parte del proceso que Marx
denominó de “acumulación originaria”,
que, junto a la conquista y saqueo de América y a la apropiación del trabajo
femenino volcado en el cuidado (Federici, 2010), posibilitó el desarrollo del
capitalismo.
BIBLIOGRAFÍA
.-Federici,
Silvia, (2010) Calibán y la Bruja.
Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Buenos Aires, Tinta Limón.
.-Fernández
Durán, Ramón, y González Reyes, Luis (2014) En
la espiral de la energía. Historia de la humanidad desde el papel de la energía
(pero no sólo). 2 volúmenes. Madrid, Ecologistas en Acción.
.-Lipovetsky,
Gilles (1983) La era del vacío,
París, Collection Les Essais (N° 225), Gallimard.
Parte 2:
Fordismo y consumo de masas.
A lo largo de los tres siglos
que necesitó el capitalismo para consolidarse como sistema hegemónico -en el
sentido gramsciano-, se fue imponiendo la ley de la oferta y la demanda, en
detrimento de los gremios medievales, que durante siglos impidieron la
competencia. Y cambió el significado social del dinero, que ganó un
protagonismo central al tiempo que, progresivamente, se justificó el cobro de
interés, que había sido condenado durante siglos. Los sistemas políticos
europeos se tomaron más en serio la libertad que la igualdad y la fraternidad,
de la tríada de valores de 1789 (liberté,
égalité, fraternité), y la propiedad privada se erigió en el valor supremo
de las constituciones, mientras se expandían por Europa las ideas de Adam Smith
y John Locke.
El Estado, en su concepción moderna, apareció como garante último de la
reproducción del capital como eje ordenador de la sociedad; aunque, eso sí, no
exento de tensiones y contradicciones, pues los estados europeos debían -y
deben- sostener simultáneamente dos instituciones contradictorias: la
acumulación creciente de la riqueza económica y el mantenimiento, al menos
formal, de la democracia política.
El engranaje capitalista estaba en marcha, pero su despegue sólo fue
posible con la Revolución Industrial, que comenzó en la Inglaterra del siglo
XVIII y se profundizó y expandió el siglo siguiente, sobre todo, desde el
momento en que comenzaron a utilizarse los combustibles fósiles (Fernández
Durán y González Reyes, 2014). La ingente cantidad de energía que éstos
proveían, junto al desarrollo tecnológico, permitió el abaratamiento de los
procesos productivos y la expansión de la industria y, con ello, del consumo.
Entre los siglos XVIII y XIX, Europa y Estados Unidos asistieron a un
espectacular aumento de la producción: para el historiador Neil McKendrick, fue
la primera revolución consumista de la historia.
La consecuencia inmediata fue una profundización y aceleración de la
huella ecológica, es decir, el impacto ambiental generado por el consumo humano
en relación a la capacidad que tiene la tierra para regenerar esos recursos
utilizados. Sin embargo, la mayoría de la población seguía sumida en la
pobreza: son múltiples los relatos de las durísimas condiciones de la clase
obrera en las fábricas decimonónicas. Sólo en el siglo XX esto comenzó a
cambiar.
El fordismo supuso una auténtica revolución para las sociedades
capitalistas. Henry Ford, fundador de la Ford Motor Company, dio un vuelco a la
forma de producir -y, sobre todo, de consumir- con dos medidas: las líneas de
producción donde cada obrero realizaba una única tarea sencilla -como satiriza
Charles Chaplin en el filme Tiempos
modernos– y el salario de eficiencia de 5 dólares diarios al día, el doble
de lo que solía cobrar cualquier trabajador normal. La idea de Ford era que un
empleado satisfecho con sus condiciones laborales acaba siendo más productivo y
se ausenta menos del trabajo; su salud probablemente también mejorará y las
bajas serán más reducidas. Y, por si fuera poco, el propio trabajador se
convertía en un consumidor potencial de los productos fabricados por la empresa
(esto fue fundamental en el caso de Ford), por lo que se crea un círculo de
crecimiento.
Ford introdujo su salario de eficiencia en 1914. Pocos años después, en
la década de 1920, se produciría el gran impulso de la mercadotecnia y la
publicidad en Estados Unidos para fomentar el consumo, en una época en que los
trabajadores tenían más interés en reducir sus jornadas de trabajo que en ganar
poder adquisitivo (Rifkin, 1995). Fue entonces cuando se engrasó la maquinaria
del marketing: los comercios llamaron a “comprar
ahora” por el bien de la nación, las marcas sedujeron a los consumidores
para que adquirieran los últimos productos, que además fueron reorientados a un
público más general. Así la Coca Cola pasó de ser un remedio para el dolor de
cabeza a una bebida de consumo generalizado y la industria alimentaria inventó
nuevos hábitos como el de los cereales para el desayuno.
Fue lo que el periodista Edward Cowdrick llamó el Evangelio del Consumo,
en el que “el trabajador se ha convertido
en alguien más importante como consumidor que como lo es como productor”
(Glickman, 2009). Este Evangelio del Consumo, en el que la introducción del
crédito para los pequeños consumidores fue esencial, sobrevivió a la Gran
Depresión y la posterior II Guerra Mundial. En la sociedad estadounidense se
había instalado la nueva psicología del consumo; el American Dream de la casa, el automóvil y la cortadora de césped.
Tras la conflagración bélica y la implementación del Plan Marshall, esa
psicología consumista se expandió en Europa. Se abrían los Treinta Años Gloriosos del capitalismo (1945-1973), en los que
pareciera que las políticas expansionistas de J. M. Keynes podían frenar las
crisis de sobreproducción y subconsumo inherentes a los ciclos capitalistas a
través de medidas contracíclicas como inversión en infraestructuras para
impulsar el empleo y políticas monetaristas expansivas.
La crisis del petróleo de 1973 marcó el final de ese ciclo, pero el
abrupto aumento de los precios del petróleo no fue sino el detonante de un
proceso que se venía fraguando años antes: la mejora sostenida de los salarios
había reducido los márgenes de la ganancia y ponía en riesgo la acumulación del
capital que reproduce el sistema. El Estado de Bienestar fue progresivamente
desmantelado y sustituido por la ideología neoliberal: menos gasto social,
desregulación y privatizaciones. Un credo hecho a medida de las empresas
transnacionales, que se consolidaron en esta época como un actor cada vez más
protagonista de la vida económica y social.
BIBLIOGRAFÍA
.-Fernández
Durán, Ramón, y González Reyes, Luis (2014), En la espiral de la energía. Historia de la humanidad desde el papel de
la energía (pero no sólo). 2 volúmenes. Madrid, Ecologistas en Acción.
.-Glickman, Lawrence B. (2009), Buying Power: A History of Consumer Activism in America.
.-Rifkin, Jeremy (1995), The End of Work: The Decline of the Global Labor Force and the Dawn of
the Post-Market Era, Putnam Publishing Group.
Parte 3: La
revolución neoliberal. El neocapitalismo del consumo.
La transmutación del capitalismo a partir de los años 70 tuvo
profundas consecuencias psicosociales. Los años 80 y 90 asistimos al triunfo de
la ideología neoliberal. Eso supone el fin del modo de producción fordista,
pero también de las políticas keynesianas que, desde los años 30, se habían
consolidado en los llamados países “desarrollados”
-dejamos para otro día una reflexión sobre qué es eso del desarrollo- para neutralizar los efectos no deseados del mercado
capitalista. El triunfo del neoliberalismo es el triunfo del mercado
totalitario, donde no rige la ley de la competencia perfecta, sino la ley del más fuerte: El pez
grande se come al chico. Treinta años después, las “desregulaciones” de los gobiernos de orientación neoliberal dejaron
como resultado mercados oligopólicos en sectores tan estratégicos como la
alimentación o la energía. En el Norte y en el Sur global, los neoliberales
imponen su recetario: privatización de empresas públicas, desregulación de los
mercados financieros y reducción del gasto público. La consecuencia no se hizo
esperar en forma de un aumento obsceno de la desigualdad social: en 2014, el 1%
de la humanidad acumulaba el 48% de la riqueza global.
Progresivamente, el
primitivo capitalismo de producción se transformó en un neocapitalismo de
consumo en el que lo simbólico gana cada vez más importancia. El diseño y el marketing aportan el valor agregado al
producto, y de ahí que el resto de la cadena de producción, la menos rentable,
se vaya tercerizando, al tiempo que se deslocaliza hacia países con costes de
producción más baratos, se trate de las maquilas mexicanas o países del Sudeste
Asiático que compiten por el salario mínimo más barato; en paralelo, regiones
enteras, como América Latina, consolidan ese papel de proveedores de materias
primas que adquirieron durante la etapa colonial. Casi todo lo que consumimos
se produce muy lejos: desde el textil hasta los alimentos, la inmensa mayoría
de los productos que adquirimos hoy son “kilométricos”,
esto es, han recorrido miles de kilómetros, por mar o tierra, desde la zona
donde se extrajeron los materiales hasta la región donde fueron fabricados, y
de ahí, al punto de venta. Ese cambio sustancial en la economía global conlleva
multiplicar el transporte, y el resultado nos llega en forma de cambio
climático; pero esos costos no se incluyen en el balance de las empresas: son “externalidades negativas” que pagan
otros, no las corporaciones multinacionales que se benefician de los procesos
de deslocalización, tercerización y subcontratación.
Estas nuevas cadenas de
producción globalizadas responden a una estructura de dominación que algunos
denominan de neocolonialista y que, desde luego, deja ganadores y perdedores.
Los impactos sociales y ambientales del consumo tienen ahora una escala
planetaria y esa cadena es cada vez más difícil de trazar. Con la
deslocalización, el fetichismo de la mercancía llega a su cénit: las relaciones
humanas y con la naturaleza que están por detrás de nuestros actos de consumo
han sido invisibilizadas. En paralelo, las tasas de ganancia vuelven a
aumentar, y las desigualdades sociales, también, mientras el acceso al crédito
se convierte en el modo de sostener los niveles de consumo en un planeta donde
los salarios tienden a menguar y el desempleo, a aumentar.
Mientras tanto, la
obsolescencia programada se consolida como una norma antes que una excepción, y
surge también la “obsolescencia
percibida”, esto es, los consumidores tienden a pensar que un objeto queda
obsoleto no porque pierda su valor funcional, sino porque dejan de ser “atractivos”. El valor de lo nuevo se
impone y así lo fomenta la publicidad. Y la obsolescencia, cada vez más
acelerada, junto al crecimiento poblacional y al crecimiento exponencial del
consumo, sigue acelerando la huella ecológica hasta un punto insostenible. Lo
que en los años 70 era cosa de un puñado de ecologistas, o reivindicación de
pueblos originarios considerados “atrasados”,
a comienzos del siglo XXI se ha convertido en una realidad incuestionable: el
planeta Tierra está en riesgo y ello se debe, fundamentalmente, a la acción
humana.
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