Título
original:
El anarquista español que
robó el primer banco en Chile
Santiago, jueves 16 de julio de 1925. En calle San Diego,
oficina del Banco de Chile barrio Matadero, los empleados se disponen a
almorzar. De improviso, cinco sujetos armados penetran violentamente en la
sucursal. Uno de ellos, cubierto por un antifaz de cuero y portando un revólver
en cada mano, advierte con marcado acento español: “¡Manos arriba!, ¡Esto es un asalto!”. Los empleados, estupefactos,
lo toman a broma. Rompiendo la sonriente expectación, el enmascarado salta la
reja de bronce que separa las cajas del público y amenaza al cajero para que
entregue la plata.
Recogido el botín, la
banda corre a un taxi que espera a las puertas del banco. Sacudidos por el
timbre de la alarma, varios empleados se precipitan a la calle pidiendo
auxilio. En la excitación del momento el cajero Alfredo Muñoz se lanza,
impulsivo, a la parte trasera del taxi, sujetándose de la rueda de repuesto.
Otro audaz, su colega Manuel Moya Concha, agarra vuelo y se afirma a su lado.
Así parten, a toda velocidad, por calle San Diego al norte. Los forajidos se
percatan de la presencia de los imprevistos ocupantes y abriendo sendos forados
en el techo de lona, asoman sus armas y disparan. El cajero Muñoz es alcanzado
en la cabeza y rueda por el suelo. Moya Concha también cae y queda levemente
herido.
Al día siguiente, viernes
17 de julio de 1925, la prensa estalla en titulares de primera plana informando
del audaz asalto bancario. El motivo de tanta resonancia es que constituye el
primero ocurrido en la historia de Chile. Los periódicos reproducen los
testimonios de empleados y testigos, especulan sobre la identidad de los
asaltantes y se lanzan a investigar el caso. En vista de la falta de noticias
sobre la identidad de los hechores, los periodistas locales los bautizan como “Los Apaches”. Este apodo tribal
proviene del nombre de una banda de asaltantes que operó en Francia unos años
atrás y que, tal como los atracadores de la sucursal Matadero, utilizaban armas
de fuego, vehículos motorizados y mostraban una especial predilección por los
bancos. Chile ha entrado en la más moderna criminalidad.
Solo unos pocos iniciados
conocen la verdadera identidad de los asaltantes. El 9 de junio había arribado
a Valparaíso en el vapor “Oriana”
procedente de La Habana, un grupo de cuatro anarquistas españoles conocidos
como “Los Solidarios”: Buenaventura
Durruti, Gregorio Jover y los hermanos Francisco y Alejandro Ascaso. Fogueados
militantes de la acción directa, habían huido a Francia tras una fracasada
intentona revolucionaria que pretendió derribar a la dictadura fascista de
Primo de Ribera. Acosados por la policía francesa y sin recursos para continuar
la lucha revolucionaria, decidieron trasladarse a América, tierra de promisión,
con el objeto de eludir la persecución policial y recaudar fondos para la causa
anarquista. Su periplo, iniciado en Le Havre y tras breve escala en Nueva York,
incluyó sensacionales “expropiaciones”
de bancos y casas comerciales en Cuba y México. Una vez en Chile, se reunieron
con Gregorio Martínez “El Toto”, un
viejo camarada que los habría contactado con grupos anarquistas locales.
El militante anarquista
chileno Félix López relata como se presentó en su casa, tarde en la noche, su
compañero de la agrupación anarcosindicalista “Luz y Acción” Pedro Nolasco Arratia, para llevarlo rápidamente y
con el mayor sigilo a la sede de la agrupación anarquista internacional IWW
(Industrial Workers of the World) en Avenida Matta.
Ahí estaban los cinco
anarquistas españoles. De fuerte acento castizo, dos de ellos hablaron. Uno
pequeño, delgado, muy serio y muy nervioso. El otro alto, fornido, amistoso y
apasionado, lleno de carisma. El primero era Francisco Ascaso, el segundo
Buenaventura Durruti. Éste les dijo “Ustedes
están necesitados de fondos económicos. Nosotros vamos a conseguírselos”.
Los anarquistas chilenos ya tenían noticias de Durruti y sus compañeros.
Conocían su fama de audaces revolucionarios fogueados en la acción directa.
Pero los libertarios criollos nunca habían llegado tan lejos. Poseían una larga
experiencia en propaganda política, organización sindical, manifestaciones y
asonadas callejeras, pero jamás habían perpetrado asaltos y atentados. No es
difícil imaginar la compleja mezcla de inquietud y admiración que embargó a los
camaradas chilenos con el arribo del legendario grupo. Conjurando sus
aprehensiones, los españoles aclararon que a cambio de su ayuda no les pedirían
auxilio en hombres, tan solo requerían un mínimo de información muy precisa
para planificar las recuperaciones.
Pocos días después, una
tranquila y reposada tarde de domingo invernal, cuando los capitalinos se
entregan a la sobremesa y a la siesta, tres altos empleados del Club Hípico
conducen por calle 21 de Mayo los cuantiosos valores de las entradas de las
carreras del fin de semana. Estando a las puertas de la secretaría de la
administración, emerge de súbito un grupo de individuos que los amenazan
apuntándoles con sendos revólveres. Los empleados vislumbran a dos de los
asaltantes. Uno, de recia estatura; el otro bajo, cubierto con una bufanda gris
y que los apremia a entregar el dinero con un marcado acento extranjero. Es tan
insólita la escena, tan como de broma o comedia, que los empleados, tras salir
del estupor inicial y sin medir el peligro, extraen sus armas y repelen el
asalto a balazos. El plácido domingo se convierte en un infierno de plomo. Los
asaltantes, al verse rechazados, huyen en un automóvil que los aguardaba y que,
según los testigos, es muy similar al taxi del asalto al banco de Chile.
Las similitudes entre
ambos atracos confirma las sospechas policiales de hallarse ante una banda de
criminales profesionales, altamente peligrosos. La filiación aún es desconocida
y el modus operandi – uso de armas de
fuego, automóviles y elementos de enmascaramiento- enteramente novedoso. Estos
antecedentes orientan las pesquisas hacia la búsqueda de una banda
internacional. Se teme la infiltración a través de la cordillera de elementos
anarquistas, disolventes y maximalistas apresados en la Argentina por numerosos
crímenes.
Las pesquisas se han concentrado
en el barrio Avenida Matta, escenario del atraco y lugar que concentra una
importante población de individuos de filiación anarquista. La Sección de
Seguridad ha infiltrado sus lugares de reunión y ha activado a soplones,
informantes y agentes de incógnito. La prensa informa que la policía ya les pisa los talones y que han allanado una pensión
que los Apaches acababan de
desocupar.
Sin embargo, estas
informaciones no pasaban de ser meras especulaciones. Durruti y sus hombres
poseían larga experiencia en evasiones y clandestinidad. Conocedores del ciego
clasismo de las fuerzas de la ley, confundían a sus perseguidores asumiendo el
papel de elegantes burgueses, alojándose en los mejores hoteles y dándose la
gran vida. Por eso, para una nueva reunión entre los españoles y sus ayudistas
locales con el objeto de entregarles una parte del botín, los chilenos les
llamaron la atención por sus atuendos de finos caballeros. Durruti explicó que
tanta elegancia se debía a que querían pasar inadvertidos. Sus anfitriones no
pudieron reprimir la risa; su acento era tan marcado que los delataba de
inmediato. Durruti respondió riendo que, si les revelaban cualquier otra cosa,
probablemente ellos andarían por ahí con una cara de asombro aún más
sospechosa. No hubo más preguntas ni se dieron más explicaciones.
A la noche siguiente,
viernes 17 de julio, según declaraciones del señor Alfonso Infante, cajero de
Ferrocarriles del Estado y quien tenía a cargo la caja de remesas de la
Estación Alameda, cuando se dirigía a su casa en el sector de Providencia y
estando a mitad de la cuadra entre Seminario y Las Quintas, le salieron al paso
tres individuos “decentemente vestidos”,
quienes de improviso lo tomaron violentamente de los brazos y lo redujeron
utilizando, según dijo “hábiles llaves de
jiu jitsu”. Para su mayor sorpresa, los asaltantes no le extrajeron dinero
ni documentos. El motivo del extraño asalto se develó cuando el sujeto que lo
revisaba exclamó con acento extranjero: “No
lleva las llaves”. El objetivo de los hampones era, seguramente, atracar la
caja de los ferrocarriles de la Estación Central.
Advertida la policía,
redobló las guardias de los ferrocarriles y lanzó a sus sabuesos en busca de
los escurridizos Apaches.
La audacia y la impunidad
con que cometían sus asaltos, esa rara capacidad de atacar y desaparecer a un
ritmo vertiginoso, omnipresente, como si fueran una legión de espectros,
arrastró a la capital en una oleada de psicosis colectiva. Se les creyó ver en
todas partes. Los confundieron con comerciantes españoles, con elegantes
clientes extranjeros o con boxeadores retirados; se les supuso argentinos o
cubanos. Un experto en criminología acusó a un ex presidiario de apellido
Madriaza, quien coincidiría en sus rasgos fisiológicos, sociológicos y frenológicos
con el líder de Los Apaches. Agregó
el criminalista que los audaces asaltos eran producto de delincuentes chilenos,
declarándose orgulloso de la industria criminal nacional profesionalizada y un
decidido proteccionista de ésta.
Entre fines de julio y
principios de agosto, mientras la policía chilena se agotaba en estériles
pesquisas, Durruti y sus compañeros ya habían abandonado el país. El Toto se escabulló por Valparaíso
llevándose 47 mil pesos del atraco. Durruti, Jover y los hermanos Ascaso
cruzaron a Argentina portando pasaportes falsos. Allí perpetraron nuevos y
espectaculares asaltos. Finalmente, al verse acosados por los gendarmes, se
escurrieron a Montevideo donde, en el papel de millonarios, disimularon el
trato simple y campechano de Durruti haciéndolo pasar por exitoso futbolista.
Ya en Francia, utilizaron el dinero del robo al Banco de Chile en un atentado
contra el Rey Alfonso XIII de España, quien visitaba Francia. Capturados por
los franceses y pedidos en extradición por los argentinos, recién entonces las
autoridades chilenas conocieron la identidad de los escurridizos Apaches.
Durruti y sus camaradas
seguirían en la lucha revolucionaria por largo tiempo. Estallada la guerra
civil española, Durruti fue comandante de una célebre columna anarquista con la
cual llegó al rescate de Madrid cuando la capital se hallaba amenazada por los
franquistas. Durante el sitio, Durruti fue muerto por una bala misteriosa.
Elevado a la categoría de héroe popular, sus funerales fueron seguidos por una
muchedumbre gigantesca. Fue tanta la gente que quiso despedirlo, que el féretro
no pudo llegar hasta el cementerio y el entierro debió prolongarse hasta el día
siguiente. Por toda herencia, se le encontraron las siguientes posesiones: una muda
de ropa interior, dos pistolas, unos prismáticos y unos lentes de sol.
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