112 ANIVERSARIO DE LA HUELGA DE RÍO BLANCO:
HONRAR NUESTRA HISTORIA Y SER OBREROS CON DIGNIDAD
La
Voz del Anáhuac
enero
de 2019
Se cumplen ya 112 años de la Huelga de Río Blanco, parte entrañable de la
historia de los trabajadores mexicanos. Hecho que nunca olvidaremos. Tenemos el
honor de ser herederos del ejemplo digno, valiente de la clase obrera mexicana
que bajo la dictadura de Porfirio Díaz y la feroz explotación de los patrones
de esa época en que el capitalismo comenzaba a desarrollarse chorreando sangre,
se atrevieron a ir a la huelga para reclamar salarios justos, aún cuando estos
aún no eran reconocidos, pero que en términos de justicia les correspondían y
eran plenamente conquistables, justificados motivos de lucha, ejemplo que ya habían dado los obreros en otras geografías (París, 1871; Chicago, 1886).
Como forma de homenaje y de
preservar la memoria, hemos decidido reproducir aquí la crónica que de esta
huelga escribió John Kenneth Turner, misma que quedó integrada en el Capítulo
XI de su libro México Bárbaro:
Fragmento del Capítulo XI de México Bárbaro
En la línea del Ferrocarril Mexicano, que
trepa más de 150 kilómetros desde el puerto de Veracruz hasta 2,250 metros de
altura al borde del Valle de México, se encuentran algunas ciudades
industriales. Cerca de la cima, después de esa maravillosa ascensión desde los
trópicos hasta las nieves, el pasajero mira hacia atrás desde la ventanilla de
su vagón, a través de una masa de aire de más de 1,500 metros que causa
vértigo, y distingue abajo la más elevada de estas ciudades industriales -Santa
Rosa-, semejante a un gris tablero de ajedrez extendido sobre una alfombra
verde. Más abajo de Santa Rosa, oculta a la vista por el titánico contrafuerte
de una montaña, se halla Río Blanco, la mayor de estas ciudades, escenario de
la huelga más sangrienta en la historia del movimiento obrero mexicano.
A una altitud media entre las
aguas infestadas de tiburones del puerto de Veracruz y la meseta de los
Moctezuma, Río Blanco es un paraíso no sólo por su clima y paisaje, sino por
estar perfectamente situado para las manufacturas que requieren energía
hidráulica. En el Río Blanco se junta un pródigo abastecimiento de agua
procedente de las copiosas lluvias y las nieves de las alturas; con la
velocidad del Niágara, las corrientes bajan por las barrancas de la sierra
hasta la ciudad.
Se dice que el mayor orgullo del
gerente Hartington -inglés, de edad mediana y ojos acerados, quien vigila el
trabajo de seis mil hombres, mujeres y niños-, estriba en que la fábrica de
textiles de algodón de Río Blanco no sólo es la más grande y moderna en el
mundo, sino también la que produce mayores utilidades respecto a la inversión.
En efecto, la fábrica es grande.
De Lara y yo la visitamos de punta a punta; seguimos la marcha del algodón
crudo desde los limpiadores, a través de los diversos procesos y operaciones,
hasta que al fin sale en la tela cuidadosamente doblada con estampados de
fantasía o en tejidos de colores especiales. Incluso llegamos a descender cinco
escaleras de hierro, hacia las entrañas de la tierra, para ver el gran
generador y las encrespadas aguas oscuras que mueven toda las ruedas de la
fábrica. También observamos a los trabajadores, hombres, mujeres y niños.
Eran todos ellos mexicanos con
alguna rara excepción. Los hombres, en conjunto, ganan 75 centavos por día; las
mujeres, de $3 a $4 por semana; los niños, que los hay de siete a ocho años de
edad, de 20 a 50 centavos por día. Estos datos fueron proporcionados por un
funcionario de la fábrica, quien nos acompañó en nuestra visita, fueron
confirmados en pláticas con los trabajadores mismos.
Si se hacen largas 13 horas
diarias -desde las 6 a.m. hasta las 8, p.m.- cuando se trabaja al aire libre y
a la luz del sol, esas mismas 13 horas entre el estruendo de la maquinaria, en
un ambiente cargado de pelusa y respirando el aire envenenado de las salas de
tinte ... ¡qué largas deben de parecer! El terrible olor de las salas de tinte,
nos causaba náuseas, y tuvimos que apresurar el paso. Tales salas son antros de
suicidio para los hombres que allí trabajan; se dice que éstos logran vivir, en
promedio, unos 12 meses. Sin embargo, la compañía encuentra muchos a quienes no
les importa suicidarse de ese modo ante la tentación de cobrar 15 centavos más
al día sobre el salario ordinario.
La fábrica de Río Blanco se
estableció hace 16 años... ¡16 años!, pero la historia de la fábrica y del
pueblo se divide en dos épocas: antes de la huelga y después de la huelga. Por
dondequiera que fuimos en Río Blanco y Orizaba -esta última es la ciudad
principal de ese distrito político-, oímos ecos de la huelga, aunque su
sangrienta historia se había escrito cerca de dos años antes de nuestra visita.
En México no hay leyes de trabajo
en vigor que protejan a los trabajadores; no se ha establecido la inspección de
las fábricas; no hay reglamentos eficaces contra el trabajo de los menores; no
hay procedimiento mediante el cual los obreros puedan cobrar indemnización por
daños, por heridas o por muerte en las minas o en las máquinas. Los
trabajadores, literalmente, no tienen, derechos que los patrones estén
obligados a respetar. El grado de explotación lo determina la política de la
empresa; esa política, en México, es como la que pudiera prevalecer en el
manejo de una caballeriza, en una localidad en que los caballos fueran muy
baratos, donde las utilidades derivadas de su uso fueran sustanciosas, y donde
no existiera sociedad protectora de animales.
Además de esta ausencia de
protección por parte de los poderes públicos, existe la opresión gubernamental;
la maquinaria del régimen de Díaz está por completo al servicio del patrón,
para obligar a latigazos al trabajador a que acepte sus condiciones.
Los seis mil trabajadores de la
fábrica de Río Blanco no estaban conformes con pasar 13 horas diarias en
compañía de esa maquinaria estruendosa y en aquella asfixiante atmósfera, sobre
todo con salarios de 50 a 75 centavos al día. Tampoco lo estaban con pagar a la
empresa, de tan exiguos salarios, $2 por semana en concepto de renta por los
cuchitriles de dos piezas y piso de tierra que llamaban hogares. Todavía
estaban menos conformes con la moneda en que se les pagaba; ésta consistía en
vales contra la tienda de la compañía, que era el ápice de la explotación: en
ella la empresa recuperaba hasta el último centavo, que pagaba en salarios.
Pocos kilómetros más allá de la fábrica, en Orizaba, los mismos artículos
podían comprarse a precios menores; entre 25 y 75%; pero a los operarios les
estaba prohibido comprar sus mercancías en otras tiendas.
Los obreros de Río Blanco no
estaban contentos. El poder de la compañía se cernía sobre ellos como una
montaña; detrás, y por encima de la empresa, estaba el gobierno. En apoyo de la
compañía estaba el propio Díaz, puesto que él no sólo era el gobierno, sino un
fuerte accionista de la misma. Sin embargo, los obreros se prepararon a luchar.
Organizaron en secreto un sindicato: el Círculo
de Obreros; efectuaban sus reuniones, no en masa, sino en pequeños grupos en
sus hogares, con el objeto de que las autoridades no pudieran enterarse de sus
propósitos.
Tan pronto como la empresa supo
que los trabajadores se reunían para discutir sus problemas, comenzó a actuar
en contra de ellos. Por medio de las autoridades policíacas, expidió una orden
general que prohibió a los obreros, bajo pena de prisión, recibir cualquier
clase de visitantes, incluso a sus parientes. Las personas sospechosas de
haberse afiliado al sindicato fueron encarceladas inmediatamente, además de que
fue clausurado un semanario conocido como amigo de los obreros y su imprenta
confiscada.
En esta situación se declaró una
huelga en las fábricas textiles de la ciudad de Puebla, en el Estado vecino,
las cuales también eran propiedad de la misma compañía; los obreros de Puebla
vivían en iguales condiciones que los de Río Blanco. Al iniciarse el movimiento
en aquella ciudad -según informó un agente de la empresa-, ésta decidió dejar que la naturaleza tomase su
curso, puesto que los obreros carecían de recursos económicos; es decir, se
trataba de rendir por hambre a los obreros, lo cual la empresa creía lograr en
menos de 15 días.
Los huelguistas pidieron ayuda a
sus compañeros obreros de otras localidades. Los de Río Blanco ya se preparaban
para ir a la huelga; pero, en vista de las circunstancias, decidieron esperar
algún tiempo, con el objeto de poder reunir, con sus escasos ingresos, un fondo
para sostener a sus hermanos de la ciudad de Puebla. De este modo, las
intenciones de la compañía fueron frustradas por el momento, puesto que a media
ración, tanto los obreros que aún trabajaban como los huelguistas, tenían manera
de continuar la resistencia, pero en cuanto la empresa se enteró de la
procedencia de la fuerza que sostenía a los huelguistas poblanos, cerró la
fábrica de Río Blanco y dejó sin trabajo a los obreros. También suspendió las
actividades de otras fábricas en otras localidades y adoptó varias medidas para
impedir que llegara cualquier ayuda a los huelguistas.
Ya sin trabajo, los obreros, de
Río Blanco formaron pronto la ofensiva; declararon la huelga y formularon una
serie de demandas para aliviar hasta cierto punto las condiciones en que
vivían; pero las demandas no fueron atendidas. Al cesar el ruido de las
máquinas, la fábrica dormía al sol, las aguas del río Blanco corrían
inútilmente por su cauce, y el gerente de la compañía se reía en la cara de los
huelguistas.
Los seis mil obreros y sus
familias empezaron a pasar hambre. Durante dos meses pudieron resistir
explorando las montañas próximas en busca de frutos silvestres; pero éstos se
agotaron y después, engañaban el hambre con indigeribles raíces y hierbas que
recogían en las laderas. En la mayor desesperación, se dirigieron al más alto
poder que conocían, a Porfirio Díaz, y le pidieron clemencia; le suplicaron que
investigara la justicia de su causa y le prometieron acatar su decisión.
El presidente Díaz simuló
investigar y pronunció su fallo; pero éste consistió en ordenar que la fábrica
reanudara sus operaciones y que los obreros volvieran a trabajar jornadas de 13
horas sin mejoría alguna en las condiciones de trabajo.
Fieles a su promesa los huelguistas
de Río Blanco se prepararon a acatar el fallo, pero se hallaban debilitados por
el hambre, y para trabajar necesitaban sustento. En consecuencia, el día de su
rendición, los obreros se reunieron frente a la tienda de raya de la empresa y
pidieron para cada uno de ellos cierta cantidad de maíz y frijol, de manera que
pudieran sostenerse durante la primera semana hasta que recibieran sus
salarios.
El encargado de la tienda se rió
de la petición. A estos perros no les daremos ni agua,
es la respuesta que se le atribuye. Fue entonces cuando una mujer, Margarita
Martínez, exhortó al pueblo para que por la fuerza tomase las provisiones que
le habían negado. Así se hizo. La gente saqueó la tienda, la incendió después
y, por último, prendió fuego a la fábrica, que se hallaba enfrente.
El pueblo no tenía la intención
de cometer desórdenes; pero el gobierno sí esperaba que éstos se cometieran.
Sin que los huelguistas lo advirtieran, algunos batallones de soldados
regulares esperaban fuera del pueblo, al mando del general Rosalío Martínez,
nada menos que el subsecretario de Guerra mismo. Los huelguistas no tenían
armas; no estaban preparados para una revolución que no habían deseado causar;
su reacción fue espontánea y, sin duda, natural. Un funcionario de la compañía
me confió después que tal reacción pudo haber sido sometida por la fuerza local
de policía, que era fuerte. No obstante, aparecieron los soldados como si
surgieran del suelo. Dispararon sobre la multitud descarga tras descarga casi a
quemarropa. No hubo ninguna resistencia. Se ametralló a la gente en las calles,
sin miramientos por edad ni sexo; muchas mujeres y muchos niños se encontraron
entre los muertos. Los trabajadores fueron perseguidos hasta sus casas,
arrastrados fuera de sus escondites y muertos a balazos. Algunos huyeron a las
montañas, donde los cazaron durante varios días; se disparaba sobre ellos en
cuanto eran vistos. Un batallón de rurales se negó a disparar contra el pueblo;
pero fue exterminado en el acto por los soldados en cuanto éstos llegaron.
No hay cifras oficiales de los
muertos en la matanza de Río Blanco; si las hubiera, desde luego serían falsas.
Se cree que murieron entre 200 y 800 personas. La información acerca de la
huelga de Río Blanco la obtuve de muchas y muy diversas fuentes: de un
funcionario de la propia empresa; de un amigo del gobernador, que acompañó a
caballo a los rurales cuando éstos cazaban en las montañas a los huelguistas
fugitivos; de un periodista partidario de los obreros, que había escapado
después de ser perseguido de cerca durante varios días; de supervivientes de la
huelga y de otras personas que habían oído los relatos de testigos
presenciales.
- Yo
no sé a cuántos mataron -me
dijo el hombre que había estado con los rurales-, pero
en la primera noche, después que llegaron los soldados, vi dos plataformas de
ferrocarril repletas de cadáveres y miembros humanos apilados. Después de la
primera noche hubo muchos muertos más. Esas plataformas -continuó- fueron
arrastradas por un tren especial y llevadas rápidamente a Veracruz, donde los
cadáveres fueron arrojados al mar para alimento de los tiburones.
Los huelguistas que escaparon a
la muerte, recibieron castigos de otra índole, apenas menos terribles. Parece
que en las primeras horas del motín se mataba a discreción sin distinciones;
pero más tarde se conservó la vida de algunas personas entre las que eran
aprehendidas. Los fugitivos capturados después de los primeros dos o tres días
fueron encerrados en un corral; 500 de ellos fueron consignados al ejército y
enviados a Quintana Roo. El vicepresidente y el secretario del Círculo de Obreros fueron ahorcados y la mujer que agitó
al pueblo, Margarita Martínez, fue enviada a la prisión de San Juan de Ulúa.
Entre los periodistas que
sufrieron las consecuencias de la huelga están José Neira, Justino Fernández,
Juan Olivares y Paulino Martínez. Los dos primeros fueron encarcelados durante
largo tiempo; el último fue torturado hasta que perdió la razón. Olivares fue
perseguido durante muchos días; pero logró evadir la captura y pudo llegar a
los Estados Unidos. Ninguno de los tres primeros tenía relación alguna con los
desórdenes. En cuanto a Paulino Martínez, no cometió otro delito que comentar
de modo superficial sobre la huelga en favor de los obreros, en su periódico
publicado en la Ciudad de México, a un día de ferrocarril desde Río Blanco.
Nunca se acercó en persona a las acontecimientos de Río Blanco, ni se movió de
la capital; sin embargo, fue detenido, llevado a través de las montañas hasta
aquella población y encarcelado, se le mantuvo incomunicado durante cinco meses
sin que fuera formulado cargo alguno en su contra.
El gobierno realizó grandes
esfuerzos para ocultar los hechos de la matanza de Río Blanco; pero el
asesinato siempre se descubre. Aunque los periódicos nada publicaron, la
noticia corrió de boca en boca hasta que la nación se estremeció al conocer lo
ocurrido. En verdad se trató de un gran derramamiento de sangre; sin embargo,
aun desde el punto de vista de los trabajadores, no fue totalmente en vano ese
sacrificio; la tienda de la empresa era tan importante, y tan grande fue la
protesta en su contra, que el presidente Díaz concedió a la diezmada banda de
obreros que se clausurase. De esta manera, donde antes había una sola tienda,
ahora hay muchas y los obreros compran donde quieren. Podria decirse que al
enorme precio de su hambre y de su sangre los huelguistas ganaron una muy
pequeña victoria; pero aún se duda de que sea así, puesto que en algunas formas
los tornillos han sido apretados sobre los obreros mucho más duramente que
antes. Se han tomado providencias contra la repetición de la huelga, las
cuales, en un país que se dice República democrática, son para decirlo con
suavidad: asombrosas.
Tales medidas preventivas son las
siguientes:
1) una fuerza pública de 800
mexicanos -600, soldados regulares y 200 rurales-, acampada en terrenos de la
compañía;
2) un jefe político investido de
facultades propias de un jefe caníbal.
La vez en que De Lara y yo
visitamos el cuartel, el chaparro capitán que nos acompañó nos dijo que la
empresa daba alojamiento, luz y agua a la guarnición y que, a cambio de ello,
las fuerzas estaban de manera directa y sin reservas a disposición de la
compañía.
El jefe político es Miguel Gómez;
lo trasladaron a Río Blanco desde Córdoba, donde su habilidad para matar, según
se dice, había provocado admiración en el hombre que lo designó: el presidente
Díaz. Respecto a las facultades de Miguel Gómez, no habría nada mejor que citar
las palabras de un funcionario de la compañía, con quien De Lara y yo cenamos
en una ocasión:
- Miguel Gómez tiene órdenes directas
del presidente Díaz para censurar todo lo que leen los obreros y para impedir
que caigan en manos de ellos periódicos radicales o literatura liberal. Más
aún, tiene orden de matar a cualquiera de quien sospeche malas intenciones. Sí,
he dicho matar. Para eso Gómez tiene carta blanca y nadie le pedirá cuentas. No
pide consejo a nadie y ningún juez investiga sus acciones, ni antes ni después.
Si ve a un hombre en la calle y le asalta cualquier caprichosa sospecha
respecto de él, o no le gusta su manera de vestir o su fisonomía, ya es
bastante: ese hombre desaparece. Recuerdo a un trabajador de la sala de tintes,
que habló con simpatía del liberalismo; recuerdo también a un devanador que
mencionó algo de huelga; ha habido otros... muchos otros. Han desaparecido
repentinamente; se los ha tragado la tierra y no se ha sabido nada de ellos;
excepto los comentarios en voz baja de sus amigos.
Desde luego, por su propio origen
es imposible verificar esta afirmación; pero vale la pena hacer notar que no
proviene de un revolucionario.
Es claro que los obreros
sindicalizados de México son los mejor pagados, con gran diferencia respecto de
los demás trabajadores del país. Debido a la oposición tanto de los patrones
como del gobierno, así como a la profunda degradación de la que el mexicano
necesita salir antes que pueda recoger los frutos de la organización, el
sindicalismo en México está todavía en su infancia. Aún está en pañales; bajo
las actuales circunstancias; su crecimiento es lento y está rodeado, de grandes
dificultades. Hasta ahora no existe una federación mexicana de trabajadores.
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