Cada que se coman una fresa piensen en el esfuerzo, en el
sufrimiento de los jornaleros
Juliana
Fregoso
03
abril, 2015
El caso de
los jornaleros de San Quintín, en Baja California, nos remite al “México profundo”, aquel que nunca se ha
ido porque en el país se sigue practicando la esclavitud en distintas formas.
Esta esclavitud sin cadenas poco refleja del país moderno que se intenta vender
en los discursos oficiales; sólo nos muestra que, simple y sencillamente,
seguimos siendo una nación subdesarrollada.
“Cada que se coman una fresa piensen en el
esfuerzo, en el sufrimiento de los jornaleros”. Con esta
frase, Fidel, un jornalero de los campos de San Quintín, en Baja California,
lanzó un mensaje sobre cómo en un México que se precia de ser moderno y una de las economías más avanzadas del mundo, se sigue practicando
la esclavitud. Tal vez no en la misma forma que en siglos pasados, pero sí en
otras figuras como la trata o la de los trabajadores del campo.
San
Quintín no destapó la cloaca porque simple y sencillamente la figura del
jornalero siempre ha estado ahí, pero es uno de esos casos en los que todos
quieren hacer como que no los ven y no los oyen o incluso habrá quien diga que
los 100 o 120 pesos que reciben por jornadas de 12 horas en los campos de fresa
son más que un salario mínimo.
En
este caso no sólo es la paga sino también las condiciones de explotación,
inseguridad e insalubridad en las que viven estos trabajadores agrícolas y sus
familias. Permitir que en el país aún se sigan dando casos como éstos es
remitirnos al “México profundo” que
realmente nunca se ha ido, a ese México en el que los trabajadores henequeneros
eran azotados a latigazos, a ese México en el que los trabajadores cañeros
viven en barracas, sin baños y a merced de una serie de enfermedades. En pocas
palabras, un México que no se refleja en el discurso oficial de reformas
estructurales, progreso y la búsqueda de acceso a las mejores tecnologías.
El
más reciente Informe Global sobre
Esclavitud en el Mundo ubica a México como el cuarto país de la región con
el mayor número de personas que viven en esta situación, con aproximadamente
267,000.
La
esclavitud en territorio azteca es más alta que en países como Jamaica,
Trinidad y Tobago y Barbados, por mencionar algunos. El mismo documento detalla
que la población más vulnerable a esta condición son los niños, quienes no sólo
son usados para trabajos domésticos o tráfico de drogas, sino también para las
labores en el campo.
Para
la UNICEF, los hijos de los jornaleros son un grupo especialmente vulnerable.
Cifras del organismo revelan que 44% de los hogares de trabajadores agrícolas
tenían al menos un niño o niña, quienes aportaban en promedio 41% del ingreso
familiar.
Un
elemento que hace más vulnerable a este segmento de la población es que 44.9%
de las familias jornaleras, en las que el trabajo infantil es una constante,
son indígenas que poco conocen sobre la entidad a la que van a viajar.
Antes
de San Quintín, la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) rescató a
200 jornaleros de Chihuahua, Sinaloa y Guerrero que trabajaban en condiciones “inhumanas” en el municipio de Comondú,
en Baja California Sur.
Los
trabajadores y sus familias vivían en chozas provisionales elaboradas con
ramas, hules y costales, en medio de basura y lodo, con poca agua y baños sucios.
En
2013, gracias a una denuncia anónima, la misma STPS rescató en los municipios
de Atenguillo y Mascota, Jalisco, a 15 adultos y 30 niños que vivían en chozas
construidas con palos y plásticos negros sobre la tierra, sin drenaje ni
letrinas, sin agua potable ni luz eléctrica. Todos trabajaban en la pizca de
chile.
Ahora
que los movimientos de la sociedad civil están de moda, tal vez no sería mala
idea que los consumidores empezaran a boicotear los productos de aquellas
empresas que explotan, humillan y, en no pocos casos, abusan sexualmente de los
trabajadores del campo. Tal vez cuando el efecto llegue a los bolsillos de las
compañías, el tratar mejor a los jornaleros no les parecerá tan mala idea.
Más allá de la crisis en San Quintín
Juliana Fregoso
28 abril, 2015
El paro de jornaleros en el Valle
de Baja California es una señal de alerta que puede tener consecuencias más
allá de lo que significa un conflicto laboral. Se trata de una crisis que
involucra desde el respeto a las garantías de los trabajadores del campo hasta
el derecho constitucional de los mexicanos a la alimentación. Si las
autoridades correspondientes dejan que esto crezca, el precio lo pagarán
millones de mexicanos.
El fin de semana los
jornaleros de San Quintín, en Baja California, anunciaron un paro indefinido de
labores, luego que sus patrones se negaran a pagarles 200 pesos diarios, es
decir, alrededor de 1,000 pesos a la semana o 4,000 pesos por mes, lo que los
dejaría por debajo del ingreso ideal de 6,000 pesos mensuales que alguna vez
describió el ex secretario de Hacienda y Crédito Público Ernesto Cordero como una
media perfecta para que una familia viviera con comodidades.
Pero lo que no se ha visto o
analizado es que este problema va más allá de lo que pasa en el valle
bajacaliforniano o en las historias de terror detrás de los jornaleros que son
explotados en 19 estados del país.
La ecuación es muy sencilla:
si no se mejoran las condiciones de la gente que trabaja en el campo, pronto no
habrá quien haga esas labores, lo que podría agudizar la insuficiente
producción de alimentos que se requiere para darle de comer a los 122.3
millones de personas que habitamos este país –según el último conteo del Banco
Mundial (BM).
La consecuencia inmediata de
una falta generalizada de productos agrícolas sería un alza generalizada de
precios, un lujo que no nos podemos dar en un México en el que 53.3% de la
población no tiene acceso a la canasta básica y en el que un kilo de uva blanca
alcanzó este fin de semana un precio de 113 pesos en algunos supermercados de
la capital del país.
La autosuficiencia
alimentaria para un país no sólo es una cuestión de economía sino también de
justicia social, ya que el derecho a la comida lo establece la Constitución;
sin embargo, desde hace más de tres décadas la Carta Magna se convirtió en
letra muerta, en lo que a este punto se refiere.
Habrá quien le eche la culpa
a la falta de tecnología, otros a la globalización y, por supuesto, también al
clima y la mala suerte, pero lo cierto es que México está muy por encima de la
línea de importación de alimentos que recomienda la Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que es de 25%.
Actualmente compramos al
exterior 45% de los que se consume, es decir, casi la mitad de lo que comemos
los mexicanos viene de otras naciones.
A mediados de los noventa,
cuando apenas entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del
Norte (TLCAN), México importaba algo así como 1,800 millones de dólares en
alimentos, alrededor del 10% de lo que se consumía entonces. Para 2013 la cifra
había crecido hasta 24,000 millones de dólares anuales. Y de continuar a este
ritmo, distintos estudios prospectivos alertan que en 19 años podríamos llegar
a los 250,000 millones de dólares.
Los números hacen que a
cualquiera se le pongan los ojos cuadrados, sobre todo si se toma en cuenta que
en 2013 la bolsa del BM para dar ayuda sanitaria era de 8,700 millones de
dólares para 65 países.
Tan sólo en el caso del
maíz, un grano del que México es lugar de origen y que sirve para medio
alimentar a las familias pobres del país, el gobierno compra 30% de lo que se
consume cada año, y aunque en los mercados de futuros el precio ha ido a la
baja, en el 2030 un kilo de tortilla tal vez podría costarnos lo mismo que un
kilo de pollo.
El tema de San Quintín abre
muchos frentes para las distintas autoridades, y ya hace tiempo que nos dimos
cuenta que la importación no es la solución para calmar el hambre. El tema de
este valle en Baja California, si no se atiende como debe ser, puede convertir
en una bola de nieve que crezca y al caer se lleve a su paso a funcionarios de
todos los niveles.
En San Quintín
quieren cambiar el modelo sindical agrícola
Juliana
Fregoso
06
marzo, 2017
El nuevo Sindicato de Jornaleros Agrícolas de San
Quintín abre la discusión sobre el tipo de gremio que es necesario en México
para sacar a los trabajadores del surco de su ancestral pobreza e historia de
violaciones a sus derechos fundamentales.
El cambio va
más allá de agruparse; también tiene que ver con el modelo de campo que tenemos
y el tipo de empresario que encabeza las empresas del sector agrícola.
Hace unas
semanas, en un conversatorio junto con el líder sindical de los jornaleros
agrícolas de San Quintín, en Baja California, en la Fundación Friedrich Ebert
México, analizábamos el rumbo que debe tomar el movimiento campesino para
solucionar las condiciones de pobreza, marginación y explotación que
históricamente han vivido los 3.5 millones de jornaleros agrícolas que hasta
2013 estaban contabilizados en el país, según un diagnóstico del Centro de
Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan.
El modelo de
sindicato, tal y como existe ahora, tal vez no sea lo más adecuado para darles
certeza y mejores condiciones de trabajo al 90% de los jornaleros que
desarrollan sus actividades sin un contrato formal, al 72.3% que gana por
jornal o día de trabajo, y al 23.8% que recibe su pago a destajo.
Se necesita un
modelo que no solamente recupere el respeto a sus derechos humanos sino que les
garantice el acceso a la seguridad social, principalmente por la exposición que
continuamente tienen a los químicos.
Pero también
un modelo que no permita el trabajo infantil en el campo. Para muchas familias
de jornaleros, el hecho de que los niños, en lugar de trabajar, tengan que ir a
la escuela para terminar al menos la educación básica, seguramente representará
una gran pérdida en el ingreso familiar, pero sólo de esta manera puede
romperse con un ciclo de explotación y marginación que, en algunos casos, ha
derivado en situaciones de esclavitud como se vio en Jalisco y Guanajuato.
Muchos dirán
que si los niños siguen estudiando, ya cumplida la mayoría de edad no querrán
trabajar en los campos; efectivamente, la posibilidad existe, lo que lleva a
plantear un modelo que va más allá de la sindicalización.
Se trata de un
modelo que no sólo garantice el respeto a los derechos laborales del jornalero,
sino también su profesionalización y el acceso a la tecnología por parte de las
empresas para las que trabajan.
Eso nos lleva
a un nuevo modelo de campo, que sea casi equiparable a las famosas “farmers unions” de Estados Unidos o las
grandes empresas del sector agropecuario.
Llegar a esos
niveles, tanto de un lado como del otro puede llevar décadas, y aunque en el
caso de San Quintín su afiliación es la Unión Nacional de Trabajadores (UNT)
–que agrupa a sindicatos independientes–, esta organización también necesita
una revisión exhaustiva en cuanto a las condiciones de trabajo que negocia con
sus agremiados.
Lograr una
transformación de los sindicatos y del sector agropecuario en general, al menos
en el mediano plazo, es como entrar a un laberinto en el que siempre saldremos
al mismo lugar, simple y sencillamente porque esta búsqueda lleva sexenios
enteros sin que se llegue a una salida distinta.
Según su
líder, Lorenzo Rodríguez, el Sindicato de Trabajadores Jornaleros de San
Quintín no se dejará comprar por el mejor postor, ha puesto una serie de
candados para que sus representantes no se eternicen en los puestos y están
haciendo una serie de alianzas con organizaciones similares de Estados Unidos,
a fin de conseguir mejores condiciones laborales para sus agremiados.
Se les
reconoce, primero, el hecho de que estén unidos y hayan llegado a un consenso;
segundo, que se salgan de la caja y tengan la inquietud de conocer otros
modelos de sindicatos de jornaleros, también el que busquen cambiar la
mentalidad de la gente que trabaja en el surco. La pregunta es: ¿quién va a
cambiar el modelo de campo mexicano que los mantiene en la situación de
vulnerabilidad que los llevó a iniciar todo un movimiento en 2015?
Por otra parte
subrayó que en México se estima que 405,712 familias están en permanente
movimiento entre sus zonas de origen y las zonas a las que migran.
La Encuesta
Nacional de Jornaleros Agrícolas (ENJO), realizada por la Secretaría de
Desarrollo Social en 2009 en el país, señala que cerca de 2 millones 40,414
personas, de manera temporal o permanente, realizan actividades de agricultura
en diferentes zonas o campos agrícolas de la República Mexicana.
La encuesta
también señala que tres de cada cinco, es decir, 58.5% de jornaleros agrícolas
que migran, provienen de municipios de muy alta o alta marginación, que se
encuentran principalmente en Chiapas, Guerrero, Oaxaca y Veracruz, y en menor
proporción en Chihuahua, Durango, Puebla, San Luis Potosí y Nayarit.
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