El Salvador: Actualidad y valores de Monseñor Oscar Arnulfo Romero
América
Latina en Movimiento
27/03/2017
Nota introductoria (y fe de erratas)
En este mes de marzo, en el marco de la conmemoración
del XXXVII Aniversario del asesinato de Monseñor Romero –y en el marco del
proceso de su proclamación como santo por parte del Vaticano- es importante reafirmar
la actualidad de Monseñor Romero en estos tiempos tan necesitados de referentes
culturales y morales de envergadura. Exploramos aquí, pues, los valores de
Monseñor Romero y reflexionamos sobre asuntos que lo hacen actual en una época
distinta a aquella en la que él realizó su magisterio y ofrendó su vida.
En este texto se continúa
una línea de reflexión en la cual se trató el papel de Monseñor Romero como
educador (Ver, “Monseñor Romero,
educador”, publicado en las revistas digitales Avances, América Latina en Movimiento e Insurgencia Magisterial) a propósito del cual es de
rigor hacer mención a algunas erratas evidentes que aparecen en ese escrito.
Así, en el quinto párrafo, tercera línea, debe decir “una y otra vez”; y en ese
mismo párrafo la palabra correcta es “savia”
(no “sabia”, que aparece dos veces de
forma incorrecta). Mis disculpas sinceras a los lectores y lectoras por esos
errores y otros que seguramente se me han escapado.
Los valores de Monseñor Romero
Desde el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero,
el 24 de marzo de 1980, este mes se ha convertido, año con año, en un espacio
para la reflexión, el recuerdo y la actualización del legado del Arzobispo
mártir. Se trata de un legado, el suyo, rico en implicaciones de todo tipo:
socio-políticas, históricas, educativas y morales. Es esta última dimensión del
legado de Mons. Romero que quiero destacar en estas páginas.
Creo necesario y urgente
reflexionar sobre los valores que Monseñor Romero abanderó y que marcaron
su desempeño como Arzobispo de San Salvador en los convulsivos años setenta
hasta su muerte, en marzo de 1980. Que se entienda mi enfoque: no es una
preocupación moralista o moralizadora la que me lleva a abordar el tema de los
valores en Monseñor Romero, sino una preocupación por el deterioro de
referentes morales fundamentales que acusa nuestra sociedad, en sus diferentes
ámbitos privados y públicos.
Y es que los valores
de Monseñor Romero que me interesa destacar son esos valores
fundamentales de su quehacer como pastor y como ciudadano consciente de sus
obligaciones en un país atravesado por graves conflictos y desigualdades
socio-económicas. No voy a repetir lo que se ha dicho en muchas ocasiones sobre
su fidelidad a la verdad y su compromiso con la justicia, sino que voy a
prestar atención a valores de los que poco que se habla, pero que son centrales
para entender la magnitud de su figura moral.
a.- Conciencia de las propias
obligaciones ante los demás. Este es el primer valor que yo veo en Mons. Romero.
Los valores son un asunto de conciencia, es decir, de convicción íntima
acerca de lo que es bueno y malo, humano e inhumano. Poseer la
convicción de que estamos obligados ante los demás –sus problemas,
necesidades, miserias—constituye un valor de primera importancia. Un valor que
Monseñor Romero poseyó sin lugar a dudas y que se tradujo en una praxis de
compromiso con los otros.
b.- La dignificación de
los otros, especialmente de las víctimas de abusos de los poderosos. La obligación con los demás (con los otros)
tuvo en Monseñor Romero una clara dirección: trabajar por su dignificación, lo
cual suponía un compromiso con su humanización. Monseñor Romero
privilegió, en su labor humanizadora, a quienes eran violentados en su
humanidad por estructuras de poder injustas y excluyentes. No es otro el
sentido de la expresión “opción
preferencial por los pobres” que Monseñor Romero –inspirado en
Medellín y Puebla- hizo suya y tradujo a la realidad salvadoreña.
c.- La búsqueda de coherencia
entre la palabra y la acción. Nada más difícil que esa coherencia, sobre todo en los tiempos
actuales cuando está de moda obrar de espaldas a lo que se predica.
Monseñor Romero se esforzó por hacer que su predicación sobre la
dignificación de las víctimas no fuera sólo retórica, sino que su quehacer
pastoral estuviera en sintonía con aquélla. Eso tuvo costos para él,
siendo el mayor de ellos la pérdida de su vida. Y es que la coherencia entre
palabra y acción, cuando ambas apuntan a lograr una mayor justicia,
está mal vista por los poderosos de todos los tiempos. Por el lado
contrario, la incoherencia es bien vista y, más aún, es fomentada a través
del chantaje y los favores económicos y políticos.
d.- Mirar la realidad del
país desde quienes están en peor situación, es decir, desde las
víctimas. Lo normal en
la época de Monseñor Romero (y en la nuestra) es que desde los círculos de
poder económico, político y religioso la realidad se viera desde quienes
estaban en la cima de la pirámide social. Monseñor Romero hizo lo opuesto y
desafió a los poderosos a que miraran a las víctimas y que desde ellas
juzgaran al país que teníamos. Por supuesto que no lo hicieron; pero
Monseñor Romero lo hizo y su juicio fue severo: El Salvador estaba edificado
sobre la miseria y la exclusión de la mayor parte de sus miembros. El
país construido desde los intereses de los poderosos era un
país inhumano.
e.- Enjuiciar la realidad
nacional con una palabra firme y clara. En nuestro tiempo otra de las modas es la ambigüedad
en lo que se dice, no sólo para ser “políticamente
correctos”, sino para quedar bien con todos y que nadie pueda
reprocharnos una expresión ofensiva o cuestionadora. En tiempos de
Monseñor Romero, la moda no era la ambigüedad en lo que se decía, sino la
proclamación contundente de mentiras sobre la pobreza, la violencia y la
injusticia. Monseñor Romero, a sabiendas de que afirmar lo contrario a lo
proclamado por los poderes de turno era peligroso, lo hizo. Sin ambigüedades,
llamó a las cosas por su nombre y lo hizo de tal forma que todos
entendieron lo que quería decir.
f.- Por último, no
ambicionar poder ni riquezas. No se tiene que
perder de vista que Monseñor Romero estuvo la cúspide del poder católico
nacional. Desde ahí, el acceso a bienestar material, privilegios, bienes y
demás cosas que simbolizan una vida placentera estaban al alcance de su
mano. Lo más fácil y que pocos hubieran visto mal era optar por los
privilegios del cargo y trabajar por escalar más en la jerarquía de
poder eclesial internacional. Pero este buen hombre no hizo eso; no
pensó que tener riquezas, privilegios y poder fueran una opción de
vida para él.
No sé cómo verán a
Monseñor Romero quienes creen que lo que se tiene que buscar en cualquier cargo
público es la acumulación de riquezas, pero desde un punto de vista ético su
lección es mayúscula: envidiar a los ricos y querer ser como ellos no es bueno
ni recto, pues eso es una bofetada a quienes –una mayoría de salvadoreños-
viven en la miseria y en la exclusión.
En definitiva, Monseñor
Romero fue un hombre de sólidos valores humanos y humamizadores. Los valores de
él que he destacado nos son ajenos o por lo menos sólo son cultivados por un
puñado de gente de buena voluntad, gente a la que se suele ver como idealista,
ingenua y al margen del pragmatismo imperante hoy en día. Sin embargo, de lo
que se trata es de reivindicarlos como algo necesario para construir una mejor
sociedad, en la cual el oportunismo y el aprovecharse de los demás sea algo
inaceptable en la conciencia de cada cual.
Actualidad de Monseñor Romero
El siglo XXI avanza rápido no sólo en términos
cronológicos, sino en términos económicos, sociales, culturales y
medioambientales. Cambios de distinta índole su suceden por doquier; la llamada
“sociedad líquida” pareciera haberse
impuesto definitivamente. Vivimos, pues, unos “tiempos líquidos” en los cuales la fugacidad de los
acontecimientos, más que su estabilidad y permanencia, es lo más normal en la
vida de las personas.
La cultura actual, la
cultura predominante, es la que mejor expresa y refuerza esta dinámica de
cambio permanente. El “ir de prisa”
en pos del éxito fácil es su marca más característica. Nunca como en nuestra
época se valora tanto la rapidez y se desprecia en igual medida la lentitud.
Pararse, detenerse, hacer un alto, tomar distancia… Nada peor que esto para
frenar el ritmo de los procesos, el ritmo de la cotidianidad, el ritmo de los
comportamientos y decisiones.
De aquí el movimiento
incesante de personas y cosas, de opiniones, modas y gustos. Quien más se
mueve, quien avanza más de prisa que los demás, alcanzará antes que ellos y
ellas cualquier meta pero, después de todo, la meta es lo de menos, porque la
misma también es algo volátil, algo que una vez que se alcanza pierde sentido
al ser obsoleto ante aquello que lo ha desplazado.
En la sociedad líquida, así
como unas personas desplazan a otras, al ir más rápido que ellas, unas cosas
desplazan otras (como sucede con los nuevos modelos de teléfonos celulares que
desplazan incesantemente a los antiguos, que eran “nuevos” apenas ayer). Este estar en viviendo en velocidad, de
prisa, desplazando a quienes aparecen en el camino como un obstáculo a vencer,
erosiona la convivencia social, al introducir prácticas agresivas y violentas
en las relaciones sociales. Este es el efecto inmediato y cotidiano del ir a
toda prisa haca cualquier parte.
Pero hay otros efectos de
mediano y largo plazo. Uno de los más graves es la pérdida de perspectiva de lo
que es importante y de lo que es secundario en la realización personal,
familiar y social. Lo más inmediato y fácil se convierte en lo más importante.
Los proyectos que exigen miradas de largo plazo, compromisos y disciplina se
pierden de vista. El ahora es lo único que cuenta.
Se pierde de vista la
solidaridad y la cooperación, sin las cuales una sociedad decae en la anomia y
la pérdida de sentido de sus miembros. En una sociedad en la que “llegar primero” es lo más valorado,
quienes se rezagan son despreciados, son vistos como “perdedores” y “fracasados”.
Lo cual quiere decir que no deben ser objeto de atención y protección, sino de
rechazo y condena.
En una visión competitiva de
la vida, como la que alimenta la cultura neoliberal, el bien común y la opción
por las víctimas brilla por su ausencia. Cuenta el éxito propio, que se ostenta
y se publicita para que no quede dudas de quién ha ganado en la competencia
social y económica.
En fin, la cultura de lo
vertiginoso, la cultura del vértigo producido por el cambio incesante en las
relaciones personales y en las cosas, tiene una fuerte presencia en las
sociedades actuales. Marca los comportamientos y las prácticas sociales,
generando graves daños al tejido social.
¿Podemos encontrar algo en
Monseñor Romero que nos ayude a plantarnos de otra manera ante esta cultura de
lo líquido, lo inmediato y lo fácil?
Por supuesto que sí. Hay
muchas ayudas para ello en su labor pastoral y en su obra político-teológica.
Mencionemos tres.
1.- La primera es la de hacer los
necesarios altos en el camino para tomar distancia de los acontecimientos y no
dejarnos arrastrar por ellos. Cuánta falta hace en la conciencia ciudadana el hábito del “alto en el camino” y la meditación
acerca de cómo se está parado en la realidad.
No tomar una
mínima distancia de los acontecimientos y no meditar sobre nuestras acciones,
supone ser arrastrados por dinámicas en las cuales deberíamos intervenir. Mons.
Romero manejó con maestría el hábito de la toma de distancia, el alto en el
camino y la meditación sobre las propias acciones.
2.- La segunda ayuda que nos puede
dar Monseñor Romero es la de ensañarnos a establecer prioridades en nuestra
vida, pero no cualesquiera prioridades, sino aquellas que
ponen en primer lugar la dignidad de las personas, y principalmente de las más
débiles y vulnerables. Definitivamente, no todo da igual en la vida de las
personas; no todos las metas personales y sociales son equivalentes.
Hay metas
más importantes que otras, y entre las primeras –como enseñó Monseñor Romero-
las que cuentan son aquellas que hacen que la vida y dignidad de los pobres y
desposeídos sea menos miserable.
3.- Y en tercer lugar, Monseñor
Romero también nos enseña que el éxito fácil, simbolizado en riqueza y
ostentación, no es una aspiración que debe ser fomentada socialmente, sino que
al contrario debe ser contenida y criticada.
Y es que si se la deja florecer sus efectos son nocivos para la sociedad, por
las dinámicas de abuso, desprecio y agresividad que genera entre sus miembros.
En Monseñor
Romero hay una ética cívica de la cual casi nadie habla, pero
que es invaluable en un país como este, tan erosionado moralmente.
He mencionado apenas tres
aspectos de esa ética cívica, pero no cabe duda que en la obra de Mons. Romero
hay muchos más elementos en ese rubro que están a la espera de ser destacados y
puestos al servicio de un cambio moral-cultural en El Salvador.
(*) Luis
Armando González es
Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO,
México. Docente e investigador universitario.
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