30/05/2013
Creo que todos hacemos política
todo el tiempo. En la vida cotidiana, aunque no lo sepas, estás todo el tiempo
eligiendo entre la libertad y el miedo
Cada
tarde, Eduardo Galeano toma un café con dios. Se acoda junto a una ventana del
Brasilero (el bar que, a estas alturas, es algo así como su segundo hogar),
respira hondo el aroma a madera y espera, paciente, que la radiante andaluza
que sirve las mesas -Alba Marina de nombre, dios de apellido- le traiga, entre
sonrisas, bromas y elogios a su joven divinidad, el cafecito del día. “Son pocos los que se llaman dios
-cuenta, encantado con el juego, el escritor que tantas veces se peleó con esa
otra presencia divina, la de los altares y los mandamientos-. Creo que en la Córdoba española, de donde
ella viene, son sólo cinco”.
No
es tan raro que se lleve bien con dios. La furia con la que ha escrito sobre lo
religioso no es la de un ateo.
Fui
muy creyente cuando era chico, muy místico. Y eso es como la borra en el fondo
del vaso del vino, te queda para siempre. No es una cosa que se va; se
transfigura, cambia de nombre. En el fondo, uno busca a dios en los demás. O en
la naturaleza, entendida como una bella energía del mundo, que es a la vez
terrible y hermosa. ¿Dónde está aquel dios que tuve de chico y un día se me
cayó por un agujerito del bolsillo y nunca más lo encontré? Después supe que lo
estaba llamando por otros nombres. Por eso la palabra dios puede definir a la
bella chica que nos trae estos cafés.
Y
cómo no va a estar lo divino en un alba marina.
Claro.
O en el crepúsculo. Cuando el sol se va y se echa a dormir en esa hamaca que es
el horizonte, en la hora más bella del día. Muchas veces me pregunto cuán
triste ha de ser morir y no verlo. Porque su capacidad de belleza te devuelve
la fe en todo lo que puedas haberla lastimado o perdido. No hay ningún
crepúsculo que se parezca a otro. Son todos diferentes, y en Montevideo somos
tan afortunados que los tenemos delante. El sol cae ante nuestros ojos.
A
los 72 años, Galeano habla como si pintara las palabras: la metáfora siempre a
mano, un colorido y caudaloso fluir de imágenes que danza en su voz profunda,
modulada, cautivante a conciencia. Son los mismos relatos que, en sus textos,
pule con obsesión, decidido a limpiarlos hasta que de ellos no quede más que un
núcleo puro y rotundo. El jovencito hambriento de mundo que a comienzos de los
60 ingresó al periodismo de la mano de la mítica Marcha, que luego dirigiría
las no menos emblemáticas Crisis y Brecha y conocería también la violencia de
los 70 y el desgarro del exilio, se convirtió, con el tiempo, en maestro del
microrrelato, arqueólogo de la a veces esquiva poética de lo humano, ícono -lo
es hoy- de una sensibilidad tan latinoamericana como universalista.
Muchos
de sus breves relatos han nacido en los apuntes que toma en minúsculas
libretas, a veces sobre la misma mesa del Café Brasilero donde ahora charla con
la Revista: una escenografía, la de este bar fundado en 1877, propuesta por el
escritor con algo de elocuente presentación. “Soy hijo de los cafés -dirá-. Todo
lo que sé se lo debo a ellos. Sobre todo el arte de narrar. Lo aprendí
escuchando, en las mesas de los bares, a aquellos maravillosos narradores
orales cuyos nombres ignoro, que contaban mentiras prodigiosas y las contaban
de tan bella manera que todo lo que contaban volvía a ocurrir cada vez que
ellos lo narraban. Soy hijo de esos cafés y de ese Montevideo donde había
tiempo para perder el tiempo”.
LAS
LUCES Y LAS SOMBRAS
¿En
su obra reemplazó aquellas mentiras por una búsqueda concienzuda de la verdad?
Bueno,
la verdad única no existe. Nada más en las cabezas de los nostálgicos del
estalinismo, el dogmatismo que te dice que hay una única manera de entender la
política o la solidaridad humana. O los que creen que este sistema que el mundo
está soportando es el único posible. Yo no comparto eso para nada, lo que busco
es celebrar la diversidad. Aquellas mentiras eran arte en el sentido de que el
arte siempre es una mentira que cuenta una verdad. Los fusilados de Goya siguen
cayendo cada vez que alguien los ve. Yo busco hechos de la realidad para que la
realidad me cuente cómo son las realidades que ella esconde. Porque así como el
mundo esconde, o tiene en la barriga otros munditos posibles, así también cada
realidad contiene otras realidades.
En
la diversidad también puede haber muchos demonios. Para ponerles coto, ¿la
respuesta sólo puede ser política?
La
palabra política suele tener un sentido muy restrictivo, que a mí no me gusta
ni un poquito. Creo que todos hacemos política todo el tiempo. En la vida
cotidiana, aunque no lo sepas, estás todo el tiempo eligiendo entre la libertad
y el miedo. Y eso de algún modo hace política. Aunque lo hagas en el mínimo,
microscópico espacio de tu vida privada. A veces hay que aceptar, en lo que
tiene de bueno, la pelea interior de los santos y los demonios. Una pelea sana,
porque cada uno tiene su cielo y su infierno propio.
¿Cuáles
son sus infiernos?
Tengo
un cielo y un infierno. [Sonríe] que se alimentan mutuamente. ¿Te imaginás qué
sería de dios sin el diablo, pobre? Se iría a un fondo de jubilados, tendría
que retirarse. Es como imaginar a River sin Boca o a Boca sin River.
Entiendo.
Pero tiene la desgracia de que lo está entrevistando una persona muy poco
futbolera.
Eso
te salva de muchas angustias [risas]. Lo que pasa es que el fútbol da alegrías,
no creas. Y da placer. Bien jugado, da placer. Ver jugar a Messi da placer.
Hace
rato que, para usted, verlo a Messi es una fiesta.
Incluso
inventé una teoría, que se la hice llegar a él a través del director técnico de
la selección: así como Maradona lleva la pelota atada al pie, Messi lleva la
pelota dentro del pie. Lo cual es un fenómeno físico [se ríe, sus propias
carcajadas lo interrumpen]. Inverosímil. La frase le llegó. Y se ve que le
gustó, porque me mandó una camiseta de regalo. Científicamente es imposible,
¡pero es la verdad!
Bueno,
si uno se guía por sus escritos, la verdad científica queda bastante
relativizada.
No
quiero hablar de enfermedades porque da mala suerte, pero yo mismo he
sobrevivido dos veces a una enfermedad grave. Y creo que esa es la prueba
científica [imposta el tono de voz, acentúa sus palabras, contiene un breve
asomo de risa] de que la yerba mala nunca
muere. Yo soy la prueba científica de eso.
Entonces
se ríe, francamente, con ganas. Risa de guerrero. Después, cuando la charla
continúe entre las calles que van de la Ciudad Vieja a la Rambla, contará algunas
cosas más. Que tanto cigarrillo. Que el cáncer, unos años atrás. Y
recientemente, otra vez. No lo comenta como algo excepcional: parece, más bien,
entenderlo como parte de una serie. La que comenzó el día en que, siendo un
intenso adolescente de 19 años, emergió de la profundidad de un coma y
descubrió que estaba vivo -destrozado, pero gozosamente vivo- en una cama del
hospital Maciel (adonde había llegado tras ingerir barbitúricos, en un rapto de
furia porque el don de la escritura parecía estarle negado). O aquel otro
momento, años después, en que se miró el rostro devastado por el paludismo que
había contraído en Venezuela y a cuyas feroces fiebres había logrado, casi
milagrosamente, sobrevivir. “He renacido
muchas veces -se explaya-. En
realidad uno nace y muere muchas veces en la vida. Lo que pasa es que uno está
reducido a ver la muerte como una especie de pasaje, una empresa de pompas
fúnebres, que te saluda el chofer y te dice hasta luego. [Se ríe, divertido
consigo mismo]. Y no es así, en realidad
uno se muere muchas veces, y renace otras tantas. Eso es lo que tiene de bueno
el arte de vivir”.
¿Cómo
lidiar con el dolor cuando es un niño pequeño el que lo siente? Pienso en algo
que cuenta en Días y noches de amor y de guerra.
Mi
hija vino llorando, era muy chiquita, tenía 6 años. Yo la abracé, traté de
consolarla. Mi hija Florencia. Al final me confesó que estaba llorando porque
su mejor amiga de la escuela le había dicho que no la quería. Y en el libro
pongo que le rogaba a dios que me diera a mí todo el dolor que tenía reservado
para ella [A Galeano se le oprime la voz. Las lágrimas que no derrama le
incendian los ojos. Pero se recompone. Sigue]. Cuando te sentís ya cansado de
todo, como descreído, ayuda saber que uno ha conocido gente que ayuda a creer
en los demás, en la solidaridad, en las pasiones humanas. Que a veces son
pasiones peligrosas, pero que vale la pena vivirlas. Yo era muy patialegre,
como dicen en algunos lugares del interior argentino, siempre fui caminante.
Caminé por todas partes, y eso me enseñó a vivir y a escribir.
PALABRAS
VIAJERAS
“¡No
lo puedo creer! ¡Es increíble! ¡Tengo todos sus libros!”
La
chica irrumpe de pronto, pura emoción desbocada. Aborda a Galeano, no para de
hablarle: “Sólo por usted me vine a vivir
aquí, a Montevideo”. La voz la delata: es mexicana. Está, no cabe duda, muy
emocionada. Conocedora de los hábitos de su ídolo, merodeaba por la zona del
Café Brasilero. Sólo un detalle se le pasó por alto: no lleva encima ningún
volumen donde registrar el autógrafo del escritor. “Es que esto es un acontecimiento -continúa, embelesada-. Tengo todos sus libros. Y los recomiendo”.
Galeano
sonríe y comenta: “Difundiendo el
martirio…” Saca de un bolso una libretita, se la da: “Para que la llenes con tus pensamientos profundísimos. Acá te dibujo
el cerdito, la prueba de autenticidad de mi firma. ¿Y cuál es tu nombre?”
“Daniela”, contesta ella.
“Bueno, Daniela, te voy a
hacer el chanchito y una flor pintada de rojo”, dice mientras dibuja el
hombre que dio sus primeros pasos en el mundo de la prensa no como periodista,
sino como ilustrador. Y no lo olvida.
Daniela,
en éxtasis, se queda un rato. Hablan de su país, de los viajes, de esa
particular zona de creación entre el arte popular y el arte religioso: los
retablos mexicanos. Galeano ya está armando un nuevo relato: “Vos sabés que el primer retablo que vi en
México estaba en una iglesita en ruinas. Son obras de arte primitivo, pero
arte. Me quedé deslumbrado; me explicaron que los retablos eran pagos de
promesas. Me acerqué; era maravilloso, pero no me animé a robarlo. Será la
infancia católica. Aunque el retablo no era muy santo que digamos. Porque
decía: Gracias Virgen santísima porque cuando las tropas de Pancho Villa
entraron a mi pueblo violaron a mi hermana y a mí no.
Estallido
de risas. La fan mexicana lo abraza, lo besa. Lo vuelve a abrazar antes de
partir con libreta, autógrafo y dibujito, sin todavía poder creer que todo haya
realmente ocurrido.
¿Son
frecuentes estos encuentros?
Sí.
La gente es muy cariñosa. No sólo acá. Es verdad que también tengo enemigos,
pero como decía Ambrose Bierce: “Quien no
tiene enemigos, no merece tener amigos”. Aunque lo cierto es que tengo
muchísimos amigos. Además de la gente que se hace amiga leyendo las cosas que
uno escribe. Se ve que las palabras se escapan de las páginas y tienen dedos y
tocan al que lee. Te tocan, te acarician, te golpean a veces, te arañan.
Las
de Galeano deben resultar bastante acariciadoras. Porque caminar con él por
Montevideo obliga a hacer muchas paradas. A poco que Daniela haya quedado
atrás, aparece un muchacho, uruguayo, papel y lapicera en mano, listo para
pedir un autógrafo. Luego, una mujer. Y varias cuadras más allá, cerca de la
Academia Nacional de Letras, un hombre lo reconoce y se acerca. Con cada uno de
ellos el escritor habla, intercambia simpatías, les brinda atención, palabras,
tiempo. “A mí la verdad que escribir me
salva -confesará, luego-. Porque me
permite salir fuera de mí. Eso me ayuda a vivir y a saltar por encima de
algunos obstáculos que la vida te pone, que parecen insalvables”.
¿Cuáles?
Si
los defino, te miento. Peor que mentir, si los defino los convierto en
obstáculos estúpidos. Y no lo son. Pero resultan muy complejos para decirlos en
una sola palabra. Al escribir, yo los pongo afuera. Es como si uno contuviera
vidrios rotos en el alma, que te estuvieran lastimando. Todos tenemos algún
vidrio roto en el alma, que lastima y hace sangrar, aunque sea un poquito.
Entonces, al escribir, siento que puedo sacar un poco de esos vidrios fuera de
mí. Al ponerlos en un papel, ya no me dañan. Ya no me hacen la vida imposible,
sino que la multiplican, porque me permiten entenderme mejor con los demás.
Porque cada uno tiene sus vidriecitos que duelen [sonríe un poco]. Creo que la
literatura es comunicación o no es nada. No escribo para mí, escribo para
comunicarme con otros, para llegar a otros que van a ser mis amigos, aunque no
los conozca todavía.
Eduardo,
¿qué piensa de la supuesta enemistad entre argentinos y uruguayos?
Yo
te contesto diciéndote que es una estupidez. Lamentablemente, una estupidez muy
difundida. Pero no es sorprendente, porque la guerra vecinal es una
especialidad latinoamericana. Hemos sido diseñados, como países, para odiarnos
entre nosotros. Para ignorarnos, también. Es lo peor de la herencia colonial.
Hay otras herencias coloniales, como la de la impotencia. Esa que te dice: “Nunca vas a poder, eso no se puede, nunca
vas a ser capaz”. La condena a ser espectadores de la historia hecha por
otros, pero incapaces de hacerla con nuestras propias manos, nuestra propia
cabeza, nuestro propio corazón. Con nuestras propias piernas que caminan.
Hay
poca gente en la rambla montevideana. Falta un rato para que se ponga el sol,
pero el atardecer ya se anuncia. Una luz blanda, apenas rosada, todavía
protectora, envuelve al gran caminante, al admirador de los crepúsculos
marinos. Cuenta que está embarcado en dos nuevos proyectos de libros. Que no
duda en preparar las valijas, cuando toca presentar en el extranjero algunos de
los ya editados. Comenta también que participará como asesor de una serie
dedicada al fútbol, que se emitirá por el canal Encuentro. Es probable que,
dentro de ese mismo ciclo, lo entreviste a Diego Maradona, quien -asegura- sólo
aceptaría participar si el que lo interroga es el escritor uruguayo.
Incansable, Galeano se deja acariciar por la suavidad de un sol que todavía no
se deshace en llamaradas. En El libro de
los abrazos supo contar que, vistos desde arriba, los seres humanos “somos un mar de fueguitos”; él mismo
reluce como los más necesarios de esos fuegos: los que “arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear,
y quien se acerca se enciende”.
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