Fuente: www.naomiklein.org
Publicado en La Jornada, 2014, 04, 27
Traducción: Tania Molina Ramírez
Esta es
una historia acerca de estar a destiempo.
Una de las maneras más inquietantes de que el
cambio climático ya se ve es con lo que los ecologistas llaman
desfaseo
destiempo. Este es el proceso mediante el cual el calentamiento provoca que los animales se desfasen con una importante fuente de alimentación, sobre todo en tiempos de reproducción, cuando no encontrar suficiente alimento puede provocar rápidas disminuciones en la población.
Los patrones de migración
de muchas especies de aves cantoras, por ejemplo, han evolucionado a lo largo
de los milenios para salir del cascarón justo cuando las fuentes de
alimentación, como las orugas, están en su punto de mayor abundancia, lo cual
ofrece a los padres muchos nutrientes para sus pequeños hambrientos. Pero como
ahora la primavera muchas veces llega temprano, las orugas también nacen
temprano, lo cual implica que en algunas zonas son menos abundantes cuando los
polluelos salen del cascarón.
Los científicos están
estudiando casos a destiempo, relacionados con el clima, que se dan entre
docenas de especies, desde el caribú hasta el papamoscas cerrojillo. Pero hay
una importante especie que les falta: nosotros. Homo sapiens. Nosotros también sufrimos de un
terrible caso de estar a destiempo, relacionado con el clima, pero en un
sentido cultural-histórico, en vez de biológico. Nuestro problema es que el
cambio climático es un problema colectivo que requiere una acción colectiva, un
tipo de acción que la humanidad nunca ha logrado hacer. Sin embargo, ya entró
en la conciencia del mainstream,
en medio de una guerra ideológica que se libra acerca de la idea misma de la
esfera colectiva.
La buena noticia es que, a
diferencia de los renos y las aves cantoras, nosotros, los humanos, estamos
bendecidos con la capacidad de adaptarnos deliberadamente, cambiar viejos
patrones de conducta a una extraordinaria velocidad. Si las ideas dominantes en
nuestra cultura nos frenan de salvarnos, entonces tenemos el poder de cambiar
esas ideas. Pero antes de que eso pueda ocurrir, necesitamos entender la
naturaleza de nuestro personal desfase climático.
El cambio climático exige
que consumamos menos, pero ser consumidores es todo lo que conocemos. El cambio
climático no es un problema que se pueda resolver simplemente cambiando lo que
compramos: un híbrido en vez de un Suv, compensación de emisiones de carbono
cuando nos subimos a un avión. En esencia, es una crisis nacida de un exceso de
consumo por los que son relativamente más ricos, lo cual implica que los
consumidores más desenfrenados del mundo tendrán que consumir menos.
El capitalismo tardío nos
enseña a crearnos a partir de nuestras elecciones de consumo: al comprar
formamos nuestras identidades, encontramos una comunidad y nos expresamos. Así
que, decir a la gente que no puede ir de compras tanto como quisiera porque los
sistemas de soporte del planeta están sobrecargados, puede ser interpretado
como una especie de ataque, como si les dijeran que no pueden ser realmente
ellos.
El cambio climático es
lento y nosotros somos rápidos. Cuando cruzas de volada un paisaje rural en un
tren bala, parece como si todo lo que pasa estuviera detenido: la gente, los
tractores, los coches en los caminos rurales. No lo están, por supuesto. Se
están moviendo, pero a una velocidad tan lenta comparada con el tren que
parecen estar estáticos.
Así pasa con el cambio
climático. Nuestra cultura, que funciona con base en combustibles fósiles, es
ese tren bala. Nuestro cambiante clima es como el paisaje afuera de la ventana:
desde nuestro atrevido lugar privilegiado puede aparecer estático, pero se está
moviendo, su lento progreso, medido en capas de hielo que retroceden, aguas que
suben y alzas en la temperatura. El problema no sólo es que nos movemos
demasiado rápido. También es que el terreno en el cual los cambios tienen lugar
es intensamente local: un temprano florecer de una flor en particular, una capa
inusualmente delgada de hielo sobre un lago, la llegada tardía de un pájaro
migratorio. Notar ese tipo de cambios sutiles requiere una íntima conexión a un
ecosistema específico. Ese tipo de comunión ocurre sólo cuando conocemos a
profundidad un lugar; no sólo como un escenario, sino también como sustento, y
cuando el conocimiento local es transmitido, con un sentido de confianza
sagrada, de generación en generación. Pero eso es cada vez más escaso en el
mundo urbanizado e industrializado. Solemos abandonar nuestros hogares
fácilmente, por un nuevo empleo, una nueva escuela, un nuevo amor. Aun para
aquellos que logramos mantenernos en un mismo lugar, nuestra existencia
cotidiana puede estar desconectada de los espacios físicos en que vivimos.
Puede que no estemos enterados de que una sequía histórica está destruyendo los
cultivos en las granjas que rodean nuestros hogares urbanos, ya que los
supermercados todavía ofrecen pequeñas montañas de producción importada, y todo
el día llega en camión más. Hace falta algo enorme –como un huracán, que rebasa
todas las marcas previas de altura máxima del agua, o una inundación que
destruye miles de hogares– para que notemos que algo está realmente equivocado.
El otro desfase tiene que
ver con nuestra relación con lo que pasa desapercibido. Cuando publiqué No logo, hace una década y
media, los lectores se impresionaban al enterarse de las abusivas condiciones
bajo las cuales la ropa y los aparatos se manufacturaban. Pero hemos aprendido
a vivir con eso. La nuestra es una economía de fantasmas, de ceguera
deliberada. Y el aire es el máximo caso de lo que pasa desapercibido, los gases
de invernadero que lo calientan son nuestros más elusivos fantasmas.
Otra cosa que hace muy
difícil que captemos el cambio climático es la cultura del eterno presente. Sin
embargo, el cambio climático es acerca de cómo lo hecho por las generaciones
pasadas inevitablemente afectará no sólo el presente, sino las futuras
generaciones.
Esto no se trata acerca de
hacer un enjuiciamiento individual, de reprendernos por nuestra frivolidad o
por no tener raíces. En vez se trata de reconocer que somos productos de un
proyecto industrial, uno íntimamente, históricamente, vinculado con los
combustibles fósiles.
Y así como en el pasado
hemos cambiado, podemos volver a cambiar. Después de escuchar al gran
granjero-poeta Wendell Berry ofrecer una plática acerca de cómo cada uno de
nosotros tiene el deber de amar su
hogarmás que ningún otro, le pregunté si tenía algún consejo para los que no tienen raíces, como mis amigos y yo, que vivimos en nuestras computadoras y parece que siempre estamos en busca de un hogar.
Quédate en algún lugar, respondió.
Y comienza el proceso de mil años de conocer ese sitio.
Es un buen consejo, a
muchos niveles. Porque para poder ganar esta pelea, determinante para nuestras
vidas, todos necesitamos un lugar en el cual estar parados.
Naomi
Klein es autora de La
doctrina del shock y No
logo.
Una versión de este artículo fue publicada en The Nation y The Guardian. El nuevo libro
de Naomi Klein, This changes
everything: capitalism vs the climate (Esto cambia todo: el capitalismo contra el clima),
será publicado en septiembre de 2014.
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