ANTES Y DESPUÉS DE IGUALA, impunidad en crímenes de lesa humanidad en Guerrero en los últimos 50 años
escrito
por Laura Castellanos,
autora
de México Armado (1943-1981).
Lo
acaecido el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, con un saldo de seis personas
asesinadas y 43 estudiantes desaparecidos de la Normal Rural de Ayotzinapa, no
debe explicarse sólo de forma local y circunstancial. El caso Iguala no se
reduce a un suceso sangriento provocado por un alcalde, sus policías y el
cártel regional contra un grupo de estudiantes. Expresa el súmmum de un caudal
de crímenes de lesa humanidad ocurridos con impunidad en Guerrero en los últimos
50 años.
El caudal comenzó con otra matanza en Iguala, ocurrida en
1962. Entonces, guardias blancas reprimieron un mitin electoral de oposición
con un saldo de ocho muertos. El maestro Genaro Vázquez fue uno de los
convocantes; luego entró en la clandestinidad y años después formó su
guerrilla. En 1967 otra masacre, cometida por policías contra una manifestación
de maestros en Atoyac, con saldo de cinco muertos, entre ellos una mujer
embarazada, lanzó al maestro Lucio Cabañas –por cierto, egresado de la normal
de Ayotzinapa– a crear una guerrilla de corte insurreccional.
Ambos maestros agotaron de ese modo su activismo por los
medios legales en contra de la violencia institucional, entonces ya histórica
en la entidad: cacicazgos, miseria, atropellos y ejecuciones, corrupción, nula
impartición de la justicia. Dos matanzas más en la capital mexicana: la del 2
de octubre de 1968 y la del 10 de junio de 1971, provocaron que una juventud
rural, como la guerrerense, y otra popular y clasemediera encontraran en las
acciones revolucionarias la única vía para derrocar a un Estado que reprimía
cualquier expresión disidente.
A la veintena de guerrillas que actuó en el país en los
años 70 se le aplastó con un saldo indeterminado de muertos y más de un millar
de casos de desaparición forzada. La mayoría acontecieron en Guerrero. Diversas
campañas militares y una estrategia de exterminio en el estado arrasaron
comunidades enteras, e instalaciones militares, policiacas y de empresas
privadas se utilizaron como cárceles clandestinas. Guerrero, además, tiene el
infamante honor de ser el primer lugar en América donde se inauguraron los “vuelos de la muerte”, aun antes que en
las dictaduras sudamericanas: a decenas, quizá cientos de civiles se les
trasladó en aviones militares para ser arrojados, vivos, en altamar. A otros
más se les incineró o arrojó a fosas clandestinas.
Un ejército de mujeres pobres y destrozadas exigió en
vano al Estado que presentara a sus desaparecidos. México ha sido el único país
de América que no ha juzgado a los victimarios de ese capítulo continental del
horror conocido como “guerra sucia”.
Por el contrario, la perpetuación de poderosos cacicazgos en Guerrero
consolidados durante ese capítulo originó otra matanza, la de Aguas Blancas en
1995, que costó la vida a 17 campesinos, hecho que reconformó a la guerrilla
sobreviviente de Lucio Cabañas y detonó la irrupción del Ejército Popular
Revolucionario (EPR).
A ese territorio desgarrado pertenecen los 43
normalistas. En las paredes de su escuela están pintadas las figuras de Genaro
Vázquez y de Lucio Cabañas como recordatorio permanente de la herida aún
sangrante. En ese sentido, Guerrero es México. El Estado capitalista neoliberal
que hoy nos gobierna se forjó y se sostiene por la impunidad con la que ejerce
la violencia institucional que hizo posible la guerra sucia, el engendramiento
del narcopoder y una “guerra” en
contra de éste con un costo de más de 70 mil muertos y más de 20 mil casos de
desaparición forzada.
Sin embargo, el caso Iguala marca un punto de inflexión
en la historia moderna de México. Su brutalidad exhibe la descomposición
extrema del Estado que procreó las condiciones para que acaeciera. Mas la onda
expansiva de indignación que genera parece tener repercusiones demoledoras, aún
de proporciones desconocidas, para un andamiaje institucional que muestra
signos de prolapso.
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