Por Jaime Romero
Me quedé de ver con mi amigo Juan K enfrente de la embajada gringa para
ir juntos a la marcha Una Luz por
Ayotzinapa. Llegué a las cinco y ya había muchos jóvenes repartiendo
afiches y carteles. Ver la actividad de los muchachos, me hizo sentir inútil; o
más bien, atrapado en una especie de soledad paralizadora. Ya en el Ángel,
estaban subidos al lado de los leones varios estudiantes gritando entre saltos
y tambores: «Vivos se los llevaron, vivos los queremos», entre
algunas otras consignas que acallaban el ruido de los pocos carros que
circulaban por ahí.
Me dio mucho gusto ver a Juan K, venía con su
morral colombiano tejido, donde traía su cámara. Al verlo, me dieron ganas de
hacer algo también y como tenía una grabadora de voz, decidí levantar algunas
opiniones. Así fuimos en la marcha. Le pregunté a algunos presentes que crucé: «¿qué
significa ser estudiante en este México que vivimos?» Una de las
respuestas fue: «me siento con la
responsabilidad de exigir, de hablar, porque con esto que está sucediendo, no
se puede uno quedar en la escuela ahí sentadito, si no nos van a matar a todos».
Otra, «yo me siento como si me hubieran matado a mí. Ahora vengo medio muerta
a la marcha. Soy de Guerrero. Pero aunque fuera de Júpiter, me dolería que
maten estudiantes. La verdad tengo mucho coraje y tristeza, pero también tengo
miedo. Cuando supe que a uno le arrancaron la cara y los ojos, me puse a
llorar. Creo que todavía sigo llorando».
Me quedé pensando en la segunda respuesta. También
me dio miedo. ¿Cómo se puede matar de esa manera tan enferma, tan llena de
odio a un joven estudiante? Hay actos que rebasan cualquier intento de
compresión y se instalan en lo innombrable de lo siniestro. Luego pensé en los
desaparecidos y las fosas encontradas con cuerpos quemados. En eso escuché a
dos señores que iban platicando. «Desaparecidos no están. Se los llevaron.
Los secuestraron. Hay testigos. Hay evidencia de que la policía se los llevó.
Ahora resulta que si no hay cuerpos no hay delito. ¡Maldito gobierno asesino!»
Ya la noche se dejaba sentir, cuando los primeros contingentes de la marcha
penetraban al primer cuadro del centro histórico. Para la sorpresa de muchos,
no se veía ni un policía. La indignación y el dolor se manifestaban en las
veladoras y las antorchas que, de alguna manera, restaban oscuridad al dolor
del pueblo por sus estudiantes, por su juventud, por su esperanza robada. Dos calles
antes de entrar al Zócalo, se escucharon golpes y gritos. Era un grupo de
anarquistas que intentaron romper los cristales del Bancomer. Cosa que no
sucedió, porque varios los repudiaron. Entonces pensé en la belleza de un acto
destructivo. Una marcha pacífica, pensé, no corresponde con la demencia con que
se atacó a los estudiantes. O tal vez me equivoque. No sé. He visto muchas
marchas y no pasa nada. El silencio del gobierno es insultante. Y eso es un
acto de mucha violencia. Pero estamos acostumbrados, pensé.
Al llegar al Zócalo, estaban hablando los padres de los estudiantes. Ya
eran casi las nueve de la noche y la bandera nacional ondeaba con el asta
levantada, como orgullosa de un México preñado de muertos. Me dio rabia y la
imaginé escurriendo de sangre, salpicando a los presentes. En eso, mientras
hablaba uno de los padres, se escuchó retumbar: «No están solos, no están solos».
Me puse a observar a la gente que gritaba. Caras con coraje. Puños levantados.
Veladoras iluminando la plancha del zócalo. Pero me llamó la atención una joven
de cabello crespo y suéter rojo que lloraba y decía: «no es cierto, sí estamos solos,
estamos muy solos». Me acerqué y le pregunté si era familiar de alguno
de los estudiantes de Ayotzinapa. «No», me dijo y se quitaba las
lágrimas con una manga. «Entonces ¿por qué dices que sí estamos
solos?», no pude aguantarme y le pregunté. «Porque toda esta gente que viene
a la marcha está sola también. Con este gobierno criminal y maldito, todos
estamos solos».
Quise abrazarla. Quise agarrar un poco de ese su dolor tan verdadero, tan
digno, tan movilizador. «No están solos, no están solos»,
continuaba escuchándose, mientras la interminable fila de contingentes no
paraba de llegar. Caminé hacia la catedral para apartarme un poco. Como si se
mandara una señal al cielo, se elevaban globos de fuego por el aire. Entonces,
pensé en el significado del «no están solos» que les gritaban a
los padres y madres de familia. Por un lado, es verdad, desaparecieron a
sus hijos, pero ¿no en el fondo, también nos mataron a nosotros, a nuestros
jóvenes, a la humanidad entera? Entonces entendí a la chica que lloraba. Si no
asumimos el dolor como nuestro, si no lloramos y nos enojamos por nuestros
jóvenes estudiantes, si no nos asumimos como principales afectados del horror
desatado por la clase política, entonces, sí estaremos solos.
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