“No volvimos a ser los mismos”: quien haya vivido el 85 lleva en su cuerpo la cicatriz del terremoto
“No fue el temblor quien tiró los edificios, fue la corrupción”, dice alguien en una vieja entrevista. |
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Embargo
Sandra Lorenzano
Foto: Cuartoscuro
Sube del fondo el viento de la muerte.
El mundo se estremece en fragor de muerte.
La tierra sale de sus goznes de muerte.
Como secreto humo avanza la muerte.
De su jaula profunda escapa la muerte.
De lo más hondo y turbio surge la muerte.
José Emilio Pacheco, “Las ruinas de México”
No volvimos a ser los mismos después de ese 19 de
septiembre. No hay uno solo de los habitantes de esta “amplia y dolorosa ciudad” (Efraín Huerta dixit) que haya vivido el
85 que no lleve en su cuerpo la cicatriz del temblor. Releo las noticias del momento, los artículos
que se escribieron, vuelvo a llorar leyendo las crónicas de Elena Poniatowska
tal como lloré cada uno de los días en que las leía en el periódico. Y mientras
releo vuelvo a ver los edificios caídos, a sentir el polvo en la garganta, a
respirar el olor a muerte, vuelvo a ver los cadáveres, a recordar las imágenes
de los bebés rescatados, a pensar en las costureras –el 19 iré, como siempre, a
dejar unas flores en el monumento que hay en San Antonio Abad-. Vuelvo a
recordar el hospital derrumbado, Tlatelolco, la gente sentada durante días en
espera de ver aparecer a sus seres queridos, las manos solidarias, el miedo, el
Hotel del Prado, la rabia, la sensación de fragilidad, y el ánimo que nos pedía
fortaleza, el Multifamiliar Juárez y las veladoras, los kilómetros caminados
entre escombros y horror, los perros, la voz de Frederick, los rostros pasmados,
los ojos dulces que buscaban transmitir una paz imposible, la farsa oficial,
los gritos el 20 de septiembre ante la réplica, la corrupción (“No fue el temblor quien tiró los edificios,
fue la corrupción”, dice alguien en una vieja entrevista), la indignación,
y más polvo en la garganta, y más solidaridad, y más olor a muerte.
Pensé que iba a poder
escribir sobre esto. Pensé que después de treinta años me iba a resultar más
fácil hacerlo. Pensé que iba a poder contarles que fue exactamente en ese
momento cuando decidí que ésta sería mi ciudad. Para siempre mi
ciudad. Ahora que ella y yo compartíamos tantos muertos, el pacto de sangre
estaba hecho.
Pensé que iba a poder
hacerlo, pero no puedo. Me faltan las palabras y me sobra la congoja, las
lágrimas, la tristeza.
Polvo y silencio.
Arden la garganta y los
ojos.
Duele la piel. Los
brazos. El ánimo.
Quise ser agua
perro azul en los
escombros,
mano en la cadena
infinita de manos,
muñeca bordada con los
gritos de ellas.
No hubo dioses que
escucharan la plegaria.
No hubo cielo ni tierra a
que aferrarse.
No hubo soles ni
arrullos.
Espesa la sangre en las
calles,
voces silenciadas,
miradas perdidas tras las
ausencias.
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