Religión y lucha por la liberación nacional y el socialismo (“Tesis política” de las FLN, principios de los años 80’s)
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FLN: Tesis Política Religión y lucha por la liberación nacional y el
socialismo http://casadetodasytodos.org/portada/religion-y-lucha-por-la-liberacion-nacional-y-el-socialismo-tesis-politica-de-las-fln-de-principios-de-los-anos-80s/
15 enero, 2016
Una aclaración
necesaria:
“Quien
no conoce la historia de su patria, es un extranjero en su propia Patria”; el
apotegma iniciaba el libro de texto de historia Patria en las escuelas de
México en la segunda mitad del Siglo XX. Éramos el fruto de la larga lucha
revolucionaria de México. Teníamos historia, himno y bandera. Poco a poco, se
fueron excluyendo los cursos de historia de la educación básica. Pero nosotros
no olvidamos. Las “Tesis Políticas”
escritas por las FLN a principio de los años 80’s del siglo pasado nos muestran
que el deber de estudiar y llevar salud física y mental a nuestro pueblo ha
sido una constante en sus esfuerzos emancipatorios. La creación de escuelas y
hospitales no son preocupación exclusiva del ahora: ante la carencia evidente
de las mismas, el que lo hiciera una organización ‘política y militar’ en forma
clandestina, sin usar las armas aun siendo perseguida, forma parte de ésta
historia Patria.
Hoy presentamos la “Tesis política sobre la Religión”, escrita por las FLN para uso
público, no clandestino. En ella no se habla de las FLN, pero sí de la
necesidad de avanzar en las relaciones entre militantes revolucionarios y
religiosos honestos. Con la próxima visita del Papa Francisco a México,
consideramos pertinente expresar nuestro punto de vista histórico sobre las
religiones. Además, consideramos importante seguir participando en la
construcción de la “ciencia de la
historia”, a partir de documentos fidedignos que han sido crisol en la
concreción de los esfuerzos y luchas de nuestro pueblo por su liberación; de
poco sirve hoy, para este propósito y a nuestros ojos, rebobinar la mitología,
mistificar procesos o hacer de la historia, cuento.
Son estas tesis políticas serias, escritas con el
debido respeto a quien las lee, las que hicieron que la “Cra. Bárbara” decidiera participar activamente en la lucha por la
liberación de su pueblo y de su Fe. La Compañera Bárbara era oriunda de Santa
Bárbara, Chihuahua, miembra de una congregación religiosa francesa adscrita a
la diócesis de San Cristóbal de las Casas, y militante comprometida de las
Fuerzas de Liberación Nacional desde principios de los años ochenta, y después
de ella muchas otras y otros siguieron su ejemplo. Sean ustedes testigas de la
historia y, como hizo ella, elija ahora o “calle
para siempre”.
RELIGIÓN Y LUCHA POR LA LIBERACIÓN NACIONAL Y EL SOCIALISMO.
“La unidad de esta lucha verdaderamente
revolucionaria de la clase oprimida por la creación de un paraíso en la tierra
es más importante para nosotros que la unidad de opinión del proletariado
acerca del paraíso celestial”.
V.I.
Lenin, 3 de diciembre de 1905.
“Por lo tanto no nos vamos a
dejar dividir, como tantas veces lo hemos planteado, en estos problemas
angustiosos de Colombia; qué nos va y qué nos viene estar discutiendo entre
católicos y comunistas si Dios existe o si Dios no existe, si todos estamos
convencidos de que la miseria sí existe ¿Por qué estamos encerrados por ahí en
los cafetines, discutiendo si el alma es mortal o si el alma es inmortal,
cuando sabemos que la miseria si es mortal?”
Camilo
Torres, 6 de agosto de 1965.
Introducción
Nuestro pueblo es profundamente religioso; su
fe trasciende las manifestaciones visibles del culto externo: No sólo es
religioso porque asista a las celebraciones, sino porque casi todos los actos
de la vida cotidiana están matizados por esa fe. Será con ella y frecuentemente
a través de ella, que el pueblo se irá incorporando al proceso revolucionario.
Con ello se liberará de las cadenas de explotación y opresión con que nos ata
el imperialismo, a la vez que vaya revolucionando también la propia fe.
La
religión no juega ni jugará un papel unívoco en nuestra guerra revolucionaria.
Entre los eslabones de la cadena que tiene atado a nuestro pueblo están los del
conformismo, la pasividad, el individualismo y el divisionismo, fomentados por
las instituciones religiosas abierta o solapadamente aliadas al imperialismo, o
incluso directamente patrocinadas por él.
En la
medida en que aumenten las contradicciones económicas se intensificarán los
esfuerzos mediatizadores de esas iglesias reaccionarias, que se harán aún más
reaccionarias y anticomunistas. En esa misma medida aumentará la necesidad de
los creyentes y religiosos honestos, de liberarse de la opresión imperialista,
liberando con ello su fe, la que está siendo manipulada por la burguesía para
mantener sus privilegios. Conforme se vaya profundizando la crisis del
imperialismo, los religiosos y creyentes honestos serán perseguidos, torturados
y asesinados, por lo que verán cada día más claramente que la revolución es su
única alternativa de liberación religiosa.
La
religión es, pues, un elemento importante –diríamos incluso que a veces
fundamental- en la lucha de clases, ya no sólo como instrumento de dominación
sino de liberación, entendida ésta no como hecho individual, sino nacional y de
clase.
Por ello
se hace necesario analizar a la religión como parte de la lucha de clases, para
delimitar al enemigo y para dotar a los revolucionarios –religiosos o no- con
armas para la lucha ideológica. Como veremos, la discusión no pasa por el
cuestionamiento de la existencia de Dios, sino por la necesidad de establecer
si existen o no contradicciones de fondo entre la fe y la militancia
revolucionaria, porque de no existir, se hace imperiosa la tarea de lograr una
unidad estratégica de las fuerzas –religiosas o no- comprometidas con la lucha
por la toma del poder por el pueblo.
Ese
escrito pretende mostrar a los revolucionarios cristianos que la lucha por la
liberación nacional y el socialismo no está contra la religión; pretende
también mostrar a los revolucionarios no creyentes que los cristianos tienen
motivaciones no sólo de clase, sino precisamente religiosas para hacer la
revolución.
Nuestro
análisis parte del papel que ha desempeñado la religión en la lucha de clases
en México a través de la historia, plantea los avances del pensamiento
cristiano derivados de la revolución latinoamericana, reseña algunos puntos
relevantes de la discusión entre marxistas y cristianos, y señala la
vinculación de los religiosos y creyentes avanzados con la lucha armada por la
liberación nacional y el socialismo como una cuestión práctica e inmediata.
1.- Esbozo
histórico
Las religiones prehispánicas fueron
prácticamente arrasadas por la conquista y sus remanentes carecen actualmente
de relevancia. Tampoco tienen importancia desde la perspectiva histórica que
nos ocupa, aquellas religiones no cristianas que llegaron al país con pequeños
núcleos de inmigrantes. Por ello nos referiremos solamente a las religiones
cristianas, entre las que obviamente destaca el catolicismo.
Si
afirmamos que las iglesias cristianas se han aliado y han formado parte de las
clases dominantes a través de la historia, no somos novedosos. Tampoco tenemos
la intención de satanizarlas como enemigas del pueblo, sino más bien la de
establecer el punto de partida de la evolución que han seguido los cristianos
para llegar –necesariamente- a la opción revolucionaria.
Para un
observador crítico tampoco es un asunto nuevo el que la iglesia católica se
debate en graves contradicciones internas que, a no dudar, la llevarán a un
nuevo cisma. Y entre los cristianos no católicos brotan sectas nuevas casi como
si fueran hongos. Esto sucede porque ni el pensamiento ni las instituciones
religiosas son inmutables; son atravesados por las luchas sociales, las que
acaban por modificar profundamente a las iglesias, haciendo que se separen los sectores
en pugna o que se concilien dentro de un nuevo orden. Este fenómeno nada tiene
de nuevo; por el contrario, es inherente a la propia iglesia desde que esta existe,
como veremos enseguida.
Los
conquistadores españoles trajeron a México el cristianismo recién escindido de
la contrarreforma, creador de la inquisición que en España perseguía
implacablemente a moros, judíos y herejes; ese cristianismo sustentado por una
iglesia rica y con poderes casi absolutos, que se debatía entre la santidad y
la corrupción.
Desde
luego que el móvil principal de los conquistadores españoles no fue el de
imponer su religión sino el lucro, de tal manera que la iglesia se constituyó
de inmediato en un mecanismo de enriquecimiento. Este se logró como siempre se
logra, a través de la violencia: La economía mercantil se implantó empezando
por la conquista, siguiendo con el despojo y acabando con la explotación. A
esta violencia se ligó la imposición religiosa del vencedor, al grado de que
los primeros franciscanos ya decían que donde no hay plata, no entra la
religión.
El clero
contribuyó a la economía colonial concentrando a la población indígena,
amaestrándola y organizándola en unidades productivas. Ya antes de finalizar el
siglo XVI, la iglesia adquirió grandes extensiones de tierra utilizando para
ello, además de las habilidades mundanas de los clérigos, los métodos nada
piadosos de la inquisición. Más no todos los sectores de la iglesia se identificaron
con la clase dominante.
La sed de
riquezas de los conquistadores fue calmada con las encomiendas, que pronto se
mostraron ineficaces para desarrollar la economía colonial, porque no había
suficientes trabajadores debido a la matanza de indígenas. Se buscó entonces
racionalizar el reclutamiento y la distribución de la mano de obra a través de
los repartimientos, que conllevaban la excesiva explotación y maltrato de los
trabajadores. Estas prácticas de trabajo forzado coexistieron con el intento de
generalizar el trabajo asalariado, necesario para el desarrollo de la economía
mercantil.
En este
contexto contradictorio del desarrollo del trabajo asalariado, la escasa oferta
de brazos, el genocidio y la explotación excesiva, y la servidumbre que ataba a
los trabajadores, lucharon los frailes avanzados como Las Casas, Quiroga o
Zumárraga, para proteger a los indígenas de la voracidad española. En su lucha
tuvieron que enfrentar a su propia iglesia, empeñada también en exprimir al
pueblo.
La idea
de colonizar pacíficamente las Indias con labradores y artesanos que vivieran
con justicia del producto de su trabajo y fueran propietarios de la tierra, de
que “gente española casara con gente
india para formar una de las mejores repúblicas”, la idea –en fin- por la
que fuera decapitado Tomás Moro, nunca pudo llevarse a cabo porque todavía no
nacía la clase social que habrá de enterrar para siempre la lucha de clases;
tampoco había nacido la ciencia de la historia.
La
economía colonial se consolidó, quedando la iglesia como uno de sus puntales.
Cuando más fuerte se veía comenzó a resquebrajarse por sus contradicciones
económicas: La pugna entre la servidumbre y el trabajo libre, entre los gremios
y los obrajes, entre la encomienda y la hacienda, entre el campo y las
ciudades, entre metrópoli y colonia, entre las clases privilegiadas y las masas
desposeídas, entre los valores arcaicos y una economía mercantil en
crecimiento, se fueron acentuando y haciendo más agudas.
La
concentración de riquezas lograda por la iglesia colonial –mediante la
explotación del trabajo, la usura y el despojo a través de la inquisición-
llegó a amenazar a la corona española, por lo que esta tomó la tardía medida de
expulsar a los jesuitas durante la segunda mitad del siglo XVIII. Esto no
sirvió para remediar las contradicciones: A pesar de la confiscación de las
tierras del clero (que se repetiría un siglo más tarde), este no perdió sus
privilegios porque el agravamiento de las contradicciones económicas obligó a
los agricultores y terratenientes a acudir a la iglesia en busca de créditos;
así, al cabo de pocos años esta institución había vuelto a acumular una enorme
riqueza derivada de los préstamos hipotecarios.
Frente a
los españoles ricos estaban los criollos, que anhelaban su emancipación ya que
–como agricultores o empleados modestos que eran- veían crecer sus deudas,
mientras que crecían también las fortunas de los peninsulares. Entre tanto, el
grueso del pueblo –indios, negros y castas- se debatían en la miseria y el
desempleo. La resquebrajada estructura colonial no resistía el embate del
capitalismo mundial.
Una vez
más, como en los albores de la colonia, surgieron a principios del siglo XIX,
del seno de la iglesia, los defensores de la causa popular. En esta ocasión
habrían de guiar al pueblo por el camino de la revolución para conseguir
nuestra primera independencia. El cura Hidalgo abolió el tributo, liberó a los
esclavos y confiscó la riqueza de los españoles. Llevó a cabo, pues, un
programa popular. Entretanto, el alto clero excomulgaba y restablecía la
inquisición, argumentaba que la doctrina cristiana exigía la obediencia al rey
y bendecía –un poco más tarde- al ridículo imperio de Iturbide.
José
María Morelos fue más que un cura surgido del pueblo; fue también un militar
genial, que supo apoyar sus ideas libertarias con el único recurso que podía
hacerlas triunfar: las armas. Para reedificar –decía- es necesario destruir lo
antiguo.
Junto a
Hidalgo, Morelos y Matamoros lucharon otros cuatrocientos clérigos y frailes
por la creación de una patria; estos próceres religiosos y tantos otros
cristianos dieron sus vidas por aquella primera independencia. Acabaron con la
colonia, pero las condiciones históricas aún no estaban dadas para la
liberación definitiva.
De la
guerra de independencia emergió el clero como una fuerza política de primer
orden; sin embargo, en su seno existían intereses encontrados: Una cúspide de
criollos ricos y una base de mestizos e indígenas pobres. La iglesia católica
vivía de las rentas, se enriquecía por medio del diezmo y los préstamos
hipotecarios y concentraba otra vez grandes extensiones de tierra con
producción latifundista.
López de
Santa Anna concedió hacia mediados del siglo XIX grandes privilegios a la
iglesia, los que esta no estaba dispuesta a perder, así que ayudó a los
norteamericanos en la guerra que costó a México la mitad del territorio
nacional; se cuidó muy bien de no poner sus riquezas a la disposición de
quienes defendían la Patria, por temer a que el pueblo armado se volviera
contra los ricos. Cabe resaltar que hubo muchos curas, frailes y monjas
patrióticos, que enfrentaron dignamente calle por calle, a los invasores,
después de que el ejército de Santa Anna hubo huido cobardemente.
La guerra
de 1847 y las innumerables guerritas entre criollos, entre criollos y
latifundistas, entre criollos y mestizos, habían dejado sin recursos al país,
de modo que el gobierno emitió la llamada Ley Lerdo, mediante la cual se
desamortizaban los bienes de la iglesia que nunca, por cierto, llegaron a manos
del pueblo; por el contrario, la mencionada ley era profundamente antipopular e
injusta, pues expropiaba también las tierras comunales de los indígenas. Está
claro que la iglesia se opuso a la expropiación, así como a la tibia
constitución de 1857, mediante todos los recursos de que disponía, incluso el
de negar los servicios religiosos a la población (tal y como lo hiciera 70 años
después para iniciar la guerra de los cristeros).
Aun
cuando fuera despojada de gran parte de sus cuantiosos bienes, la iglesia
siguió teniendo el suficiente poder como para tratar de volver por sus fueros a
contracorriente de la historia. Así, apoyó a los reaccionarios en la guerra
contra Juárez, quien acabó por restarle poder político; se alió a la
intervención francesa y tuvo fricciones con el imperialismo de Maximiliano
porque los franceses pretendían desarrollar al capitalismo más allá de los
intereses del alto clero. El porfiriato siguió respecto a la iglesia la
política de Juárez, pero ni así se alió la institución al pueblo. Combatió a
Madero por espiritista y apoyó la guerra contra el pueblo encarnado en las
fuerzas de Zapata y Villa.
Para
1922, el clero trató de dirigir el movimiento obrero creando la confederación
Nacional Católica del Trabajo, habiendo declarado el arzobispo estar en
desacuerdo con los principios del socialismo y recomendado a los obreros
cristiana obediencia a Dios; su alocución terminaba así: “Pobres, amad vuestra condición humilde y vuestro trabajo; poned
vuestras miradas en el cielo; allí está la verdadera riqueza. Una sola cosa
pido: a los Ricos, amor. A los pobres, resignación”.
Pero la
iglesia de los años 20 no pudo apropiarse del movimiento obrero controlado por
Luis N. Morones. Así que volvió sus ojos codiciosos de poder al campo, donde
habían campesinos pobres e inconformes con la persecución religiosa de los
gobiernos de Carranza y Obregón y con sus miserables condiciones de existencia,
a las que la reforma agraria no había llegado a poner remedio.
La
iglesia de los años 20 cerró filas en su pugna por el poder contra el gobierno
encabezado por Calles. Dejó de prestar servicios religiosos y orilló a los
campesinos a la rebelión armada en 1926. Para el año siguiente la iglesia ya
había entrado en componendas tanto con el gobierno mexicano como con el
norteamericano (interesado en la estabilización del país para poder extraer
mejor sus riquezas), así que dio una vez más la espalda al pueblo –esta vez
armado por ella- para rescatar su cuota de poder al lado de los opresores.
Derrotado
el movimiento cristero, la iglesia, esa iglesia defensora de sus privilegios de
la que estamos hablando, optó por no seguir enfrentando a otras fracciones de
la clase dominante. No tanto porque hubiera renunciado a la recuperación de sus
privilegios perdidos, sino porque durante aquellas décadas de los años veinte y
treinta hubo un flujo revolucionario en el mundo que le mostró a su verdadero
enemigo: los pobres, el pueblo trabajador del campo y de la ciudad.
La
iglesia de los años 40 cerró filas con el resto de las estructuras del Estado
mexicano, que tenía una ideología liberal burguesa y se mostraba anticlerical
por encima, pero apoyaba al clero conservador por debajo de la mesa. De este
modo puede seguir usando los templos que fueron declarados propiedad de la
Nación desde la promulgación de las leyes de Reforma, también puede construir nuevos
templos aunque queden nominalmente como propiedades del Estado; puede fundar y
mantener escuelas y universidades pasando por encima de la Constitución; puede
crear asociaciones de “beneficencia”
y desarrollo comunitario, agrupaciones de jóvenes, hospitales y asilos; puede
mantener y fomentar organizaciones de laicos que participen activamente en la
orientación política del país e incluso puede tener cierto peso económico.
Puede hasta obedecer al Vaticano, potencia extranjera con la que México no tiene
relaciones diplomáticas. A cambio de todos estos privilegios, la iglesia debe
de abstenerse de “participar en política”,
esto es, de hacer declaraciones públicas que no favorezcan al régimen en turno;
sus miembros no pueden participar en las elecciones, aunque patrocina grupos y
partidos políticos como Acción Nacional o la Unión Nacional Sinarquista, ahora
Partido Demócrata Mexicano.
Conforme
fue avanzando la crisis del imperialismo, se desmoronó el modelo desarrollista
hasta hace pocos años activamente promovido por la iglesia. La ideología de la “unidad nacional” cambió porque ya no
quedaba lugar para la demagogia populista. La crisis económica “pone en juego el destino de la nación”
dice la burguesía, haciendo recaer todo su peso sobre los hombros del pueblo
trabajador; la unidad nacional se convierte en seguridad nacional: Se declara
la guerra a las “ideas exóticas”, a
las tentaciones liberadoras surgidas del tan cercano ejemplo de Centroamérica.
En este
contexto, la iglesia católica se despliega nuevamente, tal y como lo hiciera
hace 130 años, pues la burguesía debe hacer uso ahora de todos sus recursos
para mediatizar las luchas populares. Viene la más alta autoridad vaticana
pasando por encima de todos los preceptos constitucionales, a predicar
conformismo y anticomunismo, a hablar de una “justicia” donde deben coexistir explotadores y explotados y a
tratar de restablecer la política de desmovilización obrera que ya había promovido
sin éxito 58 años antes.
La visita
papal de 1979 no sólo mostró la posición reaccionaria del clero tradicional,
sino el profundo arraigo cristiano de nuestro pueblo, el que se volcó
espontáneamente a las calles, sorprendiendo incluso a la oligarquía que
orquestara una campaña publicitaria sin precedentes para preparar la visita.
Hoy día,
las más altas autoridades eclesiásticas del país se pronuncian casi a diario a
favor del gobierno, llamando al pueblo a mantener la calma ante la creciente
miseria producto de la crisis, condenan por todos los medios a su disposición
el compromiso que han adquirido los religiosos y creyentes más avanzados con
las luchas populares, y favorecen abiertamente la escalada represiva del
Estado, apoyando iniciativas como la de instaurar la pena de muerte.
Con esto,
la iglesia llega al final del camino junto a los opresores bajo cuya sombra se
cobija. En esta revolución que comienza ya no podrán ganar los opresores porque
nunca más habrá opresores ni oprimidos: la iglesia ya no se podrá alinear con
los privilegiados porque al triunfo de esta revolución se habrán acabado los
privilegios. La iglesia tradicional se resiste a perder sus privilegios y actúa
recrudeciendo su posición intentando frenar al pueblo; trata de aparecer como
conciliadora, situada por encima de los problemas de este mundo, pero sólo
logra alejar a la feligresía y dividir al clero.
En cuanto
a las otras iglesias de denominación cristiana, irrumpieron tardíamente en nuestra
historia, porque la reforma religiosa del siglo XVI nos llegó, como ya
señalábamos, no con el protestantismo sino con las contrarreformas. Las
iglesias protestantes vinieron por dos caminos diferentes a México: Junto a los
inmigrantes europeos del siglo pasado una vez expulsados los españoles, y como
parte del proyecto neo-colonial del imperialismo norteamericano.
En el
primer caso, las iglesias se limitaron al servicio religioso de los británicos
o alemanes busca-fortunas recién inmigrados, casi sin haber realizado labor
proselitismo. No así en el segundo caso, en el que se trata de fundaciones con
enormes recursos financieros provenientes de la oligarquía norteamericana.
Estas fundaciones realizan labores “filantrópicas”
con el claro propósito de dividir y domesticar a nuestro pueblo.
A partir
de la década de los años 30 el imperialismo norteamericano intensificó la
penetración ideológica y militar en nuestro país a través de diversas sectas
como los “Testigos de Jehova” o la “Iglesia Fundamentalista del Verbo de Dios”,
y de agrupaciones supuestamente religiosas como el “Instituto Lingüístico de Verano” o los “Cuerpos de Paz”. Cabe resaltar que dicha penetración se lleva a
cabo ante la mirada complaciente y aun con la colaboración del Estado. “Más vale una misión que cien
ametralladoras” decía cierto ministro de la iglesia metodista, encargado de
la Fundación Rockefeller.
2. La iglesia
cede ante el empuje revolucionario
Por supuesto que el desarrollo hasta aquí
descrito del cristianismo institucional no está circunscrito a México, sino que
se da en todos los países en los que predominan las religiones cristianas. Para
la década de los años 60, el Vaticano se encontró con que estaba cada vez más
aislado de las masas católicas debido a su postura antipopular. En
consecuencia, el Papa Juan XXIII siguió una política de acercamiento con los
países socialistas y emitió un documento en el que admite que los comunistas
realizan las acciones propuestas por la moral cristiana, aunque partan de una
base teórica errónea (de acuerdo al Papa). Por su parte, Paulo VI avanzó en la
puesta al día de la iglesia, mediante la realización del II Concilio Vaticano y
la emisión de su encíclica “Populorum
Progresio”. Estas medidas hicieron posible que muchos religiosos y
religiosas honestos utilizaran su ministerio en todo el mundo subdesarrollado
para favorecer las luchas de liberación nacional y por el socialismo.
Hubo
otros dos acontecimientos que sacudieron a la iglesia católica durante esa
misma década: El más relevante fue la participación del cura Camilo Torres en
el Ejército de Liberación Nacional de Colombia, y su fundamentación teológica
de que la militancia guerrillera es la única alternativa cristiana del momento.
El otro acontecimiento fue la reunión de obispos latinoamericanos en Medellín;
en ella, la iglesia católica latinoamericana ratificó su compromiso con los
pobres y justificó la guerra popular contra la opresión imperialista.
Desde
entonces dejó de ser novedad la participación de religiosos en los movimientos
armados en Nicaragua, Brasil, El Salvador, Colombia o Guatemala.
En
México, los cristianos progresistas buscan obtener su legitimidad dentro de la
iglesia tradicional, a la vez que se involucran con organizaciones políticas
real o supuestamente de oposición. A pesar del reflujo reaccionario inducido
por el Vaticano, han tenido algunos logros como el de haber arrancado una
declaración que reiteraba el compromiso de la iglesia con los pobres en la III
Conferencia Episcopal Latinoamericana, realizada en Puebla, a pesar del
espíritu ultramontano reinante. Por otro lado, los obispos de la Región
Pacífico Sur y otros en diferentes lugares del país han manifestado la
necesidad de que los católicos participen políticamente en defensa de los
intereses populares. Obispos y sacerdotes honestos denuncian permanentemente el
deterioro en la calidad de la vida de la población y logran una cierta
politización de las masas.
Sacerdotes
y religiosas, ministros, diáconos y laicos realizan, frecuentemente en
conjuntos ecuménicos, trabajos de base con obreros, campesinos y colonos; este
trabajo no es espiritual en el sentido que la tradición le ha querido dar: No
es mera contemplación, sino la reflexión consecuente de una práctica que trate
de desplegar la fuerza creativa del pueblo en obras de beneficio común. Los
cristianos avanzados realizan una concientización notable a través de estos
trabajos, la que muestra al pueblo a su enemigo, así como su propia capacidad
de lucha.
Sin
embargo, esta obra político-espiritual no ha cristalizado en un proyecto
global, histórico, que guíe al pueblo hacia su liberación definitiva. Este
hecho, más que señalar una limitación del cristianismo avanzado lo que muestra
–a decir de los propios teólogos- es que la labor de la religión no es esa. Los
cristianos adquieren el compromiso revolucionario porque forman parte del pueblo;
su fe los fortalece en la lucha, pero la estrategia y la táctica de esa lucha
no puede originarse en el Evangelio.
Es por
ello que los cristianos buscan honestamente el acercamiento con diversas
corrientes progresistas y con el marxismo, a la vez que se van incorporando a
la militancia en partidos y organizaciones políticas. Esto ha provocado, dicho
sea de paso, que los oportunistas traten de utilizar el trabajo cristiano de
base; afortunadamente han topado, en la mayoría de los casos, con la cautela largamente
practicada por las comunidades religiosas.
3. Discusión
entre cristianos y marxistas
Lo que se ha dado en llamar diálogo entre
marxistas y cristianos no ha sido fácil. Se ha visto obstaculizado en la
práctica por el oportunismo de “izquierda”
y por una desconfianza, por lo demás explicable, de parte de los religiosos y
creyentes. Pero debe resaltarse que son precisamente estos quienes más activamente
han buscado ese diálogo.
Son dos
las actitudes supuestamente marxistas las que obstaculizan la participación
revolucionaria de los cristianos: La primera es el sectarismo provocado por una
lectura rígida del marxismo-leninismo: Si los libros dicen que “la religión es el opio del pueblo”, es
así, por más que los religiosos y creyentes hayan demostrado –incluso con el
generoso sacrificio de sus vidas- su capacidad revolucionaria en nuestra
América Latina. Ya hemos señalado que los primeros interesados en que la
religión deje de ser manipulada por la burguesía son los propios cristianos
revolucionarios.
El
segundo obstáculo, quizá más grave que el anterior, consiste en que los
revolucionarios materialistas frecuentemente consideran de manera mecánica a la
fe como algo transitorio, como una especie de enfermedad infantil que
desaparecerá al triunfo de la revolución. En consecuencia los compañeros
cristianos son considerados como militantes a los que les falta algo, que
tienen limitaciones –superables- producidas por su fe. La terca realidad se ha
encargado de mostrar que esto no es así, sino muy al contrario, que los
creyentes tienen en su fe al elemento más profundamente motivador de su
militancia revolucionaria y que, además, la militancia revolucionaria acrecienta
su fe.
La fe ha
mostrado ser un elemento dinámico y creativo que además de reconstruirse a
través de la militancia revolucionaria, es capaz de realizar aportes valiosos
tanto para la destrucción de la vieja sociedad como para la construcción de
otra donde impere la justicia, el amor, la solidaridad y la esperanza en el
futuro.
Todo esto
plantea nuevos problemas a la crítica marxista de la religión, la cual de
ninguna manera debe pasar por la negación del derecho que se han ganado los
cristianos a hacer la revolución, derecho más legítimo que el de aquellos que
en el nombre del marxismo permanecen cómodamente sentados tras sus escritorios.
La unidad entre cristianos y marxistas se ha dado en las cárceles fascistas y
se está dando en las trincheras de las guerras de liberación nacional y por el
socialismo. Esto es lo que debe recoger la teoría, la que tendrá siempre
presente que la unidad cristiano-marxista parte de la práctica revolucionaria.
Los
marxistas no ocultamos a los cristianos que somos materialistas, es decir, que
sabemos que las condiciones de existencia determinan a la conciencia. Esto
significa que concebimos a la religión como un producto humano, determinado por
las condiciones materiales en que se desarrolla la sociedad. Tampoco ocultamos
que al triunfo de la revolución el pueblo vencedor creará un Estado que
garantice la más completa libertad religiosa, la cual conlleva la libertad de
no profesar ninguna religión; este Estado será obviamente laico. También es
cierto que estamos contra las iglesias que se desempeñan como enemigas del
pueblo. Todos estos elementos, ya viejos y sabidos ¿obstaculizan de alguna
manera la alianza estratégica entre cristianos y marxistas? La respuesta es NO. No por dos razones:
En primer
término porque es más lo que nos une que lo que nos separa; tal es el caso de
nuestra búsqueda común de la justicia y nuestro común compromiso con los
pobres, es decir, con el pueblo trabajador de la ciudad y del campo.
Y en
segundo lugar porque la única posibilidad históricamente viable de destrucción
de la vieja sociedad para liberar al cristianismo de sus trabas es precisamente
el socialismo, al cual arribaremos si aplicamos correctamente la ciencia de la
historia, que no es sino el marxismo-leninismo.
El
esfuerzo que han realizado los cristianos por acercarse al marxismo ha sido
considerable a pesar de los obstáculos arriba descritos, al grado que no pocos
teólogos progresistas han leído la obra de Marx con mayor seriedad y
profundidad que muchos autoproclamados marxistas. Estos cristianos han
realizado una admirable autocrítica, originada en la crítica marxista de la
religión, han comprendido la lucha de clases y se han involucrado en ella
reinterpretando su compromiso a la luz del Evangelio.
No
obstante, queda entre los cristianos revolucionarios una reserva, un obstáculo
por superar desde el punto de vista teórico. Plantean que la teología política
desacraliza la naturaleza y las instituciones, relativizando las nuevas
instituciones creadas por la revolución triunfante. La liberación es concebida
como un proceso (al que califican de dialéctico pero que es concebido
mecánicamente) de desinstitucionalización, de modo que una vez liberada una
formación social hay que comenzar a liberar a la siguiente. El argumento
incluye al socialismo, pero se abstiene de analizar lo que sucederá en la
sociedad sin clases.
Otra
vertiente del mismo problema es la lectura deshistorificada de la obra de Marx,
en la que existe la tendencia a tomar frases sueltas, a manera de versículos,
otorgándole a cada una de ellas un valor independiente del contexto en que
fueron expresadas. La obra de Marx se convierte así exactamente en lo opuesto a
lo que quiso su autor: en un texto dogmático con “verdades” absolutas.
De este
tipo de lectura se deriva, bajo la influencia del anticomunismo reinante, una
crítica más o menos superficial de los “seguidores”
de Marx, que no son sino los constructores de las vanguardias revolucionarias
de los países que han logrado liberarse del imperialismo. Marx está bien, dirán
de buena fe estos teólogos, pero Lenin se equivocó. Añaden a su argumento que
actualmente no hay sociedades de verdad socialistas tal y como las imaginara
Marx (como si las sociedades se construyeran con la idea) porque han caído en
el “materialismo ateo”, en la “burocracia” y en el “capitalismo de Estado”.
La
objeción al socialismo real conduce a la negación de los referentes históricos
de la lucha por el socialismo, con la consiguiente negación del camino que ha
de llevar a nuestro pueblo a la toma del poder (y que obviamente no puede ser
el mismo que siguiera la Unión Soviética, Cuba o cualquier otro país
socialista). Mediante este esquema se relativiza a tal grado al socialismo, que
se oculta su origen en el capitalismo; se veía también el papel del
imperialismo beligerante que actúa contra las sociedades socialistas recién
constituidas estorbando su desarrollo.
La
mencionada objeción al socialismo real conduce necesariamente a posiciones
anticomunistas; la historia ha demostrado que quienes toman ese camino (en
Polonia o Nicaragua por ejemplo) terminan militando en las filas
contrarrevolucionarias. Esto no quiere decir que estemos contra la crítica; muy
por el contario, sin la crítica no es posible la revolución misma. Solo que
debe hacerse en términos concretos, históricos, y desde una perspectiva
comprometida con la revolución. De nada sirve el uso de adjetivos como “totalitarismo” u otros por el estilo;
dejemos que el enemigo sea quien haga ese tipo de crítica que solamente es
propaganda ¿Cómo es posible que critiquemos al Vaticano o a los voceros del
gobierno norteamericano por sus posiciones y acciones reaccionarias y al mismo
tiempo les demos crédito cuando nos endilgan historias sobre la persecución
religiosa en la Unión Soviética o acerca del “heroísmo” del “sindicato”
Solidaridad y sus dirigentes en Polonia?
Buena
parte de la discusión entre marxistas y cristianos se dio en el marco de la
euforia post-franquista en España y durante el breve gobierno de la Unidad
Popular en Chile. Parecía entonces que era posible la “vía democrática” al poder, que no haría falta la dictadura del
proletariado, que se podría alcanzar la “sociedad
plural”. Pero la lucha de clases no se resuelve con tanta facilidad. No nos
engañemos: La revolución de nuestra sociedad, la mexicana, requiere de un
proceso particularmente cruento y prolongado. La alianza estratégica entre
revolucionarios cristianos y marxistas se inscribe necesariamente en el
reconocimiento de que nuestro camino es la guerra popular prolongada.
Si
mencionamos la guerra, evidentemente estamos hablando de muerte; ya no sólo de
morir, sino de matar. ¿No nos han dicho desde que éramos niños, que lo
cristiano no es matar, sino poner la otra
mejilla? Este argumento ha sido superado con creces, tanto por los
marxistas como por los nuevos lectores del Evangelio. Los opresores llaman
violencia a las acciones que el pueblo toma contra ellos; su propia violencia
la llaman justicia, a la vez que ocultan la violencia cotidiana inherente al
sistema: A la tortura le llaman “confesión”,
a la cárcel “reeducación” y al
secuestro “desaparición”. Las fuerzas
represivas no asesinan, sino que “cumplen
con su deber”. La muerte lenta por hambre se llama “desnutrición” y la violencia en el trabajo sobreexplotado “accidente”. La violencia oculta del
imperialismo es mucho más terrible que la evidente, porque nos deja indefensos y
deja impunes a los genocidas.
Una vez
reconocida la necesidad de la guerra justa, queda sólo por determinar el
momento histórico en que se hace posible e imperioso para el pueblo pasar a la
ofensiva. La crisis irreversible en la que se ha precipitado el imperialismo,
con toda su secuela de miseria y represión, señala que se ha llegado ese
momento, que ni cristianos ni marxistas tenemos derecho a posponer.
4. La alianza
como cuestión práctica
Cuando una organización revolucionaria
convoca sin aventurerismo, sin la manipulación de quienes buscan votos u otros
beneficios oportunistas, mostrando un trabajo constante y tenaz, a luchar por
un proyecto histórico en que tenga necesaria cabida todo el pueblo para hacer
la guerra contra el enemigo común que es el imperialismo, los religiosos y
creyentes honestos se muestran dispuestos a integrar su esfuerzo a la
revolución.
Esa
organización debe mostrar un respeto irrestricto a las creencias religiosas del
pueblo, por lo que no puede objetar el credo religioso de los que en ella
militen. Deberá ser la lucha revolucionaria la que defina el carácter
verdaderamente revolucionario de quienes en ella participen, y no la
improductiva discusión entre materialistas e idealistas.
La
búsqueda de unidad de todas las fuerzas revolucionarias del país definirá a la
organización revolucionaria como laica, ya que proselitismo religioso dentro de
sus filas rompería la unidad. A su vez, a ningún militante de la organización
le sería dado opinar en el nombre de esta sobre la interpretación de las
cuestiones religiosas que sólo competen a las distintas iglesias.
El
marxismo-leninismo ha mostrado su validez en todas las revoluciones triunfantes
de este siglo. Por ello todos los militantes, religiosos o no, de una
organización revolucionaria como la que estamos planteando, tendrán la
obligación de capacitarse teóricamente en el marxismo-leninismo. Además, no
debe permitirse que el clero reaccionario se apropie de algunos elementos del
marxismo-leninismo para dar explicaciones no científicas de la realidad,
derivadas de la lectura fragmentaria de los clásicos, substituyendo la unidad de
la teoría y la práctica revolucionarias por un simple discurso de apariencia
revolucionaria.
El
respeto a la religión debe asumir formas concretas: Permiso a los militantes
para celebrar sus ritos, prohibición de que sean objeto de críticas o burlas,
existencia de capellanes en la organización, y cabida de escritos y argumentos
de los religiosos a favor de la revolución en las publicaciones abiertas o
clandestinas.
La
revolución ha de recibir el aporte cristiano al igual que todos los demás
aportes del pueblo. Los trabajos que esperan a ser realizados son de una
variedad enorme y tienen como única limitación las posibilidades creativas del
pueblo, habida cuenta del grado de avance de la lucha. Para algunos de esos
trabajos, los cristianos –particularmente los religiosos y religiosas- tienen
el compromiso específico de lograr que los creyentes caminen por la senda
revolucionaria. Para la realización de los más, se requiere la conciencia de la
necesidad de la revolución y de que esta es posible.
El germen
de esa conciencia ya existe entre los cristianos honestos de nuestro país.
Epílogo
Hasta aquí el documento histórico que hoy
damos a conocer.
Independientemente
de las manifestaciones de Fe de nuestro pueblo y de la reconocida rapacidad de
los políticos mexicanos por aprovechar la visita del Papa para lavar su imagen,
seguimos pensando como nuestra “Tesis
Política”, que sean bienvenidos todos los seres humanos de buena fe,
dispuestos a
“Vivir
por la Patria o Morir por la Libertad”
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