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¿POR QUÉ SE DESMORONAN LOS GOBIERNOS DE “IZQUIERDA”?

Posteado por Red Latina sin fronteras
Por Hoenir Sarthou
Semanario Voces, www.voces.com.uy
Fuente:
Montevideo, Uruguay
09 de marzo de 2016
"La función de un gobierno realmente popular no es dar, sino educar para la autonomía"
¿POR QUÉ SE DESMORONAN LOS GOBIERNOS DE IZQUIERDA?
Las recientes derrotas electorales en Venezuela, Argentina y ahora en Bolivia, la corrupción generalizada del PT brasileño y, antes, del sandinismo nicaragüense, el fugaz gobierno y la inocua destitución de Lugo en Paraguay, la implosión de la Unión Soviética, la lenta disolución de la socialdemocracia europea, la conversión de China al capitalismo autoritario, la cerrazón política y la apertura económica de Cuba, las vacilaciones de la Unidad Popular chilena y la crisis política y administrativa que empieza a mostrar el Frente Amplio en Uruguay (restaría ver qué ocurre en Ecuador) imponen preguntarse: ¿qué pasa con los gobiernos de izquierda?
Nacidos con la pretensión de inaugurar nuevas eras históricas, de instaurar el socialismo y el “hombre nuevo”, o al menos de “remover hasta las raíces de los árboles”, los desempeños izquierdistas en el  gobierno, desde hace casi un siglo, son bastante frustrantes.
¿Por qué los sueños utópicos de la izquierda suelen terminar degradados ante la realidad que pretendían cambiar para siempre?
LA PROFECÍA APURADA
La que hoy llamamos “izquierda” no fue concebida para ser gobierno.
Si nos remontamos a sus orígenes  incluso a los menos lejanos, como el movimiento obrero del Siglo XIX, el pensamiento socialista no tenía por finalidad constituir un partido de gobierno, en el mismo sentido en que el cristianismo, en sus primeros años, no tenía vocación de ser iglesia.
El socialismo, como el cristianismo (no soy muy original al decirlo), se fundan en profecías. Uno espera “El Reino de los Cielos”; el otro a “La Revolución Proletaria”, la sociedad sin clases en la que cada uno deberá recibir de acuerdo a sus necesidades. El problema es que las profecías no encajan muy bien con los rituales burocráticos de las iglesias y los Estados
Los primeros teóricos del socialismo, los fundadores de la “Internacional” obrera, Marx, Engels, y ni hablar de Bakunin y los demás anarquistas, no soñaron con constituir partidos electorales y mucho menos con ejercer el gobierno desde las instituciones existentes. Para ellos, la “revolución” consistía en un cambio radical en las relaciones de producción y/o en las relaciones de poder, lo que aparejaría cambios en la ideología de la sociedad y luego en las superestructuras institucionales.
La cuestión del poder político como un asunto inmediato y su identificación con el control del aparato del Estado es bastante posterior. Probablemente Lenin y sus continuadores hayan tenido mucho que ver con eso.
Lo cierto es que, ya en el Siglo XX, en los duros debates entre los seguidores de Lenin y los de Eduard Bernstein, es decir entre el socialismo revolucionario y el socialismo “reformista” o socialdemócrata, unos y otros tienen un acuerdo sustancial: discuten ferozmente sobre cómo llegar al poder político, si por vía revolucionaria o por vía parlamentaria y sindical, pero están de acuerdo en la necesidad de lograr el poder político para construir el socialismo.
Algunos años después, Antonio Gramsci, un marxista italiano de breve estatura y escasa salud, analizó la influencia de los factores ideológicos y culturales en los procesos sociales y descubrió que el poder es, en gran medida, hegemonía ideológica. Pero Gramsci, si bien fue estudiado, no parece haber sido bien comprendido por los estrategas de la izquierda mundial, que siguieron viendo a la lucha por el control del Estado como el objetivo principal.
Así las cosas, desde hace casi un siglo, las izquierdas han nacido y vivido con dos obsesiones. La primera es construir “el cielo en la tierra”, es decir la utopía socialista. Y la segunda es la toma del poder político, entendiendo por tal la conquista del Estado.
Los métodos han sido muchos, insurrecciones populares, huelgas generales, guerra de guerrillas, alianzas con movimientos militares supuestamente nacionalistas, “entrismo” en partidos populistas, grandes frentes nacionales o populares, pero el objetivo ha sido siempre el mismo: la toma del poder político como paso previo a construir el socialismo. Quizá sólo algunos movimientos de origen indígena, en México y en Perú, se han cuestionado esos objetivos. Pero, por ahora, es poca su incidencia teórica visible en la estrategia de las izquierdas centro y sudamericanas.
OBSESIONES Y GOBIERNOS
La obligación mesiánica de construir “el cielo en la tierra”, y a la vez obtener y conservar el poder político, les ha impuesto a los partidos de izquierda una carga pesadísima.
Para empezar, porque descubrieron que los dos objetivos podían ser contradictorios. Es decir, si anunciaban claramente que se proponían construir un proyecto socialista, no lograban el poder político. Y, si disimulaban sus objetivos finales hasta llegar al poder político, después no podían abordar reformas de corte socialista.
Para sorpresa de muchos militantes, los seres humanos reales no suelen sentir mucho entusiasmo por vivir en el cielo. Quieren comida, dinero, seguridad, salud, diversión, y algunos quieren trabajo, No muchos están dispuestos a reducirse en esas cosas, incluso en las superfluas, para que otros también las disfruten. Y menos aún están dispuestos a comprometer su esfuerzo desinteresado para la gestión de esos recursos.
¿Cómo resolvieron ese dilema los partidos de izquierda gobernantes?
Sencillo: priorizaron llegar al poder político. Después, desde arriba, intentaron o simularon los inicios de un proyecto más “socializante”, instalando en realidad una relación clientelar con la población que los eligió. Es decir, el gobierno les “da” cosas al pueblo, a los pobres. Les da prestaciones económicas, algunos empleos, mejores sueldos, beneficios sociales y de salud, muchas declaraciones de nuevos derechos y algunos programas de vivienda.
Puede variar el discurso. Algunos gobiernos tienen una retórica antioligárquica y antiimperialista, otros hacen una administración más tradicional del poder. Lo que en general no ha cambiado –como era de prever- es la estructura económica de las sociedades y la conformación ideológica y cultural que la acompaña.
El resultado es que, por debajo de la retórica izquierdista, encaramada en el Estado, sigue operando el poder real, el de quienes controlan la economía (que ya no se localizan usualmente en el territorio nacional) y el de quienes conforman la mentalidad dominante (y no me refiero sólo a los medios de comunicación, sino también a la academia y a una intelectualidad funcional, adiestrada y remunerada, directa o indirectamente, para reproducir la ideología y la cultura dominantes).
Muchos izquierdistas honestos se indignan y gritan “¡traición!” cuando ven a sus ex compañeros, ahora gobernantes, envueltos en las redes del poder económico, obteniendo prebendas y reproduciendo el discurso cómodo de lo “políticamente correcto”.
¿Era posible otra cosa? ¿Hay alguna vacuna ideológica duradera contra la corrupción y el conformismo? ¿Hay algo en el ADN de izquierda, por radical que sea, que prevenga contra la soberbia, el interés y el espíritu burocrático?
Tiendo a creer que no.
¿No hay nada que hacer, entonces? ¿Estamos condenados a elegir una y otra vez a gobiernos que se corromperán, traicionarán y terminarán reproduciendo el tipo de sociedad que querríamos cambiar?
Nada es eterno. Ni siquiera los males. Durante muchos siglos, la humanidad habrá creído que el poder material de la nobleza terrateniente y el poder ideológico de la Iglesia eran eternos. Sin embargo, la economía cambió y la ideología cambió, y hoy no reconoceríamos como real al mundo feudal.
Lo que en el fondo quiero decir  –y soy consciente de estar nombrando apenas un tema enorme- es que, mientras que el objetivo exclusivo de los movimientos populares sea alcanzar el poder del Estado, estaremos condenados a reiterar el proceso de ilusión-desilusión-fracaso que han seguido los gobiernos “de izquierda” hasta ahora.
Porque las sociedades no cambian así. No evolucionan a pura fuerza de voluntad y poder estatal. Cambian por procesos económicos poco controlables. Y cambian también –y esto es esencial- por procesos culturales subterráneos, cambios de percepción, de valores y de actitud, sobre los que sí es posible operar ideológica y culturalmente.
Un pueblo pedigüeño, una masa, un montón de vecinos, clientes, consumidores, y un gobierno magnánimo, dando beneficios, es todo lo contrario de un proyecto de cambio social. Aunque nos hayamos acostumbrado a la idea de que eso es “un gobierno popular”. La función de un gobierno realmente popular no es dar, sino educar para la autonomía.
Claro que el papel del Estado es importante en un mundo transnacionalizado  como en el que vivimos. Pero de nada sirve si se convierte en un instrumento más para la reproducción de los poderes y de las ideas ya establecidos.
No son el Estado y los gobiernos los que determinan a la sociedad. Es al revés, son las sociedades, su percepción de la realidad, sus creencias, sus deseos y sus convicciones, las que determinan a los Estados y a los gobiernos
Y ese es, hoy, un terreno de lucha casi abandonado.
Montevideo_Uruguay
2016-03-20 

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