Gustavo Esteva
Lunes 06 de junio de 2016
Gobernar es comunicar, decía Jaime Goded. Por invertir este
principio, las clases políticas mexicanas y en particular el Ejecutivo ya no
comunican ni gobiernan.
Para Goded, comunicar es
construir y practicar un código común. Dar forma y validez práctica a ese
código implica gobernar. Ejemplo bobo es el semáforo: con ese código puede
gobernarse el tránsito. Una constitución, cuando expresa realmente la voluntad
colectiva y no el consenso de un grupo de iluminados o facciones, puede ser
código común. Como lo es una propuesta de un gobernante que la gente hace suya.
Está gobernando con ella.
En 2015 el gobierno
mexicano gastó 11 millones de pesos diarios en lo que llama comunicación. Pero no comunica. Las
propuestas que así circulan no generan consenso, sino rechazo. Cae
continuamente la popularidad de quien se quiere exaltar a costo tan alto. Se
pierde de ese modo capacidad real de gobierno… y poder político. Sólo queda
recurrir a medios coercitivos: la cooptación, la corrupción y finalmente la
policía y al Ejército.
Esta incapacidad brutal de
las clases políticas para gobernar y comunicar se demostró ampliamente en el
episodio electoral que culminó ayer. Partidos y candidatos gastaron cantidades
inmensas de dineros legales e ilegales en su propaganda. El único código común
que consiguieron es: No hay a quién irle.
El lodo que se estuvieron arrojando mutuamente permitió mostrar con claridad la
baja estatura moral, la gran corrupción y la abierta incompetencia de todos los
partidos y de candidatas y candidatos.
El episodio mostró también
la manera en que la droga de las elecciones y del sistema de representación
montado en ellas se ha convertido en adicción peligrosa. La conciencia popular
es cada vez más clara sobre la dañina esterilidad de este juego mercadotécnico
hundido en la corrupción. Se dice ahora, con la sorna del caso, que hay una
gran conciencia cívica: la gente sabe al fin que su voto vale. Las tortas
pasaron a la historia hace décadas. Hay tiendas que pagaron el voto a 3 mil
pesos y otras que hicieron arreglos por millones con líderes u organizaciones.
Millones de votos del día
de ayer fueron expresión de corrupción, de temor, de alguna forma de
coerción... El llamado voto duro
sigue contando, pero ha cambiado su configuración, su carácter y su peso en el
resultado, al modificarse mecanismos y dispositivos del control regional. En
muchos casos el resultado quedó en manos del azar: fue un producto estadístico
que no pudo expresar en forma alguna una voluntad colectiva.
El extendido rechazo al
sistema mismo y a los partidos no encontró una forma adecuada de expresarse.
¿Cómo expresarlo? No votar o anular el voto son reacciones insuficientes o
inadecuadas: no dicen con claridad lo que se quiere decir, hasta cuando hacerlo
corresponde a una decisión comunitaria, como ocurrió ayer en algunos casos.
Muchos especialistas consideran que sólo incrementan el peso del voto duro.
Las elecciones se
realizaron en el conflictivo contexto de la guerra que se libra contra los
maestros y abarca a capas cada vez más amplias de la población, que los están
apoyando. Como dice el tercio compa
que mandó el EZLN a ver qué pasaba en Tuxtla y Chiapa de Corzo: Quién
sabe qué vaya a pasar, pero los malos gobiernos ya perdieron.
Se viene encima una lucha
larga y compleja. No puede el gobierno aceptar que su mal llamada reforma educativa fracasó. No puede la
CNTE rendirse antes de iniciar una negociación. ¿Cómo escapar de ese
atolladero? Se trata de un predicamento muy semejante al de ayer: ¿cómo optar…
cuando no parece haber opción?
Radicalizarse es ir a la
raíz. Y la raíz de todo esto está clara. No es asunto de personas o partidos.
La lucha de los maestros es también la de los pueblos indígenas y de muchos
otros sectores, porque es a final de cuentas una lucha contra el despojo
creciente y la destrucción de la fuerza laboral como estrategias del capital.
En esa lucha, los territorios indígenas eran y siguen siendo uno de los
principales frentes de batalla. La escuela lo es también.
Sin abandonar la calle, en
la que se necesita prudencia, astucia y organización como nunca, hay que
concentrarse en los propios espacios, donde pueden poco o nada las manos
poderosas pero torpes del gobierno. Ahí ha de tejerse la organización. No cabe
reducirla a la mera defensa, aunque ésta sea hoy una tarea indispensable. Se
trata de construir paso a paso, de poquito en poquito, las realidades sociales
y políticas que empiezan ya a sustituir a los aparatos que ya no dan más de sí,
los del capital y de sus administradores estatales, los de la era que termina.
No hay opciones: es
preciso construirlas.
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