Descubren en el Cisen y en el Campo Militar Nº 1 rastros de Julio César Mondragón, normalista desollado
Maribel Gutiérrez
Texto publicado en el periódico El Sur
Chilpancingo, Gro.
En el libro La
guerra que nos ocultan, los periodistas Francisco Cruz, Félix Santana y
Miguel Ángel Alvarado dan a conocer su investigación sobre operaciones contra
los estudiantes de Ayotzinapa. El celular de Julio César Mondragón Fontes
estuvo funcionando hasta el 4 de abril de 2015, y fue usado para espiar los
contactos que tenía la víctima, señalan.
La pista que dejó Julio César Mondragón Fontes, el estudiante de la
Normal de Ayotzinapa que fue asesinado y apareció con el rostro desollado el 27
de septiembre de 2014 en Iguala, lleva al Campo Militar Número Uno, y pone en
evidencia la intervención del Ejército en los crímenes contra los normalistas
rurales de Guerrero.
En el libro La guerra que nos ocultan, los periodistas Francisco Cruz,
Félix Santana Ángeles y Miguel Ángel Alvarado, siguen el camino de Julio César
Mondragón, las actividades que realizó el 26 de septiembre de 2014, las
comunicaciones que tuvo por su teléfono celular, del hallazgo de su cuerpo la
mañana del 27 de septiembre del que avisó un militar.
Después siguieron el rastro de las señales de su teléfono celular, y
encontraron que el aparato continuó funcionando, y que el 17 de octubre de 2014
recibió una llamada desde las instalaciones del Cisen en la Ciudad de México,
(el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, de la Secretaría de
Gobernación) y el 23, 25, 27 de octubre y el 1º de diciembre de 2014 recibió
llamadas desde el Campo Militar Número Uno en la Ciudad de México.
En el capítulo XIV, “Tras los
rastros de Julio César en el Territorio Telcel”, se descubren las
comunicaciones de entrada y salida del número del normalista asesinado y desollado
el 26 de septiembre de 2014, y la ubicación del lugar de las llamadas, en
coordenadas de las que informa Telcel, y los autores del libro analizan y describen
lo que hay en esos sitios:
“El celular robado del joven
normalista Julio César Mondragón Fontes registró cuatro mensajes de dos vías,
provenientes del Campo Militar 1A, en Lomas de Sotelo en la Ciudad de México, y
su colindancia con el municipio de Naucalpan, en el Estado de México, meses
después de que alguien lo robara al terminar de torturarlo, desollarlo y
matarlo la madrugada del 27 de septiembre de 2014 en el Camino del Andariego en
Iguala.
“También hubo otros mensajes
al mismo equipo desde las inmediaciones del Cisen en la Ciudad de México, a 50
metros de la puerta localizada entre las calles de Nogales y Ferrocarril de
Cuernavaca, en la colonia La Concepción, delegación Magdalena Contreras.
Anotados en un documento confidencial que la empresa Telcel entregó a la
PGR el 31 de agosto de 2015, esas llamadas forman parte de las 31 actividades que
registró ese teléfono, un LG L9 con el número 7471493586, desde el 27 de
septiembre de 2014 hasta el 4 de abril de 2015.
Julio César llevaba consigo su teléfono durante sus actividades del 26
de septiembre, y no apareció entre los objetos localizados con su cuerpo ya
muerto. Los autores del libro plantean que los asesinos, probablemente
militares, se quedaron con el aparato y lo usaron hasta el 4 de abril de 2015, como lo indica la
información proporcionada por la empresa de telefonía Telcel, que consta en el
expediente de la PGR, y revelan, con datos oficiales, que lo usaron para hacer
espionaje y tratar de descubrir los contactos de Julio César.
Antes de que la PGR pidiera a Telcel la lista de comunicaciones hechas
por ese celular, antes y después de los hechos de Iguala, alguien –que se
supone que son los militares que tuvieron en sus manos el aparato después del
asesinato de Julio César– ya lo había hecho. “Desde las sombras alguien se había adelantado e intentaba conocer todo
lo que había hecho Julio César y, según se desprende de la sábana de llamadas,
conocer a las personas con las que tuvo sus últimos contactos. En otras
palabras, esa persona hacía espionaje con el celular robado a Julio César”,
dicen los periodistas en el último capítulo de su libro.
Sostienen que Julio César es una de las claves para explicar la
represión a los estudiantes de Ayotzinapa en Iguala, “porque las coordenadas que generaron las actividades después del 30 de
septiembre de 2014, condujeron a un viaje sin desvíos hacia las entrañas de uno
de los campos militares más importantes del país, en la Ciudad de México”,
dicen al final del capítulo XIII del libro.
Julio César Mondragón Fontes fue señalado en declaraciones de sicarios
que recogió la PRG como “líder de Los
Rojos”, y con esta calumnia el gobierno pretendió encubrir la acción
represiva que encabezó el Ejército en una disputa entre organizaciones de la
delincuencia dedicada al narcotráfico, los Guerreros
Unidos que controlaban la plaza de Iguala y Los Rojos que querían entrar a disputarla. Con eso pretendieron
justificar la saña contra Julio César. En el libro los autores dicen que “Los estudiantes nunca estuvieron entre una
batalla de narcotraficantes y menos pertenecían a algún grupo. Ellos eran el
blanco”.
El estudiante que fue torturado antes de desollado, como todos los de
nuevo ingreso, tenía sólo un mes en Ayotzinapa, pero antes había estado en la
Normal Rural de Tenería en Tenancigo, Estado de México, y en la de Tiripetío en
Michoacán. Había salido de esas escuelas no por mal alumno, sino porque estaba
en desacuerdo con algunas prácticas. Había dicho a su tío Cuitláhuac: “Yo quiero ir a Ayotzinapa porque quiero
hacer historia en el normalismo rural. Hay cosas que no están bien y sólo
nosotros podemos cambiarlas”. Es parte del perfil de Julio César que los
periodistas investigaron, y que muestra que nada más lejos de la pertenencia a
un cártel del narcotráfico.
Parte de las investigaciones que los periodistas realizaron durante 22
meses se dedica a la forma como el normalista fue desollado, que indica el uso
de una técnica quirúrgica, que se observa en las fotos del cadáver, y sostienen
que no queda duda de que fue desollado, para dejar un mensaje de terror. Las
evidencias desmienten las conclusiones de la CNDH, de que el rostro de Julio
César fue devorado por la fauna callejera
de Iguala.
“Ya golpeado, pero aún vivo,
los verdugos de Julio César le hicieron un corte debajo del pecho en forma de
gota que arrancó la piel, dejando al descubierto músculos y huesos. Quienes lo
hicieron partieron de ahí y con salvaje cuidado fueron cortando hacia arriba
mientras diseccionaban, separaban la carne del cuello y llegaban a la mandíbula
rota, las orejas machacadas y la nariz desintegrada”, dicen en el capítulo I, “Julio
César: crónica de un suplicio”.
“El desollamiento de Julio
César lo hicieron manos expertas. Y el mensaje mantuvo una línea feroz y
categórica para construir miedos. El arma de tortura siguió destazando y al
llegar a la frente, donde el pelo le nacía al estudiante, una puñalada que
afectó casi 13 centímetros, con toda la fuerza, terminó el despellejamiento. Luego
lo movieron, tirado en ese piso de tierra del Camino del Andariego en Iguala;
era entre la una y las dos de la mañana del 27 de septiembre de 2014. No fue
arrastrado ni siquiera un metro, pero su corazón había dejado de latir. En
shock por el dolor desde el principio, Julio César Mondragón Fontes terminó de
morirse”, escriben los periodistas, con base en los
documentos y fotografías que constan en el expediente, y especialmente en un
estudio elaborado por el médico forense Ricardo Loewe, enviado al equipo legal
de la familia del normalista en agosto de 2015.
La contrainsurgencia y las mineras
Los crímenes del 26 y 27 de septiembre
contra los estudiantes de Ayotzinapa, que dejó tres jóvenes muertos y 43
desaparecidos, son una acción de
contrainsurgencia, afirman los autores. Con la represión desatada en Iguala,
que fue conducida por el Ejército, el Estado buscó dar un golpe de muerte a la
Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa.
En el capítulo XII “Estado de
sitio, la cadena de mando”, los autores exponen que militares dirigieron
las operaciones contra los normalistas. “En
Iguala, los militares sustituyeron a los civiles del C4 e informaron en tiempo
real a la Sedena, que está informada de lo que pasa en México mejor que el
propio Presidente. Al salir a patrullar, una tropa siempre tiene una Orden de
Fatiga, que detalla todo lo que hará y llevará en la misión, por intrascendente
que sea.
“El Ejército siempre negará
cualquier participación en los sucesos de Iguala. Sin embargo, fueron soldados
quienes monitorearon desde el C4 la llegada de los jóvenes a la ciudad y uno de
ellos, el sargento segundo de Infantería, Felipe González Cano, se encargó de
reportar al coronel José Rodríguez Pérez —un toluqueño de 67 años de edad que
apenas aguantó un año y medio en esa plaza—, responsable directo del 27
Batallón de Infantería, las actividades que desencadenaron un operativo que la
milicia conoce como ‘Yunque y Martillo’ y que envolvió a los estudiantes de
Ayotzinapa”. Los autores explican que un grupo de
encapuchados vestidos de negro “envolvieron
a los estudiantes hasta desaparecerlos; fue un operativo bien coordinado a
través de una maniobra realizada desde las sombras mientras se apagaba la
mayoría de las cámaras que operaba el C4 de la histórica ciudad de Iguala”.
Y concluyen que “hubo una
conspiración para desaparecer a los estudiantes. Y no sólo intervinieron
pandilleros y policías. Los verdugos hicieron maniobras diferentes y extrañas a
las que ‘normalmente’ hacen los sicarios al servicio del crimen organizado o
los policías”.
La Normal de Ayotzinapa se ha movilizado en defensa de la educación
pública y de la propia Normal permanentemente bajo amenaza de desaparecerla, y
que fue siempre un referente de apoyo para otros movimientos sociales de
Guerrero, en defensa de los derechos humanos y de la justicia, de las tierras,
los recursos naturales, como los minerales explotados por grandes empresas
mineras extranjeras.
En el libro los autores dan especial atención a los grandes intereses
económicos de las mineras, que definen como un negocio más lucrativo que el
narcotráfico. Exponen que el gobierno busca garantizar el camino sin obstáculos
para esos grandes negocios, y se encarga de quitarlos mediante la represión a
los movimientos sociales que se les oponen y defienden las tierras y el agua.
En su investigación, Francisco Cruz, Félix Santana y Miguel Ángel
Alvarado hablan de los intereses económicos de las mineras en la historia del
país, de las concesiones otorgadas desde el siglo pasado por los gobiernos del
PRI y después también por los del PAN.
Con base en informes de la Secretaría de Economía, exponen que Guerrero
contiene en su tierra oro, y forma parte de una franja del país que también
produce cobre, plata, molibdeno y plomo, y que en Guerrero hay titanio y
uranio.
“El gobierno sabía desde 1958
que las localidades costeras, vírgenes además, de El Cayacal, donde está la
misteriosa Mina 95, reportada escuetamente por el Anuario Geográfico y
Estadístico de Guerrero 2014, y El Calvario, en Petatlán, también Guerrero,
tienen grandes yacimientos de titanio. Y es que una angosta pero riquísima
extensión de titanio atraviesa Jalisco, Colima, Michoacán, Oaxaca y por supuesto
Guerrero.
“Esa franja,
donde ya operan algunas empresas, como la canadiense Blackfire Exploration,
entregará la mayor riqueza por sus aplicaciones prácticas. Así, se aprovecha la
búsqueda de oro para ubicar al mismo tiempo al titanio, ‘el mineral del
futuro’, como lo llaman y cuyo costo es de unos 25 dólares por kilogramo en los
mercados internacionales”.
El titanio es el metal estratégico para la industria de la telefonía
celular, y también para la armamentista, aeronáutica, naval, ingeniería nuclear
y para el equipamiento de alta tecnología.
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