3.0 Michoacán
La Voz del Anáhuac
08 de agosto de 2016
Hace 137 años nació Emiliano Zapata, en San
Miguel Anenecuilco, Morelos, México. Fue asesinado en Chinameca el 10 de abril
de 1919. Todos recordamos que fue el general en jefe del Ejército Libertador
del Sur y Centro. Luchó por la tierra y la libertad de los pueblos indígenas y
campesinos de México. Pero aquí recordamos a Zapata no por sus datos
biográficos o por algunas “frases
célebres”, sino por su pensamiento, así que transcribiremos uno de sus
manifiestos a la nación:
MANIFIESTO A
LA NACIÓN
Campamento Revolucionario
en Morelos,
Octubre 20, 1913.
(Tomado de: http://www.bibliotecas.tv/zapata/1913/z20oct13.html)
La victoria se acerca, la lucha toca a su fin. Se libran ya
los últimos combates y en estos instantes solemnes, de pie y respetuosamente
descubiertos ante la Nación, aguardamos la hora decisiva, el momento preciso en
que los pueblos se hunden o se salvan, según el uso que hacen de la soberanía
conquistada, esa soberanía por tanto tiempo arrebatada a nuestro pueblo, y la
que con el triunfo de la Revolución volverá ilesa, tal como se ha conservado y
la hemos defendido aquí, en las montañas que han sido su solio y nuestro
baluarte. Volverá dignificada y fortalecida para nunca más ser mancillada por
la impostura ni encadenada por la tiranía.
Tan hermosa conquista ha
costado al pueblo mexicano un terrible sacrificio, y es un deber, un deber
imperioso para todos, procurar que ese sacrificio no sea estéril; por nuestra
parte, estamos dispuestos a no dejar ni un obstáculo enfrente, sea de la
naturaleza que fuere y cualesquiera que sean las circunstancias en que se
presente, hasta haber levantado el porvenir nacional sobre una base sólida,
hasta haber logrado que nuestro país, amplia la vía y limpio el horizonte,
marche sereno hacia el mañana grandioso que le espera.
Perfectamente convencidos
de que es justa la causa que defendemos, con plena conciencia de nuestros
deberes y dispuestos a no abandonar ni un instante la obra grandiosa que hemos
emprendido, llegaremos resueltos hasta el fin, aceptando ante la civilización y
ante la historia, las responsabilidades de este acto de suprema reivindicación.
Nuestros enemigos, los
eternos enemigos de las ideas regeneradoras, han empleado todos los recursos y
acudido a todos los procedimientos para combatir a la Revolución, tanto para
vencerla en la lucha armada, como para desvirtuarla en su origen y desviarla de
sus fines.
Sin embargo, los hechos
hablan muy alto de la fuerza y el origen de este movimiento.
Más de treinta años de
dictadura parecían haber agotado las energías y dado fin al civismo de nuestra
raza, y a pesar de ese largo período de esclavitud y enervamiento, estalló la
Revolución de 1910, como un clamor inmenso de justicia que vivirá siempre en el
alma de las naciones como vive la libertad en el corazón de los pueblos para
vivificarlos, para redimirlos, para levantarlos de la abyección a la que no
puede estar condenada la especie humana.
Fuimos de los primeros en
tomar parte en aquel movimiento, y el hecho de haber continuado en armas
después de la expulsión de Porfirio Díaz y de la exaltación de Madero al poder,
revela la pureza de nuestros principios y el perfecto conocimiento de causa con
que combatimos y demuestra que no nos llevaban mezquinos intereses, ni
ambiciones bastardas, ni siquiera los oropeles de la gloria, no; no buscábamos
ni buscamos la pobre satisfacción del medro personal, no anhelábamos la triste
vanidad de los honores, ni queremos otra cosa que no sea el verdadero triunfo
de la causa, consistente en la implantación de los principios, la realización
de los ideales y la resolución de los problemas, cuyo resultado tiene que ser
la salvación y el engrandecimiento de nuestro pueblo.
La fatal ruptura del Plan
de San Luis Potosí motivó y justificó nuestra rebeldía contra aquel acto que
invalidaba todos los compromisos y defraudaba todas las esperanzas; que
nulificaba todos los esfuerzos y esterilizaba todos los sacrificios y truncaba,
sin remedio, aquella obra de redención tan generosamente emprendida por los que
dieron sin vacilar, como abono para la tierra, la sangre de sus venas.
El Pacto de Ciudad Juárez
devolvió el triunfo a los enemigos y la víctima a sus verdugos; el caudillo de
1910 fue el autor de aquella amarga traición, y fuimos contra él, porque lo
repetimos: ante la causa no existen para nosotros las personas y conocemos lo
bastante la situación para dejarnos engañar por el falso triunfo de unos
cuantos revolucionarios convertidos en gobernantes: lo mismo que combatimos a
Francisco I. Madero, combatiremos a otros cuya administración no tenga por base
los principios por los que hemos luchado.
Roto el Plan de San Luis,
recogimos la bandera y proclamamos el Plan de Ayala.
La caída del gobierno
pasado no podía significar para nosotros más que un motivo para redoblar
nuestros esfuerzos, porque fue el acto más vergonzoso que puede registrarse;
ese acto de abominable perversidad, ese acto incalificable que ha hecho volver
el rostro indignados y escandalizados a los demás países que nos observan y a
nosotros nos ha arrancado un estremecimiento de indignación tan profunda, que
todos los medios y todas las fuerzas juntas no bastarían a contenerla, mientras
no hayamos castigado el crimen, mientras no ajusticiemos a los culpables.
Todo esto por lo que
respecta al origen de la Revolución; por lo que toca a sus fines, ellos son tan
claros y precisos, tan justos y nobles, que constituyen por sí solos una fuerza
suprema; la única, con que contamos para ser invencibles, la única que hace
inexpugnables estas montañas en que las libertades tienen su reducto.
La causa por que luchamos,
los principios e ideales que defendemos, son ya bien conocidos de nuestros
compatriotas, puesto que en su mayoría se han agrupado en torno de esta bandera
de redención, de este lábaro santo del derecho, bautizado con el sencillo nombre
de Plan de Villa de Ayala.
Allí están contenidas las
más justas aspiraciones del pueblo, planteadas las más imperiosas necesidades
sociales, y propuestas las más importantes reformas económicas y políticas, sin
cuya implantación, el país rodaría inevitablemente al abismo, hundiéndose en el
caos de la ignorancia, de la miseria y de la esclavitud.
Es terrible la oposición
que se ha hecho al Plan de Ayala, pretendiendo, más que combatirlo con
razonamientos, desprestigiarlo con insultos, y para ello, la prensa mercenaria,
la que vende su decoro y alquila sus columnas, ha dejado caer sobre nosotros
una asquerosa tempestad de cieno, de aquel en que alimenta su impudicia y
arrastra su abyección. Y sin embargo, la Revolución, incontenible, se encamina
hacia la victoria.
El Gobierno, desde
Porfirio Díaz a Victoriano Huerta, no ha hecho más que sostener y proclamar la
guerra de los ahítos y los privilegiados contra los oprimidos y los miserables;
no ha hecho más que violar la soberanía popular, haciendo del poder una
prebenda; desconocer las leyes de la evolución, intentando detener a las
sociedades, y violar los principios más rudimentarios de la equidad,
arrebatando al hombre los más sagrados derechos que le dio la naturaleza.
He allí explicada nuestra
actitud, he allí explicado el enigma de nuestra indomable rebeldía y he allí
propuesto, una vez más, el colosal problema que preocupa actualmente no sólo a
nuestros conciudadanos, sino también a muchos extranjeros. Para resolver ese
problema, no hay más que acatar la voluntad nacional, dejar libre la marcha a
las sociedades y respetar los intereses ajenos y los atributos humanos.
Por otra parte, y
concretando lo más posible, debemos hacer otras aclaraciones para dejar
explicada nuestra conducta del pasado, del presente y del porvenir
La nación mexicana es
demasiado rica. Su riqueza, aunque virgen, es decir, todavía no explotada,
consiste en la agricultura y la minería; pero esa riqueza, ese caudal de oro
inagotable, perteneciendo a más de quince millones de habitantes, se halla en
manos de unos cuantos miles de capitalistas y de ellos una gran parte no son
mexicanos. Por un refinado y desastroso egoísmo, el hacendado, el terrateniente
y el minero, explotan una pequeña parte de la tierra, del monte y de la veta,
aprovechándose ellos de sus cuantiosos productos y conservando la mayor parte
de sus propiedades enteramente vírgenes, mientras un cuadro de indescriptible
miseria tiene lugar en toda la República.
Es más, el burgués no
conforme con poseer grandes tesoros de los que a nadie participa, en su
insaciable avaricia, roba el producto de su trabajo al obrero y al peón,
despoja al indio de su pequeña propiedad y no satisfecho aún, lo insulta y
golpea haciendo alarde del apoyo que le prestan los tribunales, porque el juez,
única esperanza del débil, hállase también al servicio de la canalla; y ese
desequilibrio económico, ese desquiciamiento social, esa violación flagrante de
las leyes naturales y de las atribuciones humanas, es sostenida y proclamada
por el Gobierno, que a su vez sostiene y proclama, pasando por sobre su propia
dignidad, la soldadesca execrable.
El capitalista, el soldado
y el gobernante habían vivido tranquilos, sin ser molestados, ni en sus
privilegios, ni en sus propiedades, a costa del sacrificio de un pueblo esclavo
y analfabeta, sin patrimonio y sin porvenir, que estaba condenado a trabajar
sin descanso y a morirse de hambre y agotamiento, puesto que, gastando todas sus
energías en producir, tesoros incalculables, no le era dado contar ni con lo
indispensable siquiera para satisfacer sus necesidades más perentorias.
Semejante organización
económica, tal sistema administrativo, que venía a ser un asesinato en masa
para el pueblo, un suicidio colectivo para la Nación y un insulto, una
vergüenza para los hombres honrados y conscientes, no pudieron prolongarse por
más tiempo y surgió la Revolución, engendrada, como todo movimiento de las
colectividades, por la necesidad. Aquí tuvo su origen el Plan de Ayala.
Antes de ocupar don
Francisco I. Madero la Presidencia de la República, mejor dicho, a raíz de los
Tratados de Ciudad Juárez, se creyó en una posible rehabilitación del débil
ante el fuerte, se esperó la resolución de los problemas pendientes y la
abolición del privilegio y del monopolio, sin tener en cuenta que aquel hombre
iba a cimentar su gobierno en el mismo sistema vicioso y con los mismos
elementos corrompidos con que el caudillo de Tuxtepec, durante más de seis lustros,
extorsionó a la Nación. Aquello era un absurdo, una aberración, y sin embargo,
se esperó, porque se confiaba en la buena fe del que había vencido al dictador.
El desastre, la decepción,
no se hicieron esperar. Los luchadores se convencieron entonces de que no era
posible salvar su obra ni asegurar su conquista dentro de esa organización
morbosa y apolillada, que necesariamente había de tener una crisis antes de
derrumbarse definitivamente: la caída de Francisco I. Madero y la exaltación de
Victoriano Huerta, al poder.
En este caso y conviniendo
en que no es posible gobernar al país con este sistema administrativo, sin
desarrollar una política enteramente contraria a los intereses de las mayorías,
y siendo, además, imposible la implantación de los principios porque luchamos,
es ocioso decir que la Revolución del Sur y Centro al mejorar las condiciones
económicas, tiene, necesariamente, que reformar de antemano las instituciones,
sin lo cual fuerza es repetirlo, le sería imposible llevar a cabo sus promesas.
Allí está la razón de por
qué no reconoceremos a ningún gobierno que no nos reconozca y, sobre todo, que
no garantice el triunfo de nuestra causa.
Puede haber elecciones cuantas veces se quiera; pueden asaltar, como Huerta, otros
hombres la silla presidencial, valiéndose de la fuerza armada o de la farsa
electoral, y el pueblo mexicano puede también tener la seguridad de que no
arriaremos nuestra bandera ni cejaremos un instante en la lucha, hasta que,
victoriosos, podamos garantizar con nuestra propia cabeza el advenimiento de
una era de paz que tenga por base la justicia y como consecuencia la libertad
económica.
Si como lo han proyectado
esas fieras humanas vestidas de oropeles y listones, esa turba desenfrenada que
lleva tintas en sangre las manos y la conciencia, realizan con mengua de la
ley, la repugnante mascarada que llaman elecciones,
vaya desde ahora, no sólo ante el nuestro, sino ante los pueblos todos de la
tierra, la más enérgica de nuestras protestas, en tanto podamos castigar la
burla sangrienta que se haga a la Constitución de 57.
Téngase, pues, presente, que no buscamos el derrocamiento del
actual gobierno para asaltar los puestos públicos y saquear los tesoros
nacionales,
como ha venido sucediendo con los impostores que logran encumbrar a las
primeras magistraturas; sépase, de una vez por todas, que no luchamos contra Huerta únicamente, sino contra todos los gobernantes
y los conservadores enemigos de la hueste reformista, y sobre todo, recuérdese
siempre, que no buscamos honores, que no anhelamos recompensas, que vamos
sencillamente a cumplir el compromiso solemne que hemos contraído, dando pan a
los desheredados y una patria libre, tranquila y civilizada a las generaciones
del porvenir.
Mexicanos: si esta
situación anómala se prolonga; si la paz, siendo una aspiración nacional; tarda
en volver a nuestro suelo y a nuestros hogares, nuestra será la culpa y no de
nadie. Unámonos en un esfuerzo titánico y definitivo contra el enemigo de
todos; juntemos nuestros elementos, nuestras energías y nuestras voluntades y
opongámoslos, cual una barricada formidable, a nuestros verdugos; contestemos
dignamente, enérgicamente, ese latigazo insultante que Huerta ha lanzado sobre
nuestras cabezas; rechacemos esa carcajada burlesca y despectiva que el
poderoso arroja, desde los suntuosos recintos donde pasea su encono y su
soberbia, sobre nosotros, los desheredados, que morimos de hambre en el arroyo.
No es preciso que todos luchemos en los campos de batalla, no
es necesario que todos aportemos un contingente de sangre a la contienda, no es
fuerza que todos hagamos sacrificios iguales en la Revolución; lo indispensable
es que todos nos irgamos resueltos a defender el interés común y a rescatar la
parte de soberanía que se nos arrebata.
Llamad a vuestras
conciencias; meditad un momento sin odio, sin pasiones, sin prejuicios, y esta
verdad, luminosa como el sol, surgirá inevitablemente ante vosotros: la Revolución es lo único que puede salvar
a la República.
Ayudad, pues, a la
Revolución. Traed vuestro contingente, grande o pequeño, no importa cómo; pero
traedlo. Cumplid con vuestro deber y
seréis dignos; defended vuestro
derecho y seréis fuertes, y sacrificaos si fuere necesario, que después la
Patria se alzará satisfecha sobre su pedestal inconmovible y dejará caer sobre
vuestra tumba un puñado de rosas.
Reforma,
Libertad, Justicia y Ley.
Campamento Revolucionario
en Morelos,
20 de octubre de 1913.
El General en Jefe del Ejército Libertador del Sur y Centro,
Emiliano Zapata.
Hoy los pueblos dignos que aman y defienden a la Madre Tierra, honran el espíritu de la lucha zapatista. |
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