Federico Larsen
América Latina en
Movimiento
28/10/2016
La decisión del Congreso Nacional Indígena de México (CNI),
que incluye organizaciones como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN), de poner en marcha una consulta a sus bases para definir su
participación en las elecciones presidenciales de 2018, generó en los últimos
días todo tipo se suspicacias. En México, como en toda América Latina, no
faltaron las voces que, inclusive desde la izquierda, criticaron tal decisión
por considerarla contradictoria o hasta tardía. Sin embargo, su elaboración, y
el peso que puede llegar a tener en el desarrollo de los movimientos sociales y
partidos de izquierda de la región, merecen un análisis más pormenorizado, del
que este artículo es un simple bosquejo.
La posible participación
electoral es sólo uno de los temas de los que habla el comunicado del CNI. Si
nos quedáramos exclusivamente con el titular mediático -como han hecho la
mayoría de los medios de comunicación del mundo-, podríamos reducir esta
definición a un cambio de rumbo en la estrategia zapatista, históricamente
antitética a la idea de que el poder se conquiste, y aún menos a través de la
democracia representativa. Sin embargo, en la declaración del 14 de octubre pasado
hay algo más. La decisión de someter ante las comunidades allí representadas la
posibilidad de que una representante indígena compita en las elecciones
presidenciales, se expresa sólo luego de enumerar 27 casos de ataques sufridos
a manos de agentes que representan al Estado y el sistema capitalista en
general. Es decir, en un primer análisis se podría inferir que la necesidad de
avanzar hacia la disputa en un terreno como el de la política electoral deriva
de la amenaza, concreta y real, de desaparición en la actual etapa de
construcción autónoma en los territorios zapatistas. Quizás la acumulación
política que derivaría de esa apuesta, podría servir tanto para resguardar,
como para hacer crecer el movimiento, aceptando la arena de lo electoral como un
espacio válido, pero sólo uno más, de acción contra el sistema. De allí la
reafirmación explícita del desinterés por el poder estatal en sí en el
posicionamiento.
La noticia que llega desde
San Cristóbal de las Casas retumbó en forma de duda y pregunta en buena parte
de los espacios de debate de los movimientos sociales del mundo. En muchos de
ellos, la discusión sobre la disputa institucional, la acumulación de poder a
partir de la representación en gremios, federaciones y hasta en el Estado, ha
sido furibunda. El EZLN y su Sexta Declaración de la Selva Lacandona de 2006,
han sido blandidos en sendos debates como la demostración empírica de que es
posible cambiar el mundo sin tomar el poder. Buena parte de los movimientos
piqueteros en Argentina, campesinos sin tierra en Brasil, carperos paraguayos,
indígenas bolivianos y muchos otros, mantuvieron intacta esa tesis desde
finales de los años 90. Pero el siglo XXI trajo aparejado el crecimiento de una
alternativa política por izquierda surgida de las luchas contra el
neoliberalismo y que veía en la disputa por la conducción de las instituciones
una vía legítima para el crecimiento de esos movimientos. El proyecto
bolivariano y comunal en Venezuela, el gobierno del indígena y cocalero Evo
Morales en Bolivia, demostraron que es posible construir poder desde los
movimientos populares enfrentando la tensión que claramente expresan con las
formas de la democracia representativa formal. Y una vez afianzado, han logrado
inclusive modificar esas estructuras, no sin negociar con fuerzas sociales más
conservadoras en pos de la sustentabilidad del sistema.
Esa etapa, la de la
construcción de la alternativa, haciendo propias las reglas del sistema para
modificarlas, se está agotando. El proceso de obtención del poder representó
una primavera que aún no encuentra su estabilidad, alimentando la reacción de
sus detractores. Martín Caparrós, desde su columna en el New York Times,
sostiene que buena parte de lo sucedido en nuestro continente ni siquiera
podría definirse como “de izquierda”,
sino más bien como un oportunismo demagógico que aprovechó la crisis de
principio de siglo para hacerse con el poder y satisfacer sus intereses más
espurios. Una tesis sostenida por medios hegemónicos y muy de moda por estos
tiempos.
Pero los procesos de
construcción de poder a partir de la sincronía de diferentes movimientos de
base y su consolidación en las más altas estructuras del Estado, si bien no
pudieron -aún- torcer la historia del continente, han logrado un cambio de
época fundamental para la izquierda latinoamericana. El debate sobre la
proyección institucional de nuevas formas de entender el poder ha calado muy
hondo en los movimientos sociales de toda América Latina, y la palabra elecciones dejó de ser, en la mayoría de
los casos, mala palabra. A tal punto
que aparece ya no denostada entre las líneas de un comunicado tan trascendente
del CNI y EZLN. Hoy, en casi todos los países de nuestro continente existen
movimientos que se reconocen en las tradiciones de la autogestión y la construcción
de poder popular, y que están presentes en los cuartos oscuros de universidades,
sindicatos y municipios.
Si el chavismo o el Socialismo del siglo XXI no lograron
consolidarse como receta a largo plazo para la emancipación de América Latina,
han sin duda contribuido a desandar un debate que en la izquierda del
continente ha costado mucho enfrentar, el de la disputa por las instituciones
de la democracia representativa. No sólo como vía para avanzar hacia el poder,
sino más bien como espacio donde hacer pesar la construcción política
acumulada, y construir aún más hacia adelante. Esto no significa que exista una
relación directa entre la experiencia venezolana y la decisión tomada en
Chiapas la semana pasada. El zapatismo fue inclusive bastante crítico de
procesos como el venezolano o el cubano. Existe sin embargo una delgada línea
roja, un debate abierto, que ha atravesado la izquierda latinoamericana desde
la revolución cubana de 1959, pasando por el triunfo de Allende en Chile, la
experiencia de las insurgencias de los 70, los movimientos sociales de los 90 y
los gobiernos revolucionarios del siglo XXI. Y esta tiene que ver con la
paulatina aceptación de los espacios institucionales como posibles espacios de
acumulación política, los mismos a los que aspiran a sumarse los desmovilizados
de las FARC-EP y el ELN en Colombia. Las principales preguntas que sin embargo siguen
existiendo son dos: ¿mantienen estos movimientos sus principios antisistémicos
por los cuales surgieron? Y, ¿el sistema tradicional cómo reaccionará? El
riesgo a la cooptación, burocratización o a la represión y aniquilación son
altas. Ejemplos en la historia hay muchos para justificar el temor a cualquiera
de estas opciones. Todo está en los anticuerpos que los movimientos han podido
elaborar durante su construcción social en los territorios. Y el zapatismo, por
lo menos a primera vista, tiene de sobra.
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