COLOMBIA: ASESINATOS DE LÍDERES
SOCIALES: EL ETERNO RETORNO DE LA MUERTE
Fuente:
Revista Sur
América
Latina en movimiento
17/02/2017
Entre el 6 de enero y el 4 de febrero de 2017, es decir en menos de
un mes, ocho líderes sociales fueron asesinados en diversos y distantes sitios
del país: Edilberto Cantillo, el 4 de febrero en El Copey, Cesar; Porfirio
Jaramillo Bogallo, el 29 de enero en Turbo, Antioquia; Hernán Enrique Agamez
Flórez, el 19 de enero en Puerto Libertador, Córdoba; Emilsen Manyoma, el 14 de
enero en Buenaventura, Valle del Cauca; Edmiro León Alzate Londoño, el 12 de
enero en Sonsón, Antioquia; José Yimer Cartagena Úsuga, el 10 de enero en
Carepa, Antioquia; Aldemar Parra García, el 7 de enero en El Paso, Cesar; y,
Olmedo Pito García, el 6 de enero en Caloto, Cauca.
Que los asesinatos ocurran en sitios distantes, en contra de
líderes de diferentes sectores (indígenas, comunitarios, movimientos políticos,
reclamantes de tierras), en un período marcado por la implementación del “Acuerdo final para la terminación del
conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, suscrito entre
el gobierno colombiano y las FARC, y el inicio de la fase pública de los
diálogos con el ELN, significa que no se trata de crímenes espontáneos, ajenos
al contexto social y político que vive el país, o aislados entre sí y que por
el contrario se caracterizan por su generalidad.
Que tales asesinatos hagan parte del panorama general de
persecución, amenazas y violencia en contra de líderes sociales, defensores de
derechos humanos y reclamantes de tierras, significa que los asesinatos hacen
parte de la metodología criminal utilizada por quienes se empeñan en cerrarle
el paso a la posibilidad de una sociedad menos injusta y menos inequitativa.
Con el asesinato de Porfirio Jaramillo Bogallo, son 73 los
campesinos que han perdido su vida, esperando que el Estado colombiano, en sus
distintas instancias burocráticas, atendiera sus reclamos de restitución de sus
tierras y sin que el gobierno nacional pase del anuncio de investigaciones
exhaustivas a medidas efectivas de protección del derecho a la vida.
Para el gobierno en boca de su ministro de Defensa, Luis
Carlos Villegas, no se puede hablar de sistematicidad en la ocurrencia de los
crímenes y además, estos no tienen coincidencias entre sí.
Por su parte, el Movimiento social y político, Marcha
Patriótica, en reciente informe sobre violaciones a los derechos humanos en
Colombia durante los últimos seis meses, llama la atención sobre cómo a la par
que disminuyen las muertes en razón del conflicto armado, se acrecienta la
violencia contra líderes comunitarios por sus actividades sociales y políticas.
De acuerdo con esa organización, entre agosto de 2016 y enero de 2017 se
presentaron 419 casos de violaciones y atentados contra los derechos humanos.
Independientemente de que se trate de crímenes sistemáticos
o generalizados, lo relevante y que debería preocupar al gobierno nacional es
desenmascarar a los perpetradores de los mismos; lo que subyace en el fondo de
ese embate de violencia, es la historia que se repite cada vez que se intenta
acordar nuevos horizontes para la sociedad colombiana: el asesinato de
Guadalupe Salcedo Unda el 6 de junio de 1957, tras la amnistía decretada por
Rojas Pinilla y la desmovilización de las guerrillas liberales del llano; el
asesinato de los hermanos Oscar William y Jairo de Jesús Calvo Ocampo, el 20 de
noviembre de 1985 y el 15 de febrero de 1987 respectivamente, luego de la firma
de los acuerdos de cese al fuego y diálogo nacional entre el gobierno de
Belisario Betancur y el EPL en Medellín el 23 de agosto de 1984; el asesinato
de Carlos Toledo Plata el 10 de agosto de 1984 días antes de que se firmaran
los acuerdos de cese al fuego y diálogo nacional entre el M-19 y el gobierno de
Belisario Betancur en Corinto Cauca el 24 de agosto de 1984; el asesinato de
Carlos Pizarro Leongómez el 26 de abril de 1990, unas semanas después de que se
firmara el “Acuerdo político” entre
el M-19 y el gobierno de Virgilio Barco Vargas.
Y también es la historia repetida del genocidio contra los
miembros de la Unión Patriótica tras la firma de los acuerdos de cese al
fuego y diálogo nacional entre el gobierno de Belisario Betancur y las FARC, en
agosto de 1984.
Lo que está ocurriendo es, ni más ni menos, que los sectores
que han hecho de la guerra un lucrativo negocio, pugnan por mantener intactas
sus ganancias; quienes han acaparado las mejores tierras se esmeran en mantener
sus privilegios; quienes han hecho del ejercicio de la política un acto de
malabarismo entre corrupción y enriquecimiento personal quieren continuar con
su inmunidad.
Para que ese sinnúmero de ataques y asesinatos ocurra en
todo el país se requiere que haya articulación, coordinación entre los
criminales, en sitios tan remotos como Caloto, Cauca y El Paso, Cesar; o
Buenaventura, Valle del Cauca y Sonsón, Antioquia.
Y esa orquestación criminal solo puede darse mediante una
estructura compleja propia de las bandas organizadas, llámense bandas
criminales o paramilitares, que el ministro de Defensa se ha apresurado a
desconocer: “No hay paramilitarismo.
Decir que lo hay significaría otorgarle reconocimiento político a unos bandidos
dedicados a la delincuencia común y organizada”.
Se equivoca el ministro al negar la presencia de bandas
paramilitares y se equivoca al pensar que si acepta su existencia les otorga
reconocimiento político. El accionar paramilitar, continuo o esporádico, indica
que el proceso de “desmovilización”
que impulsó Uribe Vélez fue un fracaso o una farsa y que ahora se aprestan a
ocupar las zonas que tradicionalmente fueron copadas por la insurgencia, en
cuyo propósito utilizan métodos criminales ya conocidos de asesinatos
selectivos, amenazas, hostigamientos. No hay tal reconocimiento político en
tanto su accionar no busca subvertir el orden constitucional o derrocar al
gobierno; por el contrario continúa de su lado para silenciar las voces que
disienten de las voces oficiales.
La cesación del conflicto armado y la construcción de una
paz estable y duradera van más allá del silenciamiento de los fusiles. No basta
crear comisiones, como la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, para
detener la ola de asesinatos de líderes sociales. Se requieren medidas
efectivas que socaven las causas que generan el conflicto social, político y
armado; más que medidas punitivas contra la corrupción se requiere desterrar de
por vida a los corruptos; mientras el narcotráfico y el microtráfico generen
los inmensos márgenes de ganancia, continuará siendo el combustible que
alimente la guerra y el afán de riqueza rápida.
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