Es un hecho
incontrovertible que la mayoría de los mexicanos siente una gran lejanía frente
a su gobierno y las instituciones del Estado
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La Hine:
24
febrero, 2017
Son
muchos años los que han pasado para forjar esta percepción del pueblo de
México. Las injusticias, la impunidad y la corrupción, aunados a un persistente
mal manejo de la economía mexicana han profundizado la desconfianza. Y el
recelo no sólo se manifiesta frente a la esfera de la administración pública.
El desgano ha terminado por invadir la vida cívica.
Hoy el presidente de EEUU, Donald Trump,
pretende construir una ofensiva muralla entre su país y el nuestro. La sociedad
mexicana ha reaccionado de muchas maneras. Se han hecho llamados a la unidad
nacional para mostrar al nuevo ocupante de la Casa Blanca el repudio
generalizado a su absurda iniciativa. Pero la verdad de las cosas es que el
primer muro que habría que echar por tierra es el que separa a los mexicanos de
un gobierno que sólo representa los intereses de una minoría.
Uno de los mejores ejemplos de esta forma de
actuar del gobierno está plasmado en el Tratado de Libre Comercio de América
del Norte. En su momento, el gobierno en turno presentó al TLCAN como una
herramienta que permitiría transitar a la estabilidad y a la prosperidad
económica. Pero la realidad no tardó en desmentir esa fantasía y mostrar que el
modelo económico que entronizaba dicho tratado no garantizaba ni el desarrollo
económico ni la estabilidad.
El primer llamado de atención vino con la
crisis de diciembre de 1994, un estallido que se quiso presentar como una
simple debacle cambiaria, pero que en realidad mostraba al mundo entero la
bancarrota del modelo neoliberal que el TLCAN buscó consolidar. La crisis de
diciembre 1994 fue resultado de una debacle macroeconómica que llevaba años
gestándose y cuyos efectos todavía padecemos hoy.
A muchos les podría parecer exagerado decir
que el TLCAN se negoció a espaldas del pueblo mexicano. Pero si uno examina el
capítulo del sector agropecuario, en especial todo lo que concierne a la
producción del sector maicero mexicano, los hechos son elocuentes. Bajo la
presión social que reclamaba ser cuidadosos frente a la vulnerabilidad del
sector maicero, el TLCAN introdujo un sistema de protección a los pequeños
productores para permitirles ajustarse frente a la competencia de las
importaciones de maíz producido con una fuerte dosis de subsidios.
Ese plazo de protección debía durar 14 años y
contemplaba aplicar un sistema de arancel cuota que iría gradualmente
eliminándose. Este sistema consistía en una cuota libre de arancel (fijada
inicialmente en 3 millones de toneladas) que iría reduciéndose 3% cada año y un
fuerte arancel a las importaciones por arriba de esta cuota. Se suponía que en
1994 el arancel para esas importaciones sería superior al 200% ad
valorem y que para el
año 2008 se habría reducido a cero.
Insisto, la transición al libre comercio de maíz debía durar 14 años.
Pero el gobierno mexicano no cobró el arancel
previsto y la fase de transición para el sector maicero se desdibujó desde el
primer año de vida del TLCAN. Las autoridades argumentaron que hacer efectivo
el arancel haría aumentar el precio de la tortilla y desencadenaría presiones
inflacionarias. De hecho, el precio de la tortilla se disparó de todos modos.
El monto de los impuestos que el gobierno mexicano no cobró superó 2 mil
millones de dólares (de 1994) y los productores mexicanos quedaron al
descubierto desde el primer año de vigencia del TLCAN. Durante los años siguientes
el apoyo real al campo a través de programas como Procampo se desplomó,
mientras que las inversiones en infraestructura para la irrigación nunca
llegaron. El resultado final: a lo largo de la vigencia del TLCAN se han
perdido alrededor de 2 millones de empleos en el campo. Y habría que
contabilizar también el efecto negativo sobre la biodiversidad del maíz
mexicano, ya que son esos pequeños productores los que año con año cuidan y
desarrollan la variabilidad genética de este grano básico.
Hoy que Trump habla de renegociar el TLCAN
habría que aprovechar para rediseñar no sólo el capítulo agropecuario, sino
toda la política económica para ese sector. Este esfuerzo debiera estar
articulado con una política de conservación de empleos productivos en el campo
con el fin de combatir la pobreza de manera sustentable. Cabe señalar que hoy
los esquemas para apuntalar el campo podrían aumentar sensiblemente y aun así
México estaría cumpliendo con las condiciones estipuladas en el seno de la
Organización Mundial de Comercio.
La negociación del capítulo agropecuario
siempre estuvo marcada por la controversia. Pero lo que ilustra el ejemplo
anterior es una obstinada cerrazón por parte del gobierno y de grupos allegados
al poder que se niegan a cuidar el interés colectivo. Mientras no se derribe
este muro que separa al pueblo mexicano de sus gobernantes, es algo ilusorio el
llamado a la unidad nacional frente al agresivo temperamento del nuevo
inquilino de la Casa Blanca.
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