Contra el neokeynesianismo de arriba, la autoorganización de abajo
Javier Hernández
Alpízar
Zapateando
Babel
13
junio, 2017
Pocas veces se
ha elaborado una ideología tan bajo pedido, tan a modo y tan radicalmente hecha
para defender el status quo e impedir su impugnación. Así se elaboró el
positivismo, expresamente para sepultar el lema: “libertad, igualdad, fraternidad” de la revolución francesa y
cambiarlo por el “orden y progreso”
conservador que condena de antemano todo intento revolucionario, porque debe
prevalecer el orden (burgués) para que pueda haber progreso (burgués). Ese lema
sería en México llevado al cursi extremo de: “amor, orden y progreso”.
Como
han mostrado, a partir de Marx (y Hegel), diversos autores (Marcuse en Razón y revolución o Porfirio Miranda en
Apelo a la Razón), el positivismo
está diseñado para impedir argumentos racionales que cuestionen el orden
existente: si solamente podemos hablar de lo que dicen los sentidos
(empirismo), si no puede haber categorías racionales universales (nominalismo),
entonces la totalidad concreta de la realidad histórica queda intocada,
impensada, incuestionada. Nos queda el remedo de totalidad del inductivismo y
las estadísticas.
Podemos
quejarnos de algunos detalles (la corrupción, el capitalismo de compadres) pero
no podemos cuestionar, ni siquiera pensar, el orden capitalista hegemónico.
El
positivismo es una doctrina dogmática, y a pesar de tener una retórica
furibundamente anti metafísica, supone una de las peores metafísicas: la
empirista y nominalista, datos de los sentidos que no pueden hacer el verano de
una idea de mundo. Además, aunque todo el tiempo dice hablar en nombre de la
ciencia, tiene hecha de ella una caricatura y en nombre de la caricatura
escamotea la ciencia realmente existente. Porque la ciencia no solamente es
empirismo y matemáticas, sino razón y argumentos racionales, teoría, debate,
como la crítica de la economía política y la dialéctica de la totalidad
concreta.
Al
impedir la crítica al sistema capitalista entero, bajo el subterfugio de que lo
términos de carácter moral y político como “justicia”
o “dignidad” no significan nada
porque no tienen correlato empírico, el positivismo se convierte en la
herramienta teórica del (neo)liberalismo.
El
liberalismo es atomista: existen solamente individuos, no colectivos, no
comunidades, por lo tanto, el orden político debe ser administrado con
individuos como sujetos, no comunidades. Así como socialmente el capital
destruye el tejido social comunitario y obliga a los individuos alienados,
desarraigados, a relacionarse solamente mediante el dinero: en lo electoral, el
voto individual, pero con todo el sistema electoral y de partidos sujeto a las
leyes del dinero y del liberalismo.
Como
no existen sujetos colectivos, solamente las estructuras que el capitalismo ha
construido para dominar son el mundo de lo posible: el Estado, el mercado, sus
formas hegemonía y control, por ejemplo: los medios de masas.
A
decir verdad, en este esquema ontológico y epistémico, no puede haber cambios
radicales, desde la raíz, todo lo más que puede hacerse es podar y reverdecer
las ramas: reformar un poco el orden existente incuestionado, por ejemplo:
proponerse menos corrupción, pero sin tocar los intereses del capital, como si
el fraude y la corrupción no fueran la “floración
habitual” del capitalismo. (Marx)
Esos
cambios menores, los únicos posibles, los únicos realistas, los únicos “responsables”, pueden darse en el marco
institucional, el electoral, con alianzas que vinculen a empresarios y
políticos del statu quo recién
conversos al reformismo progre.
Cuando
aparece una propuesta que se construye desde comunidades, colectivos,
organizaciones de abajo, por ser “una
minoría”, “grupos muy pequeños”,
sin dinero, sin líderes extraídos de la clase política realmente existente, sin
alianzas con empresarios progres, con
apoyo solamente de gente que “no cuenta”;
jipis, “chairos”, mujeres, indígenas, despistados que no se suman al carro
completo del tren del éxito electoral, es algo risible, destinado al fracaso.
Lo es porque no tiene asidero en el “principio
de realidad”, es decir, el statu quo.
Como
el orden de lo real es una sustancia en el fondo inmodificable, solamente queda
apostar a las fuerzas ya dadas (la única izquierda realmente existente, el
único líder realmente existente, los empresarios y el dinero progres), hacer alianzas sensatas y
pedir que regrese el keynesianismo, que dará a las clases medias de nuevo su estatus: los demás, no son asunto
nuestro, son los débiles perdidos de hasta abajo, la pobreza que no alcanza a
ser demanda profesional, la desnuda necesidad sin recursos.
Apostar
a algo con esos de abajo es perder el tiempo (son tan poquitos y no dejarán de
serlo nunca): Ah, pero si gana el sector progre…
será generoso con su asistencialismo…
Ese
positivismo resuena cada vez que los críticos del CNI y el EZLN desprecian su
apuesta a la autoorganización desde abajo. Aunque se revista de una retórica
marxista, posmoderna, neokeynesiana, en realidad es el positivismo: empirismo +
liberalismo. Estadísticas, encuestas, datos duros, cuidadosamente seleccionados
para mostrar que “no hay más ruta que la
nuestra”…
Por
suerte, las y los indígenas del CNI y sus aliadas y aliados no consultan a
estos expertos. No se ponen a trabajar duro en las encuestas o en el impacto
mediático: se proponen lo que es una locura, desde el punto de vista del
positivismo: buscar en lo real las tendencias reprimidas y negadas para negar
la negación. Su negatividad apuesta a ser lo suficiente corrosiva para deshacer
todo positivismo, bajo cualquier máscara que se presente.
Por
eso no necesitan aliarse con los opresores, sino construir poder y
autogobierno, autoorganización desde abajo. La razón tiene sus razones que el
positivismo no entiende.
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