Crónica agitada de
una batalla obrera
Texto:
Adriana Meyer
Foto:
Adriana Meyer y Enfoque Rojo
La
Izquierda Diario
Desinformémonos,
periodismo de abajo
Fue
una de las experiencias más fuertes que viví. Tomo una licencia reñida con las
reglas periodísticas porque los protagonistas, las y los indomables de PepsiCo,
me abrieron la puerta de su trinchera.
17
julio, 2017
Ellas, leonas en las calles y en la fábrica, a pesar
de estar rotas. Ellas que tienen claro que no es una cuestión de género el
maltrato laboral y los despidos, sino de clase. El dato es numérico, de las 600
familias que se resisten a quedar en la calle la mayoría son mujeres.
¿La razón de haberlas
elegido como blanco? En las últimas dos décadas no dejaron pasar los sucesivos
abusos patronales y fueron por más: son las únicas operarias de la Alimentación
con una categoría por encima del convenio. Y lo hicieron con los varones
luchando a la par. Así y todo les rompieron la salud por los ritmos inhumanos
de producción. Por eso se aferraron a sus puestos sabiendo que en ninguna parte
las tomarían con manos y espaldas dañadas.
No buscaron ser héroes ni
heroínas, hicieron lo que sentían que debían hacer y terminaron pateando el
tablero nacional.
Veinticinco minutos le
pusimos por autopista desde la Ciudad de Buenos Aires. Florida Oeste es un
barrio dispar, alterna chalecitos con casillas de madera, depósitos y fábricas.
Los vecinos que viven frente a la planta de PepsiCo están acostumbrados al
ajetreo, algunos se quejan pero la mayoría bancan la lucha de sus obreras y
obreros.
Desde el 20 de junio que la
patronal cerró los portones e interrumpió la producción aduciendo que afrontaba
una “compleja estructura de costos”,
la actividad económica que rodea a esta sucursal de la multinacional de los
saladitos dejó de nutrir al resto de la zona.
Seis días después del
cierre, con un mensaje escueto que anunciaba el traslado de sus operaciones a
Mar del Plata, en asamblea decidieron ocupar las instalaciones porque tenían el
dato de que venían a llevarse las máquinas. Desde ese momento, un grupo quedó
adentro organizando el despliegue de acciones y el fondo de lucha, y otro
afuera, a la intemperie que ninguna carpa puede mitigar en pleno invierno.
Esa noche del miércoles 12
estaban así cuando llegamos, con el fogón, el mate que circulaba, algunos
durmiendo en los colchones y toda la militancia desplegada en cada uno de los
portones, preparada para enfrentar lo que se venía.
Con un abrazo me recibió el
delegado Luis Medina y me acompañó adentro, donde era otro mundo: molinetes
automatizados, paredes pintadas como local de medicina prepaga. Un pequeño
cuarto contenía el núcleo organizativo y la recaudación de toda la solidaridad
expresada en billetes para el fondo. Hice entrega de la caja donde mis
compañeros y compañeras de Página/12 había
hecho su aporte, y me convidaron café de una máquina express. Intercambiamos detalles de los respectivos conflictos.
“Un año y medio atrás sólo arreglaron seis o siete compañeros, la
empresa ofrecía los retiros voluntarios, que son despidos encubiertos. Alguno
que se estaba por jubilar aceptó, pero los más de cien que arreglaron ahora se
hubieran ido en ese momento, ellos mismos declararon que lo hicieron bajo
presión”, cuenta Alejandro Sosa.
“PepsiCo tiraba producto bueno para mostrar al directorio que la
empresa era inviable, le explicamos a la funcionaria del Ministerio de Trabajo,
y ella nos dijo que eso sería un cierre fraudulento, pero que no está esa
figura legal. Entonces los mismos empresarios son los que hacen las leyes y así
se cubren, todo lo que dijeron que pasaba acá no existe”, acota Leandro “Garza”
Gómez, de la comisión interna.
“Contaminación no existe ahora, hubo un problema en
2009 cuando tiraban agua sin tratar al arroyo pero se resolvió. La jueza
(Sandra) Arroyo Salgado clausuró la planta tres meses y ordenó crear una planta
de tratamiento de agua. Antes no pagaban, pero tuvieron que pagan por eso”, agrega.
La “compleja estructura de costos” a la que alude la empresa son las
conquistas de veinte años de organización sindical: efectivización de los
tercerizados, no permitir que los compañeros estén tres meses y se vayan, algo
muy rentable para la patronal, y haber obtenido una categoría por encima del
convenio del gremio.
“Se consiguió elevar la más baja, operaria general, a medio oficial,
que para el convenio significa tocar una máquina y es algo que era sólo para
los hombres. Acá discutimos el machismo, paramos el 8 de marzo dos horas por
turno. Ninguna fábrica de la alimentación consiguió pasar por encima de lo que
marca el propio convenio. Son las conquistas que quieren romper y evitar que se
contagien a otros sectores, es lo que la burocracia teme y tiene bronca porque
nosotros le discutimos en la cara sus convenios, por eso somos sus enemigos”, describe Sosa.
Las categorías más bajas
corresponden a las tareas repetitivas, pero también incluyen limpieza de
máquinas, empaque y control de calidad. Así fueron padeciendo hernias,
tendinitis, y en algunos casos cirugías de ambas manos y de la columna.
“De conjunto con la nueva categoría impedíamos que la empresa suba los
golpes de producción, que es el trabajo repetitivo que las lastimaba. Un golpe
es lo normal, pero ellos siempre buscaban elevarlo para tener más ganancias,
son la cantidad de paquetes por minuto que salen de una máquina. Y también para
ahorrarse espacio metían más productos en la caja de cartón, que eran demasiado
pesadas incluso para nosotros. Esa fue la última pelea, siempre tener más
ganancia a costa de nuestra salud”,
dice Gómez.
El “Garza” aclara que la empresa quiere reabrir pero sin ellos, y que
no se van a ir hasta que los saquen. Sin desalojo, ya se disponían a ponerse a
producir. “Quién no necesita productos
para un cumpleaños”, dice y todos se ríen.
“Tenemos solidaridad de clase y mano de obra especializada, compañeros
a los que podés llamar para arrancar una línea automatizada de conos ahora
mismo”, apunta Sosa.
“El desalojo no es el fin del conflicto, pero
estaríamos ya todos unidos exigiendo la reapertura”, define Gómez sin saber que pocas horas más tarde,
luego de la barbarie represiva, saldría el fallo laboral a su favor.
Antes de la medianoche hay
que salir. Ya se escuchan los cantos que se repetirán toda la madrugada. “Se va a acabar, se va a acabar, la
burocracia sindical”, canta la militancia y los manifestantes de
organizaciones sindicales, políticas, estudiantiles y de derechos humanos.
“La burocracia de Daer nos traicionó, nos quiso desmoralizar, el
Ministerio de Trabajo avaló lo que hizo la empresa. Nos estamos transformando
en un ejemplo porque muchas fábricas cierran pero no luchan, mientras desde la
CGT nos traiciona a todos. Apostamos a la resistencia contra el ajuste de
Macri, poniéndole el cuerpo, ustedes afuera y nosotros adentro vamos a
demostrar que si el movimiento obrero se junta y sale a luchar le dará batalla”,
dice el delegado Mones megáfono en mano.
“No queremos desalojo, no queremos represión, para los trabajadores ya
la reincorporación”, responde
cantando la juventud del PTS.
La estirpe de Leo
“Atacaron a
cien mujeres y me echaron, PepsiCo siempre avasalló, por eso durante la campaña
por mi reincorporación llovían las denuncias por maltratos y falta de derecho a
sindicalizarse de todas las filiales del mundo, esto es a la par de los
compañeros”, dice Catalina Balaguer,
delegada histórica de PepsiCo de la Agrupación Bordó, opositora a la conducción
de Rodolfo Daer en el sindicato de la Alimentación.
Sus ojos se humedecen y
ambas pensamos en su compañero, Leonardo Norniella, delegado combativo que
forjó la resistencia en la fábrica en los duros años 90 y murió en 2015.
“Nunca sembramos en vano, las compañeras me preguntan si estoy bien,
saben que pasamos pérdidas dolorosas como la muerte de Leo y juntas nos damos
fuerzas”, apunta Balaguer.
Sabe que las camadas más
jóvenes tienen en Norniella a un referente y esa inspiración está presente
entre quienes acudieron a la segunda vigilia.
“Acá en Florida hay una planta que no cierra, ningún
despido, todos adentro y que la crisis la paguen ellos”, se escucha en otra esquina, en otro de los frentes.
La organización es minuciosa, se preparan para enfrentar a la policía, a los
gendarmes, a protegerse de los gases y a transmitir en vivo desde cuatro
puestos diferentes.
El barrio ya duerme, la luz
de la luna ilumina las veredas mojadas por la intensa humedad y hace menos frío
que la noche anterior. Una obrera se deja vencer por el sueño y recuesta su
cabeza sobre el hombro del compañero. Otra vez la espera, con el pasar de las
horas el aire se llena del dulce olor que sale de la vecina fábrica Granix. Se van acabando las
infusiones y un obrero de PepsiCo reparte papitas que algunos aceptan para
engañar a sus estómagos. Las charlas entre los compañeros pasan de las
especulaciones del momento hasta las anécdotas personales, pasando por
personales y a veces encontradas caracterizaciones del momento político.
Cerca de las cuatro aparecen
las primeras camionetas de la Gendarmería, pero todos ya saben que hay decenas
de vehículos apostados en Constituyentes y General Paz. Durante esas horas
pasan por las esquinas autos particulares que miran hacia las “barricadas” de gomas y pallets de cada
acceso. Parecía que los estaban midiendo, cuántos eran, qué actitud iban
teniendo con el paso del tiempo. De pronto, sobre la calle Encalada un grupo se
agita. Detectaron a alguien que nadie conoce, un posible infiltrado. Los más veteranos
calman las aguas pero lo separan del grupo. El hombre, un señor mayor, se hace
pasar por vecino desvelado.
En la esquina de la entrada
principal, en Urquiza y Posadas, abre el kiosco y varios acuden por café y lo
que haya para comer. Su dueña atiende despacio y sola. Más tarde en medio de
las balas de goma dirá que “las chicas de
PepsiCo” son sus compañeras, al tiempo que sus hijos afirmarán que “el reclamo es justo y Macri está loco que
cree que puede hacer esto porque es poderoso”. Su vecino de enfrente, en
cambio, espía tras las rejas y se queja de que nadie duerme desde hace varios
días.
Desde la otra esquina llega
el sonido de las cacerolas, que varias vecinas y chicos salieron a golpear al
grito de “aguante, no aflojen”, a lo
cual los militantes saludan con “unidad
de los trabajadores y al que no le gusta, se jode, se jode”. Desde el techo
de la planta Mones agradece el aguante al barrio y a los militantes.
“Viene un pequeño ejército a reprimirnos pero hasta ahora hemos logrado
que no nos saquen, no vamos a permitir que nos saquen así nomás. Hay toneladas
de alimentos que queremos entregarles porque a la patronal no le importa que se
pudra, acá los pibes del barrio ni pueden comprar un paquete de papas fritas”.
Varios
pensamos que ya se había hecho de día, que el fiscal había pedido un desalojo
nocturno, que no se van a animar a reprimir cuando el barrio despierte, salgan
los chicos al colegio y vayan llegando los empleados de las fábricas cercanas.
“Se acabó el café, vamos hasta otro kiosko”, propone una compañera a su pareja. Cuando aún no
llegan a San Martín alguien les grita corriendo “ahora sí llegó la Bonaerense”. Lo que se ve, justo frente a la
oficina del fiscal que ordenó el desalojo, Gastón Larramendi, son medio
centenar de mujeres de esa fuerza y un par de patrulleros. La Infantería, los
casi mil que se movilizaron, estarían agazapados esperando avanzar. Pero se
tomaron su tiempo, el mismo que el ministro de Seguridad bonaerense Cristian
Ritondo dijo haberse dado para evaluar qué hacer, cuando llegó la llamada de
Macri pidiendo firmeza. Fueron dos horas en que sonó en forma intermitente la
sirena de la fábrica, esa que marca el ingreso de las y los obreros cada día.
Y fue una ola de uniformados
azul militar, con sus cascos, palos y escudos, que barrió todo a su paso sobre
Posadas, tirando gas pimienta directo a los rostros como parece ser la
modalidad represiva macrista. Corrieron a los manifestantes dando vueltas a la
manzana, mientras los más afectados y lastimados se escabullían por las
callecitas laterales. La militancia corría, se recuperaba y reagrupaba, y al
rato volvían a chocar con la Infantería. El objetivo estratégico era volver al
acceso principal, pero no se pudo. El cordón de milicos fue reforzado con más y
más bonaerenses que salían hasta por debajo de las baldosas.
“Tengo que volver con mis compañeras, yo las convencí
de luchar, me siento responsable”,
lloraba Olga en el umbral de una de las casas, y se pasaba la mano por el
rostro enrojecido por los gases.
El corralito del terror
Desde el camión de C5N,
primer medio en llegar al lugar a excepción de esta periodista, el monitor
mostraba cómo cuatro policías intentaban en vano romper la puerta de hierro con
la leyenda “Daer traidor” en rojo. No
había forma, ni con barretas de hierro. Hasta que se dieron cuenta que podían
entrar por el portón vehicular celeste.
En teoría ya había logrado
sus objetivos, pero no. Irían más lejos en su salvaje accionar. El jefe del
operativo, a quien algunos manifestantes habían logrado antes tirar al suelo,
ordenó a sus subordinados avanzar sobre los periodistas, camarógrafos de todos
los canales, movileros de radio, diputados de izquierda, peronistas y
kirchneristas y abogados del CeProDH, el Centro de Profesionales por los
Derechos Humanos que logró aquel fallo Balaguer y siguió representando a las y
los trabajadores de PepsiCo durante dos décadas.
Los policías estaban
cebados. Cuando un colega de Crónica intentó
volver a su puesto tras buscar un trípode uno de los jefes policiales le dijo “te hacés el vivo porque son mujeres”,
dado que el cordón sobre Urquiza era femenino. Al rato, cuando volvió a pasar
lo arrinconaron contra la reja del kiosco y lo molieron a golpes, junto a
varios legisladores que intentaban impedirlo.
“Volvieron”,
comentó un camarógrafo. Nunca se fueron, pensé.
“Es Vicky, está al borde de la cornisa y rodeada de
policías”, gritaron varios. Dentro de
la planta los policías habían perseguido a los ocupantes hasta el techo, y allí
estaban también Alejandrina Barry y María Victoria Moyano Artigas, hijas de
desaparecidos que se habían quedado con las trabajadoras y los trabajadores a
resistir adentro. Fue la tercera vez que tuve miedo desde que ejerzo este
oficio. Minutos después, mientras los diputados encabezados por Myriam Bregman,
Nicolás del Caño y Christian Castillo intentaban pasar el corralito y organizar
una comisión para resguardar la integridad física de los ocupantes, los
policías metieron un camión de traslado de detenidos con la culata hacia el
portón celeste.
Al rato se escucharon gritos
de auxilio desde el interior del vehículo. Era Javier “Mancha” Aparicio, que sostenía a otro compañero que se había
desmayado dentro del camión. En ese momento varios nos sacamos, ya era
demasiado. Intentamos a los gritos que identificaran a quién tenían allí y lo
liberaran si estaba herido. Pero el milico chofer puso primera y arrancó, a
pesar de que estábamos justo delante suyo.
Matías Aufieri, Carlos
Platkowski, Guillo Pistonesi y otros más quedamos impotentes frente a la
barbarie. Del Caño ya se había cruzado también a los gritos con el jefe del
operativo, mientras Bregman imploraba que prime la cordura porque podían
provocar una muerte. Todos compartíamos ese temor.
“A ustedes los van a acusar de homicidio y el poder político les va a
soltar la mano, no se dan cuenta, paren”,
gritamos mientras se llevaban al Mancha.
Volvieron a poner otro móvil
frente al portón y nos ubicamos todos ahí porque estaban bajando a los
ocupantes. Luego sabríamos que habían puesto como condición para entregarse que
ingresaran diputados, y así pasaron Del Caño y Luis Zamora. Alguien comentó que
los milicos había roto un caño de gas en su avance brutal y torpe dentro de una
fábrica que no conocían. Pero enseguida se escuchó desde adentro, cada vez más
fuerte “unidad de los trabajadores”.
Con los brazos en alto y sonrisas en sus caras salían los obreros y obreras,
junto a Barry y Moyano, sin heridas de gravedad y sin ser subidos al celular
porque diputados, periodistas y abogados hicimos un cordón para que caminaran
entre los uniformados hasta traspasar el “corralito”.
Ya rodeados de la prensa y
sintiéndose victoriosos dijeron en la voz del delegado Medina:
“Resistimos hasta el final y vamos a seguir, que no le quepan dudas a
la sociedad de que estamos más fuertes que nunca. Ahora vamos a liberar a los
compañeros detenidos”.
De nada valió la carta que
las mujeres de PepsiCo enviaron a la gobernadora María Eugenia Vidal.
“¿Realmente van a mandar a la Policía Bonaerense, la policía de la
provincia que usted conduce, a pegarnos a nosotras y a nuestros compañeros? Le
pedimos que no lo haga, que no permita que la Bonaerense, sobre la cual usted
es responsable, nos golpee y nos desaloje violentamente”.
Vidal no escuchó y se cuadró
ante la cadena de mandos. La orden política ya había sido dada.
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