Cuando la historia
se anuncia en una pequeña aldea
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Jorge Majfud, escritor uruguayo-estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
América
Latina sin fronteras
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de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/187494
17 julio, 2017
ALAI AMLATINA, 17/08/2017.- A finales de 2015,
cuando el precandidato republicano Donald Trump dominaba las encuestas dentro
de su partido, un amigo que vive en Buenos Aires me escribió entusiasmado con
el posible triunfo del millonario. “Muchas
cosas van a cambiar -dijo-, entre
ellas las tonterías de lo políticamente correcto”. El desafío a lo
políticamente correcto ha sido un ejercicio permanente en la academia (aunque
no en la mayoría de los académicos) por décadas, sino por siglos. Eso no lo
inventó Trump. Pero a veces lo políticamente correcto (como el respeto de los
derechos y libertades de todos por igual, sean negros, mujeres u homosexuales)
es, simplemente, lo correcto.
Mi amigo es judío y, a mi forma de ver, es uno de los que confunde el
judaísmo y a los judíos con el gobierno de Israel. Aunque es una persona culta,
su visión a corto plazo solo le permitió ver que Trump tiene un yerno judío y
una hija convertida al judaísmo y que su retórica pro Israel y anti islámica no
era menor que la del resto de los candidatos. Sin embargo, observé, no es
casualidad que la gran mayoría de los judíos en Estados Unidos que no pertenecen
a la minúscula clase de los millonarios han votado tradicionalmente por la
izquierda, como no es casualidad que los mexicanos sean culturalmente
conservadores y políticamente liberales, mientras los cubanos de Miami son
culturalmente liberales y políticamente conservadores. Eso no es difícil
explicar, pero ahora es harina de otro costal.
“Tal vez cambies de opinión -le escribí- cuando Trump llegue a la presidencia y
comencemos a ver banderas nazis desfilando por las calles”.
No sé si mi amigo habrá cambiado de opinión. Según las estadísticas,
quienes apoyan a Trump están convencidos que jamás dejarán de hacerlo, más allá
de las circunstancias. Lo cual revela un componente irracional y religioso.
Como hemos insistido antes, sólo la economía podrá poner los valores morales
del presidente en cuestión. En otros casos, ni eso.
Hay un detalle aún más significativo: quienes ondean banderas nazis y
confederadas, quienes revindican al KKK, ya no lo hacen cubriéndose los
rostros. Este es un sutil signo de que las cosas se pondrán aún peores, no
porque no les reconozca derecho a la libertad de expresión, sino por todo lo
demás.
En el país existen cientos de grupos racistas y violentos. La ley no los
puede tipificar como terroristas (la expresión “terrorismo doméstico” es solo una expresión sin categoría legal)
porque no existen los terroristas estadounidenses si masacran a mil personas en
nombre de alguna organización doméstica. Para ser considerado terrorista, un
terrorista debe ser ciudadano de otro país o trabajar para algún grupo
extranjero. Esos “consorcios domésticos”
todavía no se han sincronizado en una red mayor, pero ya han cruzado la línea
que separa el odio íntimo de la ideología articulada del odio. En consecuencia,
ya no usan mascaras.
Veamos un hecho puntual y reciente. En una conferencia de prensa, el
presidente Donald Trump ha defendido la permanencia de los monumentos que
celebran los ideales de la Confederación, argumentando que también George
Washington y Thomas Jefferson tuvieron esclavos. Exactamente las mismas
palabras que un manifestante pro nazi dijo en un video que circuló en las redes
sociales dos días antes, otra muestra de que el presidente representa a la
nueva generación: no lee ni se contiene para insultar en los foros a pie de página.
Durante años, tanto en los periódicos como en mis propias clases, he
insistido sobre la doble moral de los Padres fundadores con respecto a los
esclavos, cuando la declaratoria de la independencia reconocía “como evidentes estas verdades: que los hombres
son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos
inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad”. O, cuando una década después, en la constitución se hacía
celebre la primera frase “Nosotros el pueblo” y en realidad excluía a la
mayoría de los habitantes de las trece colonias primero y más tarde de los
territorios centrales usurpados a los indios y, finalmente, del resto donado
por los mexicanos.
Sin embargo, comparar a Jefferson con el general Robert Lee es una
manipulación histórica en base a los intereses racistas y clasistas del
momento. Lo que celebramos de Jefferson no es que tenía esclavos y una amante
mulata a la que nunca liberó, como sí lo hizo el gran José Artigas con su muy íntimo
(relación nunca estudiada en serio) amigo Ansina. Lo que reconocemos de
Jefferson es haber impulsado la historia hacia la dirección correcta en base a
ciertos valores de la Ilustración.
El general Lee y todos los líderes y símbolos de la Guerra Civil no
representan ninguno de esos valores que hoy consideramos cruciales para la
justicia y la sobrevivencia de la especie humana sino todo lo contrario:
representan las fuerzas reaccionarias, arrogantes, criminales que, por alguna
razón de nacimiento, se consideran superiores al resto y con derechos
especiales.
Como ya nos detuvimos en otros escritos, un análisis cuidadoso de la
historia de Estados Unidos desde la rebelión de Nathaniel Bacon en 1676,
exactamente cien años antes de la fundación de este país, muestra claramente
que le racismo no era ni por lejos lo que comenzó a ser desde finales del siglo
XVII. Si bien el miedo o la desconfianza a los rostros ajenos es ancestral, la
cultura y los intereses económicos juegan roles decisivos en el odio hacia los
otros. Las políticas deliberadas de los gobernadores y esclavistas de la época
fue inocular ese odio entre las “razas”
(indios, blancos y negros) para evitar uniones y futuros levantamientos de la
mayoría pobre.
El racismo, una vez inoculado en una cultura y en un individuo, es uno
de los sentimientos más poderosos y más ciegos. En tiempos de prosperidad
económica, los blancos de clase media para arriba culpan a los pobres, sobre
todo a los pobres negros, por su propia pobreza. La ética calvinista asume que
uno recibe lo que merece, primero por voluntad divina, segundo por mérito
propio. Pero cuando la economía no va del todo bien y esos mismos blancos
razonables se descubren sin trabajo y sin la prosperidad de sus padres,
inmediatamente se convierten en blancos supremacistas o, como mínimo, en
blancos xenófobos bajo una amplia variedad de excusas. Entonces, ser pobres ya
no es culpa ni de Dios ni de ellos mismos sino de los negros y de los
extranjeros que vienen a quitarles sus trabajos.
Para el presidente Trump, en Charlottesville
(ciudad fundada por indios y residencia de Jefferson y Madison) hubo dos grupos
que chocaron y la responsabilidad es de ambos por igual, unos de izquierda y
otros de derecha. Poner las cosas dentro de esta antigua clasificación, izquierda
y derecha, hace lucir el problema como algo horizontal, como una cuestión de
meras opiniones políticas, ambos igualmente responsables de todo el mal. Como
en la teoría de los dos demonios en el Cono Sur, aquí se mide igual la
violencia racista que la reacción antirracista. Como durante siglos se trató de
justificar la violencia de los amos por la violencia de los esclavos.
Solo cabe esperar algo peor. Nuestro tiempo presenciará la lucha entre
la Ilustración y la Edad Media. A largo plazo, no sabemos cuál de las dos
fuerzas vencerá.
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